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Me desmayé. Ella se levantó y comenzó a vestirse. Se puso a cantar:

Cuando una nena de Nueva York dice buenas noches Ya es madrugada pasada

Buenas noches, dulzura Ya es madrugada pasada

Buenas noches, dulzura

El lechero vuelve ya a su casa…

Doblé mis piernas, rebusqué en mis pantalones y encontré mi cartera. Saqué cinco dólares, se los alcancé. Ella los cogió, se los introdujo por el escote del batín, entre las tetas, me agarró juguetona las pelotas una vez más, las apretó, las dejó y se fue de la habitación bailando un vals.

17

Había trabajado el tiempo suficiente como para ahorrar lo que me pudiera costar un billete de autobús a cualquier otra ciudad, más unos cuantos dólares para arreglármelas cuando llegase. Dejé mi trabajo, cogí un mapa de los Estados Unidos y lo miré por encima. Decidí irme a Nueva York.

Me llevé cinco botellas de whisky en la maleta para el viaje. Cuando alguien en el autobús se sentaba a mi lado y comenzaba a hablarme, yo sacaba la botella y me pegaba un largo trago. Me dejaban tranquilo.

La estación de autobuses en Nueva York estaba cercana a Times Square. Salí y me puse a andar por la calle con mi vieja maleta a cuestas. Era ya tarde. La gente salía apelotonada de las bocas de metro. Como insectos, sin rostro, dementes, se arrastraban delante mío, dentro de mí y a mi alrededor, con una fatal intensidad. Rebotaban y se empujaban entre sí, emitían terribles sonidos.

Me refugié en un portal y acabé con la última botella.

Luego caminé seguido, di empujones, codazos, hasta que vi un cartel anunciando una habitación para alquilar en la Tercera Avenida. La casera era una vieja señora judía.

– Necesito una habitación -le dije.

– Usted necesita un buen traje, muchacho.

– Estoy en la ruina.

– Es un buen traje, casi regalado. Mi marido lleva la sastrería de ahí enfrente. Venga conmigo.

Pagué por mi habitación, dejé la maleta y fui con ella al otro lado de la acera.

– Herman, enséñale a este chico el traje.

– Ah, es un bonito traje. -Herman lo sacó: azul marino, un poco raído.

– Parece demasiado pequeño.

– No, no, le quedará bien. Salió de detrás del mostrador con el traje.

– Aquí está. Pruébese la chaqueta. -Herman me ayudó a embutirme en ella-. ¿Lo ve? Le queda bien… ¿Quiere probarse los pantalones? -Sostenía los pantalones junto a mí, pegados desde mi cintura a los tobillos.

– Parecen bien.

– Diez dólares.

– Estoy en la ruina.

– Siete dólares.

Le di a Herman los siete dólares y me subí el traje a mi habitación. Salí a por una botella de vino. Cuando regresé, cerré la puerta, me desnudé y me dispuse a gozar de mi primera noche en una cama desde hacía días. Me metí en la cama, abrí la botella, doblé la almohada y me la ajusté bajo la espalda, respiré con ganas y me quedé sentado en la oscuridad mirando por la ventana. Era la primera vez que me había quedado solo en cinco días. Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. No me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. La oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres. Tomé un trago de vino.

De repente la habitación se llenó de luz. Hubo un traqueteo y un rugido. Un puente del metro pasaba a la altura de mi habitación. Un convoy se había parado allí. Observé un manojo de caras neoyorquinas que me observaban. El tren arrancó y se alejó. Volvió la oscuridad. Entonces la habitación volvió a llenarse de luz. De nuevo contemplé los rostros escalofriantes. Era como una visión del infierno repetida una y otra vez. Cada nueva vagonada de rostros era más horrible, demente y cruel que la anterior. Me bebí el vino.

Continuó: «oscuridad, luego luz; luz, luego oscuridad. Acabé con el vino y fui a por más. Volví, me desvestí y me metí en la cama. La llegada y partida de caras siguió una y otra vez. Me pareció como si estuviese sufriendo una alucinación. Estaba siendo visitado por cientos de demonios que ni el Diablo mismo podría aguantar. Bebí más vino.

Finalmente me levanté y saqué mi traje nuevo del armario. Me puse la chaqueta. Me quedaba algo estrecha. Parecía más pequeña que en la sastrería. De repente, escuché el sonido de algo que se rasgaba. La chaqueta se había rajado a lo largo de toda la espalda. Me quité lo que quedaba de ella. Todavía tenía los pantalones. Introduje mis piernas en ellos. Había botones en la bragueta en vez de cremallera; mientras trataba de abrochármelos, la costura cedió en el culo. Me palpé por detrás y toqué los calzoncillos.

18

Durante cuatro o cinco días anduve vagando por ahí. Luego me cogí una borrachera de dos días. Me mudé de mi habitación al Greenwich Village. Un día leí en la columna de Walter Winchell que O'Henry solía escribir todas sus cosas en la mesa de un famoso bar de escritores. Encontré el bar y entré en él. ¿Buscando el qué?

Era mediodía. Yo era la única persona en el bar, a pesar de la columna de Winchell. Me quedé allí parado, solo, con un gran espejo, la barra y el camarero.

– Lo siento, señor, no podemos servirle.

Me quedé atónito, no pude contestar. Esperé alguna explicación.

– Está usted borracho.

Estaba probablemente de resaca, pero no había probado un trago en doce horas. Murmuré algo sobre O'Henry y me fui.

19

Parecía un almacén desierto. Había un cartel en la ventana: Se necesita ayuda. Entré. Un hombre con un bigotillo me sonrió.

– Siéntese.

Me dio una pluma y un impreso. Lo rellené.

– ¿Ah? ¿Universitario?

– No exactamente.

– Trabajamos en publicidad.

– ¿Oh?

– ¿No le interesa?

– Bueno, verá, yo he estado pintando. Soy pintor ¿sabe? Me quedé sin dinero. No pude vender mis cuadros.

– Ya, tenemos a muchos como usted.

– A mí no me gustan.

– Animo, hombre. Tal vez se haga famoso después de muerto.

Siguió contándome que el trabajo comenzaba siendo nocturno, pero que se podía ir ascendiendo a otros trabajos.

Le dije que a mí me gustaba el trabajo nocturno. Me dijo que podía empezar en el metro.

20

Dos tíos viejos estaban esperándome. Me encontré con ellos ya abajo en el subterráneo, donde los trenes estaban estacionados. Me habían dado un manojo de carteles de cartón y un pequeño instrumento metálico que parecía un abridor de latas. Subimos todos juntos a uno de los vagones aparcados.

– Fíjate en cómo lo hago -me dijo uno de los viejos.

Se subió por encima de los polvorientos asientos y empezó a caminar de uno a otro raspando los viejos carteles de la pared con su abrelatas. Así que es de este modo como aparecen esas cosas ahí arriba, pensé, hay gente que viene de noche y las pone.

Cada cartel iba sostenido por dos bandas metálicas que tenían que sacarse para poner el nuevo cartel. Las bandas eran afiladas y curvas para amoldarse al contorno de la pared.

Me dejaron probar. Las bandas de metal resistieron mis esfuerzos. No querían ceder. Los afilados bordes me hicieron cortes en las manos mientras trabajaba. Empe cé a sangrar. Por cada cartel que conseguías quitar, había uno nuevo para reemplazarlo. Cada uno requería un tiempo infinito. Era inacabable.