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– Oiga -me dijo-. ¿No necesitan a alguien que sea un buen conversador? ¿Alguien que pueda alternar con la gente y charlar con ella? Tengo un cierto bagaje cosmopolita, cuento historias entretenidas. Puedo hacer reír a la gente.

– ¿Sí?

– Oh, sí.

– Hágame reír.

– Oh, usted no entiende. El escenario ha de ser el adecuado, el ambiente, el decorado, ya sabe…

– Hágame reír.

– Señor…

– ¡No le podemos contratar, es usted un pasmarote!

Los friegaplatos se contrataban al mediodía. Salí de la oficina con paso tranquilo. Había allí cuarenta vagabundos apelotonados.

– ¡Muy bien, oídme, necesitamos cinco tipos buenos! ¡Cinco buenos de verdad! ¡No alcohólicos ni pervertidos, ni comunistas ni exhibicionistas! ¡Han de tener tarjeta de la seguridad social! ¡Muy bien, sacadlas y mostradlas bien alto!

Sacaron las tarjetas. Las agitaron.

¡Eh, yo tengo tarjeta, mírala!

¡Hey, colega, aquí, aquí! ¡Dame a mí el currele!

Yo los miré con calma por encima.

– Bueno, tú, el de la mancha de mierda en el cuello de la camisa -señalé-, da un paso al frente.

– Esto no es una mancha de mierda, señor. Es salsa de carne.

¡Bueno, yo qué sé, capullo, tienes más pinta de haber estado comiendo cagallones que saboreando roast beef!

¡Ah, ¡a ja ja ja! -se rieron los vagabundos-. ¡Ah jajajaja!

– ¡Bueno, ahora necesito cuatro buenos friegaplatos! ¡Tengo cuatro perras chicas en mi mano. Las voy a lanzar al aire. ¡Los cuatro hombres que me las traigan de vuelta, lavarán hoy los platos!

Lancé las monedas al aire por encima de la chusma. Los cuerpos saltaron y cayeron al suelo, las ropas se desgarraron, se oyeron blasfemias, un hombre dio un alarido, hubo muchos puñetazos. Luego los cuatro afortunados vinieron hasta mí, uno por uno, respirando fuertemente, cada cual con su monedita. Les di sus tarjetas de trabajo y los mandé a la cafetería de personal para que antes se alimentasen bien. Los otros vagabundos fueron bajando lentamente la rampa de camiones, salieron y se alejaron caminando por el callejón hacia la tierra baldía de los arrabales de Los Angeles, en domingo.

85

Los domingos eran cojonudos porque estaba solo, y no tardé en llevarme una botellita de whisky al trabajo. Uno de estos domingos, después de una noche de borrachera brutal, la botellita mañanera me dio la puntilla; perdí la noción de todo. Aquella noche, al llegar a casa, tenía la vaga impresión de haber tenido una actividad algo inusual. Se lo dije a Jan a la mañana siguiente, antes de irme al trabajo.

– Creo que ayer jodí la marrana. Pero a lo mejor son todo figuraciones mías.

Entré y fui a fichar en el reloj. Mi ficha no estaba en el panel. Me di la vuelta y fui a ver a la vieja que llevaba la oficina de personal. Cuando me vio pareció ponerse nerviosa.

– Señora Farrington, ha desaparecido mi ficha del reloj.

– Henry, yo siempre creí que eras un chico decente.

– ¿Sí?

– ¿Es que ya no te acuerdas de lo que hiciste? -me preguntó, mirando nerviosamente a su alrededor.

– No, señora.

– Estabas borracho. Encerraste al señor Pelvington en el retrete de caballeros y no le dejabas salir. Le tuviste encerrado durante media hora.

– ¿Qué le hice?

– No querías dejarle salir.

– ¿Quién es?

– El gerente de este hotel.

– ¿Y qué más hice?

– Estuviste sermoneándole sobre cómo dirigir este hotel. El señor Pelvington ha estado en el negocio de hostelería durante treinta años. Le dijiste que las prostitutas debían ser hospedadas sólo en el primer piso y que debían someterse a exámenes médicos periódicos. No hay prostitutas en este hotel, Chinaski.

– Oh, ya lo sé, señora Pelvington.

– Farrington.

– Señora Farrington.

– También le dijiste al señor Pelvington que sólo hacían falta dos hombres para descargar los camiones en vez de diez, y que cesarían las sustracciones si a cada empleado se le diera una langosta viva para llevar a casa cada noche, en una jaula especialmente construida que pudiera llevarse en autobuses y tranvías.

– Tiene usted un gran sentido del humor, señora Farrington.

– El guardia de seguridad no consiguió que soltaras al señor Pelvington. Le rompiste la gabardina, estabas frenético. Fue sólo después de que llamáramos a la policía cuando le dejaste libre.

– ¿Debo presumir que estoy despedido?

– Presumes correctamente, Chinaski.

Salí por detrás de una pila de cestas de langostas. Cuando la señora Farrington dejó de mirarme, torcí hacia la cafetería de personal. Todavía tenía mi tarjeta de alimentación. Podía tomarme un último almuerzo de categoría. La comida era tan buena como la que les daban a los clientes en el piso de arriba y además te ponían mayores raciones. Agarré mi tarjeta y entré en la cafetería, cogí una bandeja, cuchillo y tenedor, una taza y varias servilletas de papel. Me acerqué al mostrador de la cocina. Entonces levanté la mirada. Clavado a la pared detrás del mostrador había un pedazo de cartón con una rotunda frase escrita en letras grandes:

NO LE DEN DE COMER A HENRY CHINASKI

Volví a dejar la bandeja y los cubiertos sin que se dieran cuenta. Salí de la cafetería. Atravesé el patio de carga, luego salí al callejón. Me crucé con otro vagabundo.

– ¿Tienes un cigarro, colega?

Saqué dos, le di uno y yo tomé el otro. Se lo encendí, luego encendí el mío. El se fue hacia el este y yo hacia el oeste.

86

El mercado de trabajo en granjas estaba entre la Quinta y la calle San Pedro. Tenías que presentarte allí a las 5 de la mañana. Aún era de noche cuando llegué. Los hombres estaban ahí quietos, sentados o de pie, liando cigarrillos, hablaban poco. Todos aquellos "lugares tenían siempre el mismo olor -olor a sudor rancio, orina y vino barato.

El día anterior había ayudado a Jan a mudarse a casa de un tío gordo, funcionario de hacienda, que vivía en Kingsley Drive. Me quedé en el vestíbulo fuera de su vista y observé cómo el tío la besaba; luego entraron juntos en el apartamento y la puerta se cerró. Salí y bajé caminando por la calle solo, fijándome por primera vez en la cantidad de pedazos de papel volatineros y la basura acumulada cubriendo las aceras. Nos habían echado del apartamento. Tenía 2 dólares y ocho centavos. Jan me prometió que esperaría hasta que mi suerte cambiara, pero me resultó difícil creérmelo. El funcionario de hacienda se llamaba Jim Bemis, tenía una oficina en Alva-rado Street y mucha pasta.

– Le odio cuando me folla -me había dicho Jan. Ahora probablemente le estaba diciendo lo mismo acerca de mí.

Las naranjas y los tomates estaban apilados en cestas y aparentemente eran gratuitos. Cogí una naranja, mordí la piel y chupé el zumo. Había agotado mi seguro de desempleo después de que me echaran del hotel Sans.

Un tío de unos cuarenta años se me acercó. Su cabello parecía muerto, de hecho no parecía un cabello humano, sino más bien cordones de hilo. La potente luz que venía del techo le daba un aspecto cadavérico. Tenía lunares marrones en la cara, la mayoría acumulados alrededor de su boca. De cada uno surgían dos o tres pelos negros.

– ¿Qué tal? -me dijo.

– Bien.

– ¿Te gustaría que te la chupase?

– No, creo que no.

– Estoy caliente, tío, estoy excitado. Lo hago muy bien, de verdad.

– Mira, lo siento, no me va.