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Cuando volví de la tienda de licores mi amigo seguía todavía allí.

Me senté y abrí la botella, le pasé la bolsa.

– Mantenla baja -me dijo.

Se estaba bien allí, bebiendo vino sin preocupaciones.

Unos cuantos mosquitos comenzaron a revolotear a nuestro alrededor.

– Mosquitos del vino -dijo él.

– Los hijos de puta son unos adictos.

– Saben lo que es bueno.

– Beben para olvidar a sus mujeres.

– Solamente beben.

Di un manotazo en el aire y atrapé a uno de los mosquitos vinateros. Cuando abrí la mano todo lo que pude ver en mi palma fue una diminuta mancha negra y la extraña intuición de un par de alitas. Kaputt.

– ¡Ahí viene!

Era el agradable joven que dirigía el lugar. Se plantó delante nuestro.

– ¡Muy bien! ¡Vayanse de aquí! ¡Salgan cagando leches de aquí, jodidos borrachos! ¡Váyanse volando antes de que llame a la policía!

Nos llevó hasta la puerta, empujándonos y maldiciendo. Me sentí culpable, pero no me enfadé. A pesar de que nos iba dando empellones yo sabía que en realidad no estaba molesto con nosotros, era un chico agradable. Llevaba un grueso anillo en su mano derecha.

No íbamos lo bastante deprisa y recibí de lleno el anillo en el ojo izquierdo; sentí cómo la sangre me empezaba a caer y luego noté cómo se hinchaba. Mi amigo y yo nos vimos de patas en la calle.

Nos alejamos caminando. Encontramos un portal y nos sentamos en el escalón. Le pasé la botella. Le pegó un trago.

– Buen vino.

Me pasó la botella. Pegué un trago.

– Sí, buen vino.

– El sol ya está alto.

– Sí, el sol está bien alto.

Nos sentamos en silencio, pasándonos la botella el uno al otro.

Se acabó la botella.

– Bueno -dijo él-, me tengo que ir.

– Hasta la vista.

Se alejó. Yo me levanté y me fui en dirección opuesta, di la vuelta a la esquina y subí por Main Street. Seguí caminando hasta que llegué al Roxy.

Había fotos de las bailarinas colocadas con chinche-tas detrás de un cristal junto a la puerta. Entré y compré un ticket. La chica de la taquilla tenía mucha mejor pinta que las de las fotos. Ahora sólo me quedaban 38 centavos. Me introduje en el oscuro teatrillo de ocho filas. Las tres primeras filas estaban llenas.

Tuve suerte. La película había terminado y la primera bailarina acababa de empezar el strip-tease. La primera solía ser habitualmente la peor, una veterana venida a menos, relegada ahora a menear la pierna en el coro la mayoría de las veces. Aquí teníamos a Darlene como apertura. Probablemente alguna otra había sido asesinada o tenía la regla o había tenido un ataque de histeria y esta había sido la oportunidad para Darlene de volver a bailar sola.

Pero Darlene era una tipa legal. Flaca, pero con buenas tetas, un cuerpo como un sauce. Y al final de aquella esbelta espalda, de aquel cuerpo como un junco, había un enorme trasero. Era como un milagro -suficiente para volver loco a un hombre.

Darlene iba vestida con un largo traje de terciopelo negro, con la falda cortada muy alta, sus muslos y panto-rrillas eran de un blanco mortecino en contraste con el negro del vestido. Bailaba y nos miraba a través de unos ojos espesamente pintados. Esta era su oportunidad. Quería volver, ser otra vez una bailarina cotizada. Yo estaba de su parte. Mientras se bajaba las cremalleras más y más partes de su cuerpo iban quedando al descubierto, deslizándose fuera del terciopelo negro, las piernas y la pálida carne. Pronto su atuendo quedó reducido al sujetador rosado y a la mínima braguita enjoyada -con los diamantes de baratija agitándose y destelleando mientras bailaba.

Darlene siguió bailando y se agarró a la cortina del escenario. La cortina estaba raída y mugrienta. La abrazó, bailando al ritmo de los cuatro tíos de la banda y la luz intermitente de los focos.

Empezó a follarse la cortina. La banda aceleró su ritmo. Darlene se estaba cepillando realmente la cortina; la banda le daba más marcha y ella seguía la marcha. La luz rosada cambió repentinamente a púrpura. La banda se puso de pie, tocó con todas sus ganas. Ella pareció llegar al climax. Su cabeza cayó hacia atrás, su boca se abrió…

Entonces se incorporó y volvió bailando hasta el cen-1ro del escenario. Desde donde yo estaba pude oírla cantar para sí misma por debajo de la música. Cogió un tirante de su sostén y se lo quitó con un veloz movimiento, un tío de la tercera fila encendió un cigarrillo. Sólo quedaba la braguita enjoyada. Se metió el dedo en el ombligo y gimió.

Siguió bailando en el centro del escenario. La banda tocaba ahora muy suavemente. Comenzó a menearse con dulzura. Se nos estaba follando a todos. La reluciente braguita se balanceaba lentamente. Entonces los cuatro tíos de la banda comenzaron a arremeter de nuevo con un crescendo progresivo. Estaba apoyando la culminación del acto; el batería estaba sacudiendo un repiqueteo de tambores como el fuego de una ametralladora; parecían agotados, desesperados.

Darlene se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró rápidamente y agitó su espléndido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo de verdad, sus nalgas pare-cían e! corazón vivo del mundo.

Y a mí no se me pudo poner dura.

Charles Bukowski

Charles Bukowski nació en la ciudad de Andernach, en Alemania, un 16 de agosto de 1920. Hijo de Henry Bukowski, militar estadounidense, y de Katherine Fett, una mujer de origen alemán.

Tuvo una serie de problemas en la adolescencia, ya que fue un alemán de padre estadounidense en plena efervescencia nazi en Europa, por lo que en 1922 la familia se trasladó a Los Ángeles, Estados Unidos. De joven tuvo una extraña erupción cutánea por todo el cuerpo que le dejó marcas para toda la vida, pero sin embargo, la marca que llevó dentro fue más fuerte: vivió una terrible infancia, siendo un niño golpeado por su padre. Todo esto, junto con la creciente depresión económica de 1929 lo llevaron a relacionarse de por vida al alcohol.

Bukowski terminó la secundaria, pero luego de ingresar a Periodismo en L.A. City College, abandonó el curso en 1941. Se mantuvo económicamente gracias a una serie de trabajos temporales, que abandonó una y otra vez cuando ganaba el primer premio del hipódromo.

Su primer relato, publicado en 1944, pudo significar una emergente carrera de escritor, pero abandonó la literatura durante diez años, sumergido en el alcoholismo.

Post Office (Cartero), sería su primera novela, publicada en 1971. El éxito de la novela le permitió abandonar su trabajo en la oficina de correos en la que trabajaba y que retrató crudamente en el libro. Post Office es protagonizada por Henry Hank Chinaski, su alter ego y narrador más fiel.

Bukowski fue considerado el último escritor maldito y su obra siempre se centró en un extraño mundo pseudoautobiográfico centrado en su propia vida como un perdedor alcohólico o como un escritor de éxito alcohólico (según la época de ambientación, claro).

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