– ¿Quieres unas cuantas?
– No.
– Vamos, coge una.
– Bueno.
Cogí una amarilla.
– Yo me las tomo todas -me dijo-. Son cosas diabólicas. Unas me quieren hacer subir, otras me quieren hacer bajar. Yo dejo que luchen dentro de mí.
– Se supone que eso debe dar bastante palo.
– Ya lo sé. ¿Oye, por qué no te vienes a mi casa después del trabajo?
– Tengo una mujer.
– Cualquiera tiene una mujer. Pero yo tengo algo mejor.
– ¿Qué?
– Mi novia me compró esta maquinita por mi cumpleaños. Follamos con ella. Se mueve para arriba y para abajo, no tenemos que hacer ningún esfuerzo. Todo el esfuerzo lo hace la máquina.
– Suena bien.
– Tú y yo podemos usar la máquina. Hace mucho ruido, pero no pasa nada mientras la usemos antes de las diez de la noche.
– ¿Y quién se pone encima?
– ¿Eso qué importa? A mí me da igual por un lado que por otro. Joder o que me jodan, es lo mismo.
– ¿Es lo mismo?
– Claro, no importa. Lo echaremos a suertes.
– Lo tengo que pensar.
– Bueno, ¿quieres otra pastilla?
– Sí. Dame otra amarilla.
– Te veré a la salida.
– Vale.
Paul me abordó a la salida.
– ¿Y bien?
– No puedo hacerlo, Paul. Yo soy heterosexual.
– Es una máquina cojonuda. Una vez que te pongas con la máquina, pasaras de todo.
– No puedo hacerlo.
– Bueno, de todos modos ven y te enseñaré mi colección de pildoras.
– De acuerdo. Eso sí.
Cerré la puerta trasera del almacén. Luego salimos juntos por delante. Mary Lou estaba sentada en la oficina fumando un cigarrillo y charlando con Bud.
– Buenas noches, tíos -dijo Bud con una ancha sonrisa cruzándole la cara…
La casa de Paul estaba a una manzana hacia el sur. Tenía un apartamento en una planta baja con las ventanas dando a la Séptima calle.
– Aquí está la máquina -dijo. La puso en marcha.
– Mírala, mírala. Suena como una lavadora. La mujer del piso de arriba, cuando me ve por las escaleras me dice: «Paul, se ve que es usted un hombre muy limpio. Le oigo lavar la ropa tres o cuatro veces a la semana».
– Apágala -dije yo.
– Mira mis pastillas. Tengo miles de pastillas, millares. Muchas ni siquiera sé para qué sirven.
Paul tenía todos los frascos en la mesilla de la cocina. Había once o doce frascos, todos de diferentes tamaños y formas, rellenos de pildoras de múltiples colores. Era algo hermoso. Mientras lo contemplaba, abrió un frasco, sacó tres o cuatro pastillas y se las tragó. Luego abrió otro frasco y se tomó otro par de pastillas. Luego abrió un tercer frasco.
– Venga, qué demonios -me dijo-, vamos a ponernos con la máquina.
– Parece que va a llover. Tengo que irme.
– ¡Muy bien! -dijo él-. ¡Si no quieres follarme, me follaré yo solo!
Cerré la puerta detrás mío y salí a la calle. Oí como ponía la máquina en marcha.
78
El señor Manders se acercó adonde yo estaba trabajando, se paró allí y me observó. Yo estaba empaquetando un voluminoso pedido de pinturas y él se quedó allí mirándome. Manders había sido el primer dueño del almacén, pero su esposa se había fugado con un negro y él había empezado a beber. Bebió hasta arruinarse. Ahora era sólo un vendedor y otro hombre era el dueño del negocio.
– ¿Está poniendo etiquetas de FRAGIL en estos paquetes?
– Sí.
– ¿Lo empaqueta todo bien? ¿Con un buen relleno de papel de periódico y paja?
– Creo que lo hago bien.
– ¿Tiene suficientes etiquetas de FRÁGIL?
– Sí, hay un cajón lleno debajo de este banco.
– ¿Está seguro de que sabe lo que hace? Usted no tiene pinta de empleado de envíos.
– ¿Y qué pinta debería de tener?
– Normalmente llevan delantales. Usted no lleva delantal.
– Ah.
– Los de Smith y Barnsley han llamado para decir que han recibido rota una jarra de cola en un envío.
No contesté.
– Si se le acaban las etiquetas de FRÁGIL, dígamelo.
– Cómo no.
Manders se fue andando por el pasillo. Entonces se paró, se dio la vuelta y me miró. Corté algo de cinta adhesiva del rollo y con especial cuidado precinté el paquete. Manders se volvió y siguió caminando.
Bud vino corriendo.
– ¿Cuántos bastidores de metro y medio hay disponibles?
– Ninguno.
– Hay un tío que quiere cinco bastidores de metro y medio para ahora mismo. Los está esperando. Hazlos rápidamente.
Se fue corriendo. Un bastidor es una plancha de contrachapado con un borde de goma. Se usa en serigrafía. Subí al ático y cogí una larga plancha de madera, señalé secciones de metro y medio y las serré. Luego empecé a taladrar agujeros en uno de los bordes. Colocabas la tira de goma después de taladrar unos agujeros. Luego tenías que pegar bien la goma de modo que quedase absolutamente recta y ajustada. Si el borde de goma no quedaba perfectamente recto y nivelado, el proceso de serigrafía no funcionaba. Y la puta goma tenía la manía de torcerse y levantarse y resistirse.
Bud volvió pasados tres minutos.
– ¿Tienes ya listos esos bastidores?
– No.
Volvió corriendo a la parte delantera. Yo taladraba, apretaba tornillos, lijaba. Pasados cinco minutos regresó de nuevo.
– ¿Tienes ya listos esos bastidores?
– No.
Volvió a irse corriendo.
Tenía acabado un bastidor y estaba a mitad de otro cuando vino otra vez.
– Olvídalo ya, se ha marchado -dijo, y regresó caminando a la parte delantera…
79
El almacén iba hacia la quiebra. Los pedidos eran cada vez más pequeños. Cada día había menos cosas que hacer. Despidieron al amigo de Picasso y me pusieron a limpiar los retretes, vaciar las papeleras y colocar el papel higiénico. Todas las mañanas barría y regaba la acera junto a la puerta del almacén. Una vez a la semana lavaba las ventanas.
Un día decidí limpiar mi propio terreno. Una de las cosas que hice fue limpiar el cuarto del cartón, donde yo guardaba todas las cajas de cartón vacías que se utilizaban para los envíos. Las saqué todas y barrí toda la mierda acumulada. Mientras lo limpiaba me apercibí de una pequeña caja gris oblonga en el fondo del cuartucho. La cogí y la abrí. Contenía veinticuatro pinceles de pelo de camello de tamaño grande. Eran soberbios y hermosos y valían diez dólares cada uno. Yo no sabía qué hacer. Me quedé mirándolos durante algún rato, entonces cerré la caja, salí al callejón y los metí en un cubo de basura. Luego volví a meter todas las cajas de cartón vacías en el cuartito.
Aquella noche salí lo más tarde posible. Me fui hasta el café de al lado y pedí un café y tarta de manzana. Luego salí, bajé por la avenida y doblé por la esquina del callejón. Subí por el callejón y estaba a mitad de camino cuando vi a Bud y Mary Lou bajar por el otro extremo. No podía hacer otra cosa que seguir caminando. Era inevitable. Nos acercamos cada vez más. Finalmente, al pasar a su lado, dije: -Hola. -Ellos dijeron: -Hola -y seguí caminando. Subí hasta el final del callejón, crucé la calle y me metí en un bar. Me senté. Estuve sentado un rato y me tomé una cerveza y luego otra más. Una mujer al final de la barra me preguntó si tenía un cerilla. Me acerqué hasta ella y le encendí el pitillo; mientras lo hacía, se tiró un pedo. Le pregunté si vivía en el barrio. Me dijo que era de Montana. Me acordé de una noche desgraciada que había pasado en Cheyenne, Wyoming, que está bastante cerca de Montana. Finalmente salí y regresó al callejón.