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Se alejó cabreado. Miré a mi alrededor en la gran nave. Había unos cincuenta hombres esperando. Había también diez o doce contratistas sentados en sus escritorios o paseando por ahí. Fumaban cigarrillos y parecían más preocupados que los vagabundos. Los contraristas estaban separados de nosotros por una pesada verja de alambre, del suelo al techo. Alguien la había pintado de amarillo. De un amarillo muy indiferente.

Cuando un contratista quería hacer una transacción con un vagabundo, quitaba el cerrojo y abría una ventanilla de cristal que había en la verja. Cuando finalizaba el papeleo, el contratista corría la ventanilla y le echaba el cerrojo, y cada vez que esto ocurría, la esperanza parecía desvanecerse. Todos nos incorporábamos cuando se descorría la ventanilla, cada oportunidad era nuestra oportunidad, pero cuando se cerraba, la esperanza se evaporaba. Entonces nos mirábamos unos a otros.

A lo largo de la pared trasera, detrás de la valla amarilla y de los contratistas, estaban seis pizarras. Había tiza blanca y borradores, igual que en la escuela primaria. Cinco de las pizarras estaban limpias, aunque todavía se podían percibir vestigios fantasmales de anteriores mensajes, de trabajos ya concretados y perdidos para siempre en lo que a nosotros concernía.

Había un mensaje en la sexta pizarra:

SE NECESITAN RECOLECTORES DE TOMATES EN BASKERFIELD

Yo creía que las máquinas cosechadoras habían acabado para siempre con los recogedores de tomates. Pero no era así. Al parecer el material humano era más barato que las máquinas. Y las máquinas se averiaban. Ajá.

Me fijé en las personas que aguardaban -no había orientales, ni judíos, ni apenas negros. La mayoría de estos parias eran blancos pobres o chícanos. Los dos o tres negros que había estaban ya borrachos de vino.

Entonces uno de los contratistas se levantó. Era un hombre de gran envergadura con barriga de bebedor de cerveza. Lo primero que veías era su camisota amarilla con rayas negras verticales. La camisa estaba superalmi-donada y llevaba brazaletes para mantener subidas las mangas, igual que los fotógrafos del siglo pasado. Se acercó y descorrió la ventanilla de cristal de la verja amarilla.

– ¡Muy bien! ¡Hay un camión en la parte trasera que va para Baskerfield!

Corrió la ventanilla y echó el cerrojo, luego volvió a sentarse en su escritorio y encendió un cigarrillo.

Durante un momento nadie se movió. Entonces uno por uno aquellos que estaban sentados en los bancos comenzaron a levantarse y a estirarse. Sus rostros permanecían inexpresivos. Los hombres que habían estado arrojando los restos de sus cigarrillos al suelo y apagándolos con las plantas de los pies empezaron a circular cuidadosamente. Un lento éxodo general comenzó; todo el mundo se dirigió hacia una puerta lateral que daba a un patio vallado.

El sol estaba saliendo. Nos miramos los unos a los otros, de verdad, por vez primera. Algunos sonrieron al reconocer alguna cara familiar.

Nos pusimos en fila, dirigiéndonos a empujones hacia la parte trasera del camión, a la luz del alba. Era la hora de moverse. Estábamos subiendo a un camión del ejército veterano de la segunda guerra mundial con un techo de lona agujereada. Nos fuimos acercando, empujándonos con rudeza, pero al mismo tiempo tratando de mostrarnos un poco educados. Entonces sentí que alguien me tiraba de los hombros. Retrocedí.

La capacidad del camión era admirable. El enorme capataz mexicano permanecía subido a la caja del camión metiendo a la gente para adentro.

– Bueno, bueno, venga, venga…

La gente iba entrando con lentitud, como si se introdujese en la boca de la ballena.

Los pude ver apelotonados dentro del camión y me fijé en sus rostros; estaban charlando con calma y sonriendo. Me repelían y al mismo tiempo me sentía muy solo. Entonces decidí que podía cosechar tomates, decidí meterme. Alguien me embistió desde atrás. Era una gorda mexicana que parecía muy sofocada. La cogí de las caderas y la ayudé a subir. Era muy pesada y difícil de manejar. Finalmente hice firme en algo; parecía que una de mis manos se había sumergido en lo más recóndito de su obeso culo. Conseguí hacerla subir. Entonces busqué un apoyo con mi mano y me dispuse a subir. Era el último. El capataz mexicano me puso el pie en la mano.

– No -me dijo-, ya tenemos suficientes.

El motor del camión se puso en marcha, renqueó, se caló. El conductor volvió a intentarlo. Arrancó y se fueron.

87

La Agencia de Trabajadores para la Industria estaba emplazada justo al lado del aserradero. Los vagabundos estaban mejor vestidos, eran más jóvenes, pero igualmente desclasados. Se sentaban por ahí en los bordes de las ventanas, encogidos, calentándose con el sol y bebiendo el café gratis que la Agencia ofrecía. No tenía leche ni azúcar, pero era gratuito. No había valla de alambre que nos separara de los empleados. Los teléfonos sonaban más a menudo y los empleados estaban mucho más relajados que en el mercado de las granjas.

Me acerqué al mostrador y me dieron una tarjeta y una pluma atada con una cadenita.

– Rellénela -me dijo el encargado, un joven mexicano de agradable apariencia, que trataba de ocultar su cálida naturaleza bajo una frialdad profesional.

Empecé a rellenar la tarjeta. En el apartamento de mi dirección y número de teléfono escribí: «No tengo.» Luego en el apartado de estudios y habilidades profesionales escribí: «Dos años en el City College de L.A. Periodismo y artesanía.»

Entonces le dije al empleado. -He estropeado esta tarjeta. ¿Me puede dar otra?

Me dio otra. Escribí entonces: «Graduado en la Escuela Superior de Los Angeles. Encargado de envíos, empleado de almacén, mozo de carga. Algo de mecanografía.»

Le entregué la tarjeta.

– De acuerdo -dijo el empleado-, siéntese y veremos si aparece algún trabajo.

Encontré un hueco en el borde de una ventana y me senté. Un negro viejo estaba sentado a mi lado. Su rostro era interesante; no tenía el usual aire de resignación de la mayoría de nosotros. Parecía como si estuviese tratando de no reírse de sí mismo y de todos los demás.

Se dio cuenta de que le miraba. Me sonrió.

– El tío que lleva esto es un tío con cojones. Le echaron del trabajo en granjas, se cabreó, vino aquí y comenzó todo esto. Se ha especializado en el trabajo a destajo. Si alguien, por ejemplo, quiere tener un camión descargado rápido y barato, llama aquí.

– Sí, ya he oído.

– Si un tío necesita tener un camión descargado en poco rato y a poco precio, llama aquí. El tío que lleva esto se lleva el 50 por ciento. Nosotros no nos quejamos. Cogemos lo que él nos consiga.

– Por mí está bien. Mierda.

– Pareces un poco amuermado. ¿Te encuentras bien?

– Perdí a una mujer.

– Tendrás otras y las volverás a perder.

– ¿Adonde se van?

– Prueba un poco de esto.

Era una botella metida en una bolsa. Me tomé un trago. Era oporto.

– Gracias.

– No hay mujeres por los alrededores del aserradero.

Me volvió a pasar la botella.

– No dejes que nos vea bebiendo. Es una de las cosas que no soporta

Mientras estábamos allí sentados bebiendo, llamaron a varios hombres y se marcharon a trabajar. Eso nos animó. Por lo menos había un poco de acción.

Mi amigo negro y yo aguardamos, pasándonos la botella el uno al otro.

Pronto se vació.

– ¿Dónde está la tienda de licores más cercana? -pregunté.

Apunté la dirección y salí. Por alguna razón siempre hacía calor durante el día en las proximidades del aserradero de Los Angeles. Veías a viejos vagabundos paseando por ahí con pesados abrigos en mitad de la calorina. Pero cuando llegaba la noche y el albergue de la misión estaba repleto, aquellos abrigos eran su mejor garantía de supervivencia.