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– No eres gran cosa -dijo él.

– Trata de repetirlo un día que no esté con resaca. Te correré a hostias por todo el patio.

– Muy bien -dijo-, ven un día fresco y limpito y veremos qué pasa.

Decidí no aparecer nunca por ahí fresco y limpito.

Lo mejoi era cuando la línea de ensamblaje no podía con nuestro ritmo y nos quedábamos esperando. La línea de ensamblaje estaba formada principalmente por joven-citas mexicanas de hermosa piel y ojos oscuros; llevaban pantalones vaqueros ajustados y ajustados suéteres y pendientes llamativos. Eran tan jóvenes y saludables y eficientes y relajadas… Eran buenas obreras, y de vez en cuando alguna levantaba la vista y decía algo y entonces había explosiones de risa y miradas de reojo mientras yo miraba como se reían con sus tejanos ajustados y sus suéteres ajustados y pensaba: si una de ellas estuviese en la cama esta noche conmigo, me podría tragar toda esta mierda mucho más fácilmente. Todos pensábamos lo mismo. Y a la vez pensábamos: todas pertenecen a algún otro. Bueno, qué demonios. Qué más daba. En quince años pesarían noventa kilos y serían sus hijas las que harían soñar a obreros desesperados.

Me compré un coche viejo de ocho años y permanecí en el trabajo todo el mes de diciembre. Entonces vino la fiesta de Navidad. Era el 24 de diciembre. Habría bebidas, comida, música, baile. A mí no me gustaban las fiestas. No sabía bailar y la gente me asustaba, especialmente la gente de las fiestas. Trataban de ser sexys y alegres e ingeniosos, y aunque creían que conseguían serlo, no era así. Llegaban a ser todo lo contrario. Sus intentos forzados sólo conseguían empeorarlo.

Así que cuando Jan se inclinó junto a mí y me dijo:

– Que le den por culo a esa fiesta, quédate en casa conmigo. Nos emborracharemos aquí -no me costó mucho trabajo decidirme.

El día después de Navidad, me hablaron de la fiesta. El pequeño Eddie me dijo:

– Christine lloró porque no apareciste.

– ¿Quién?

– Christine, esa chiquita mexicana tan graciosa.

– ¿Quién es?

– Trabaja en la última fila, en ensamblaje.

– Corta el rollo.

– Sí. Lloró y lloró. Alguien dibujó un gran retrato tuyo con perilla y todo y lo colgó de la pared. Debajo escribieron: «¡Dame otro trago!»

– Lo siento, tío, tuve un compromiso.

– No pasa nada. Ella al final dejó de llorar y bailó conmigo. Se puso borracha y empezó a tirar pasteles y se puso aún más borracha y bailó con todos los muchachos negros. Baila de lo más sexy. Al final se fue a casa con Big Angel.

– Big Angel probablemente le metió el dedo gordo en el ojo -dije jo.

La víspera de Año Nuevo, después de la pausa para el almuerzo, Morris me llamó y me dijo:

– Quiero hablar contigo.

– Muy bien.

– Ven por aquí.

Morris me llevó a un oscuro rincón junto a una pila de cajas de empaquetado.

– Mira, vamos a tener que despedirte.

– Bueno, ¿este es mi último día?

– Sí.

– ¿ Está listo el cheque?

– No, te lo enviaremos por correo.

– De acuerdo.

83

La Repostería Nacional estaba cerca. Me dieron un gorro blanco y un delantal. Hacían bollitos, galletas, pasteles y todo eso. Como yo había señalado en mi solicitud mis dos años de universidad, me dieron el puesto de Hombre del Coco. El Hombre del Coco se ponía en lo alto de una percha, metía la pala en el barril de coco desmenuzado y echaba los blancos copos al interior de una máquina. La máquina hacía el resto: espolvoreaba el coco en los pasteles y otras zarandajas que pasaban por debajo. Era un trabajo fácil y digno. Y allí estaba yo, vestido de blanco, arrojando a paletadas el niveo coco pulverizado al interior de la máquina. Al otro lado de la sala había docenas de muchachas, también vestidas de blanco, con sus cofias. Yo no sabía muy bien lo que hacían, pero estaban siempre atareadas. Trabajábamos por las noches.

Ocurrió en mi segunda noche. Empezó lentamente, dos de las chicas comenzaron a cantar: «¡Oh, Henry, oh Henry, qué gran amante eres! ¡Oh, Henry, oh Henry, nos llevas al cielo!». Más y más chicas se fueron uniendo. Al poco rato estaban todas cantando. Yo pensé, está claro que esto va por mí.

El supervisor irrumpió gritando.

– ¡Bueno, bueno, chicas, ya es suficiente!

Yo introduje mi pala con calma en el polvo de coco y lo acepté todo…

Llevaba allí dos o tres semanas cuando sonó un timbre durante la última tanda de pasteles. Se oyó una voz por los altavoces.

– Todos los hombres acudan a la parte posterior del edificio.

Un hombre con traje de ejecutivo se nos aproximó.

– Vengan aquí -dijo.

Llevaba una carpeta con una hoja de papel. Los hombres se agruparon a su alrededor. Todos estábamos vestidos con nuestros delantales blancos. Yo me quedé al borde del círculo.

– Estamos entrando en un período de descenso de ventas -dijo el tío-. Lamento decirles que vamos a tener que despedirles a todos hasta que las cosas vuelvan a marchar bien. Ahora, si quieren ponerse en fila delante mío, anotaré sus nombres, números de teléfono y direcciones. Cuando vuelvan a ir bien las cosas, serán los primeros en saberlo.

Los muchachos empezaron a formar una fila, dándose codazos y empujones. Yo ni siquiera intenté acercarme. Contemplé a todos mis colegas dando religiosamente sus nombres y direcciones. Estos, pensé, son los tíos que bailan con tanto garbo en las fiestas. Fui hasta mi arma-rito, colgué mis blancas vestiduras, dejé mi pala apoyada junto a la puerta y me largué.

84

El hotel Sans era el mejor de toda la ciudad de Los Angeles. Era un viejo hotel, pero tenía clase y un encanto que se echaba a faltar en los establecimientos más modernos. Estaba en la parte baja de la ciudad, directamente cruzando el parque.

Era utilizado para convenciones de hombres de negocios y por putas de lujo de talento casi legendario -las cuales al final de sus lucrativas noches solían siempre dar una buena propina a los botones. Se oían también historias de botones que se habían hecho millonarios -fogosos botones con pollas de cuarenta centímetros que habían tenido la suerte de conocer y casarse con alguna rica cliente entrada en años. Y la comida, la LANGOSTA, los grandes chefs negros con larguísimos gorros blancos, que lo sabían todo, no sólo acerca de la gastronomía, sino también acerca de la vida y acerca de mí y acerca de todo.

Se me asignó a la sección de abastecimiento. Aquella sección de abastecimiento tenía estilo; había diez tíos para descargar cada camión, cuando sólo eran necesarios dos, como máximo. Yo llevaba mis mejores trajes. Nunca toqué nada.

Descargábamos (descargaban) todo aquello que entraba en el hotel, sobre todo alimentos. Parecía que los ricos no comían otra cosa que langostas. Continuamente llegaban cestas y cestas de ellas, deliciosamente rosadas y enormes, moviendo sus pinzas y antenas.

– ¿Te gustan estas cosas, eh, Chinaski?

– Sí. Oh, sí -asentía yo.

Un día me llamó la señora de la oficina de personal. La oficina estaba al fondo del patio de carga.

– Quiero que te encargues de esta oficina los domingos, Chinaski.

– ¿Qué tengo qué hacer?

– Sólo contestar el teléfono y contratar a los friegaplatos del domingo.

– ¡De acuerdo!

El primer domingo fue cosa fina. Me senté allí como un magnate. Al rato entró un hombre de edad.

– ¿Sí, compadre? -le pregunté.

Llevaba puesto un traje de los caros, pero estaba arrugado y mas bien sucio; y los puños se estaban empezando a deshilacliar. Sostenía su sombrero entre las manos.