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– Hay unos bichos verdes por todo Nueva York -dijo uno de los viejos después de un rato.

– ¿Los hay?

– Sí. ¿Eres nuevo en Nueva York?

– Sí.

– ¿No sabes que toda la gente en Nueva York ha cogido estos bichos verdes?

– No.

– Sí. Una mujer se me quiso follar la otra noche. Yo le dije, «No, nena, no hay nada que hacer».

– ¿Ah, sí?

– Sí. Le dije que lo haría si me daba cinco pavos. Cuesta cinco pavos por lo menos el librarte de esos bichos.

– ¿Te dio los cinco pavos?

– Na. Me ofreció un bote de sopa de champiñones Campbell.

Trabajamos palmo a palmo hasta el final del convoy. Los dos viejos bajaron del último vagón y se pusieron a andar hacia el siguiente tren, estacionado a unos quince metros más arriba de la vía. Estábamos a diez metros bajo el suelo y a la vez sobre un puente de ocho metros de altura sin ninguna otra superficie por donde caminar que no fueran las traviesas del tren. Estaba todo oscuro. Me di cuenta de que no sería muy difícil que un cuerpo se colara por algún hueco y lo tragaran las profundidades para siempre.

Bajé del vagón y lentamente fui caminando de traviesa en traviesa, con el abrelatas en una mano y los carteles en la otra. Un tren cargado de pasajeros pasó cerca mío; las luces de los vagones me alumbraron el camino.

El tren desapareció y la oscuridad se hizo total. No podía ver ni las traviesas ni los espacios mortales entre ellas. Aguardé.

Los dos viejos me gritaron desde el siguiente convoy.

– ¡Vamos! ¡Date prisa! ¡Tenemos mucho trabajo que hacer!

– ¡Esperad! ¡No veo un pijo!

– ¡No nos vamos a quedar toda la noche!

Mis ojos comenzaron a acostumbrarse. Paso a paso fui acercándome lentamente. Cuando llegué al tren, dejé los carteles en el suelo y me senté. Me temblaban las piernas.

– ¿Qué te pasa?

– No sé.

– ¿Qué es?

– Un hombre puede acabar muerto en este lugar.

– Todavía nadie se ha caído por esos agujeros.

– Creo que a mí podría haberme pasado.

– Son todo obsesiones tuyas.

– Lo sé. ¿Cómo puedo salir de aquí?

– Hay unas escaleras ahí arriba, pero tienes que atravesar muchos raíles, tendrás que ver pasar muchos trenes por tu lado.

– Ya.

– Y no pises el tercer raíl.

– ¿Qué pasa?

– Es el de la electricidad. Es el raíl de oro. Parece de oro. Ya lo verás.

Bajé a las vías y comencé a caminar de traviesa en traviesa. Los dos viejos me observaron. El raíl de oro estaba allí. Levanté mucho las piernas al atravesarlo.

Entonces subí la escalera medio corriendo, medio cayéndome hasta que llegué afuera. Había un bar cruzando la calle.

21

El horario en la fábrica de galletas para perros era de 4:30 de la tarde a 1 de la mañana.

Me dieron un sucio delantal blanco y pesados guantes de lona. Los guantes estaban quemados y tenían agujeros. Podía verme los dedos asomando. Recibí instrucciones por parte de un gnomo desdentado con una membrana que le caía sobre el ojo izquierdo, una membrana blanca-verduzca con venillas azules en araña.

Llevaba trabajando en aquella empresa diecinueve años.

Avancé hasta mi puesto. Sonó un silbato y la maquinaria se puso en acción. Las galletas para perros empezaron a moverse. Se le daba forma a la masa y entonces se reunían las galletas en pesadas bandejas metálicas con bordes de hierro.

Agarré una bandeja y la puse en un horno que había detrás mío. Me di la vuelta. Allí estaba la siguiente bandeja. No había manera de que decreciese el ritmo. Sólo paraban cuando había algo que obstruía la maquinaria. Esto no ocurría a menudo. Cuando así era, el duende grotesco la ponía rápidamente otra vez en marcha.

Las llamaradas del horno se elevaban a cinco metros de altura. El interior del horno era como la rueda de un barco de vapor. Cada compartimiento era un arco de curva que abarcaba doce bandejas. Cuando el hornero (yo) llenaba un compartimiento le daba a una palanca que hacía moverse a la rueda unos grados, apareciendo un nuevo compartimiento para ser rellenado.

Las bandejas eran pesadas. Cargar una de ellas podía agotar a un hombre. Si piensas en lo que es hacerlo durante ocho horas, cargando cientos de bandejas, nunca podrías hacerlo. Galletas verdes, galletas rojas, galletas amarillas, galletas marrones, galletas púrpuras, galletas azules, galletas vitaminadas, galletas vegetales…

En tales trabajos la gente acaba agotada. Experimenta una resistencia más allá de la fatiga. Dice cosas disparatadas, brillantes. Perdida la cabeza, yo bromeé y charlé y conté chistes y canté. Me moría de risa. Incluso el malvado gnomo se rio de mí.

Trabajé durante varias semanas. Me emborrachaba todas las noches. No importaba; tenía el trabajo que nadie quería. Después de una hora en el horno, ya estaba sobrio. Mis manos estaban chamuscadas y llenas de ampollas. Todos los días me sentaba dolorido en mi habitación pinchándome las ampollas con alfileres que previamente esterilizaba con cerillas.

Una noche estaba más borracho de lo habitual. Me negué a cargar una sola bandeja más.

– Aquí se acabó -les dije.

El gnomo tortuoso estaba traumatizado.

– ¿Cómo vamos a hacer las galletas, Chinaski?

– Ah.

– ¡Danos una noche más!

Agarré su cabeza bajo mi brazo como una presa, apreté; se le tornaron las orejas rosadas.

– Pequeño bastardo -dije. Luego le dejé ir.

22

Después de llegar a Filadelfia encontré una pensión y patiné una semana de alquiler por adelantado. El bar más cercano tenia por lo menos cincuenta años. Podías oler la peste a orina, mierda y vómito acumulada durante medio siglo elevándose a través del suelo del bar desde los retretes del sótano.

Eran las 4:30 de la tarde. Dos hombres estaban dándose de hostias en el centro del bar.

El tío que estaba a mi derecha dijo que se llamaba Danny. El de la izquierda dijo que se llamaba Jim.

Danny tenía un cigarrillo en su boca, con el extremo encendido. Una botella de cerveza vacía voló por los aires. Pasó a escasos milímetros de su nariz y del cigarrillo. El no se movió ni miró a su alrededor, con un gol-pecito en un cenicero echó las cenizas de su cigarrillo.

– ¡Esa estuvo muy cerca, hijo de puta! ¡Si te vuelves a acercar tanto te voy a romper la cara!

Todas las sillas fueron apartadas. Había algunas mujeres, unas pocas amas de casa, gordas y un poco estúpidas, y dos o tres damas pasando tiempos duros. Cuando me senté allí, una chica salió con un hombre. Estaba de vuelta en cinco minutos.

– ¡Helen! ¡Helen! ¿Cómo lo haces?

Ella se río.

Otro tío se levantó de un salto a probarla.

– Esto debe de estar bien. ¡Vamos a probarlo!

Salieron juntos. Helen estaba de vuelta en cinco minutos.

– ¡Debe tener una bomba de succión en el coño!

– Voy a darme el gusto de probarlo -dijo un viejo desde el fondo del bar-. No se me ha puesto dura desde que Teddy Roosevelt tomó su última colina.

Este le costó a Helen diez minutos.

– Quiero un sandwich -dijo un tío gordo-. ¿Quién me va a buscar un sandwich y se gana una propina?

Le dije que yo lo haría.

– Roast beef en un bollo, con todo lo que quepa en cima.

Me dio algo de dinero.

– Guárdate el cambio.

Bajé caminando hasta el sitio de los sandwichs. Apareció un viejo ogro de vientre descomunal.

– Roast beef en un bollo para llevar, con guarnición encima. Y una botella de cerveza mientras espero.

Me bebí la cerveza, volví al bar con el sandwich para el gordo, se lo di y encontré otro asiento. Apareció un trago de whisky. Me lo bebí. Apareció otro. Me lo bebí. Sonaban canciones en la máquina tocadiscos.