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Un tío joven de unos veinticuatro años se acercó desde el fondo del bar.

– Las persianas venecianas de las ventanas necesitan una limpieza.

– Ya lo creo que la necesitan.

– ¿Qué es lo que haces?

– Nada. Beber. Ambas cosas.

– ¿Qué me dices de las persianas?

– Cinco pavos.

– Quedas contratado.

Le llamaban Billy-Boy. Billy-Boy se había casado con la dueña del bar. Ella tenía cuarenta y cinco años.

Me trajo dos cubos, algunos estropajos, bayetas y esponjas. Bajé las persianas, desmonté las placas transversales y empecé.

– Las bebidas son gratis -me dijo Tommy, el camarero nocturno-, todo el tiempo que esté trabajando.

– Chute de whisky, Tommy.

Era un trabajo lento; el polvo se había empastado, convertido en pegotes de mugre. Me hice numerosos cortes en las manos con los afilados bordes de las placas metálicas. El agua jabonosa me abrasaba.

– Chute de whisky, Tommy.

Acabé con una persiana y la colgué. Los patrones del bar se acercaron a contemplar mi trabajo.

– ¡Hermoso!

– Desde luego, favorece el lugar.

– Probablemente hará que suba el precio de las bebidas.

– Chute de whisky, Tommy -dije yo.

Bajé otra persiana, saqué las placas. Desafié a Jim al pinball y le saqué un cuarto de dólar; luego vacié los cubos en el retrete y los llené con agua limpia.

La segunda persiana me tomó más tiempo. Mis manos recogieron más cortes. Dudo que aquellas persianas hubiesen sido limpiadas en diez años. Gané otro cuarto de dólar en la máquina; entonces Billy-Boy me dio un grito para que volviera al trabajo.

Helen pasó a mi lado camino del retrete de señoras.

– Helen, cuando acabe te daré cinco pavos. ¿Será suficiente?

– Claro, pero no serás capaz de que se te levante después de todo este trabajo.

– Se me levantará.

– Estaré aquí a la hora de cierre. Si todavía te tienes en pie, lo podrás tener gratis.

– Estaré aquí bien erguido, nena.

Helen se fue hacia el retrete.

– Chute de whisky, Tommy.

– Eh, tómatelo con calma -dijo Billy-Boy-, o no podrás acabar el trabajo esta noche.

– Billy, si no lo acabo te guardas tus cinco pavos.

– Es un trato. ¿Lo habéis oído todos?

– Te hemos oído, Billy, rácano del culo.

– Uno para el camino, Tommy.

Tommy me sirvió el whisky. Me lo bebí y seguí con el trabajo. Me lo fui montando. Después de unos cuantos whiskys, tenía las tres persianas colgando relucientes.

– Está bien, Billy, págame.

– No has acabado.

– ¿Qué?

– Hay tres ventanas más en la sala de atrás.

– ¿La sala de atrás?

– Sí, la sala de atrás, la sala de fiestas.

Billy-Boy me enseñó la sala de atrás. Había tres ventanas más, tres persianas más.

– Lo dejo por dos cincuenta, Billy.

– No, o las limpias todas o no te pago.

Cogí mis cubos, tiré el agua sucia, los llené con agua limpia y jabón, entonces bajé una persiana. Saqué las placas, las puse en una mesa y me quedé mirándolas.

Jim se paró de paso al urinario.

– ¿Qué te pasa?

– No puedo más.

Cuando Jim salió del retrete fue hasta la barra y volvió con su cerveza. Empezó a limpiar las persianas.

– Jim, olvídalo.

Fui a la barra, me conseguí otro whisky. Cuando volví, una de las chicas estaba bajando una persiana.

– Ten cuidado, no te cortes -le dije.

Unos pocos minutos más tarde había cuatro o cinco personas en la sala de atrás, charlando y riéndose, hasta la misma Helen. Todos trabajando con las persianas. Al poco rato toda la gente del bar estaba en la sala trasera. Yo me trabajé dos whiskys más. Finalmente las persianas quedaron limpias y colgadas. No se había tardado mucho. Resplandecían. Entró Billy-Boy:

– No tengo por qué pagarte.

– El trabajo está terminado.

– Pero no lo acabaste tú.

– No seas un mierdoso pesetero, Billy -dijo alguien. Billy-Boy sacó los cinco dólares y yo los cogí. Pasamos al bar.

– ¡Un trago para todo el mundo! -dejé caer los cinco dólares-. Y también uno para mí.

Tommy fue sirviendo bebidas.

Me bebí lo mío y Tommy cogió los cinco dólares.

– Le debes al bar 3,15 $.

– Ponlos en mi cuenta.

– De acuerdo. ¿Cómo te apellidas?

– Chinaski.

– ¿Te sabes el del chino que va a una casa de putas?

– Sí.

Las bebidas circularon de mi cuenta hasta la hora del cierre. Después de que todo el mundo se fuera, miré a mi alrededor. Helen se había esfumado. Me había mentido.

Igual que una perra, pensé, tuvo miedo del polvo que la esperaba.

Me levanté y caminé hacia mi pensión. La luz de la luna era brillante. Mis pasos resonaban en la calle vacía y parecía cerno si alguien me estuviese siguiendo. Me di la vuelta. Me había equivocado. Estaba completamente solo.

23

Cuando llegué a San Luis hacía mucho frío, estaba a punto de nevar. Encontré una habitación en un sitio agradable y limpio, una habitación en el segundo piso, en la parte trasera del edificio. Estaba cayendo la tarde y yo estaba sufriendo uno de mis ataques depresivos, así que me fui temprano a la cama y me las arreglé para dormir de alguna manera.

Cuando me desperté por la mañana hacía un frío de perros. Estaba tiritando descontrolado. Me levanté y vi que una de las ventanas estaba abierta. La cerré y volví a meterme en la cama. Empecé a sentir una náusea permanente. Conseguí dormir otra hora, luego me desperté. Me levanté, me vestí, corrí a medio vestir al baño del vestíbulo y vomité. Me desnudé y volví a meterme en la cama. Pasado un rato oí a alguien llamar a mi puerta.

– ¿ Sí? -pregunté.

– ¿Se encuentra usted bien?

– Sí.

– ¿Podemos entrar?

– Adelante.

Eran dos chicas. Una era un poco gordita, pero limpia y radiante, con un vestido floreado de color rosa. Tenía una cara simpática. La otra llevaba un gran cinturón ajustado que acentuaba su magnífica figura. Su cabello era largo y oscuro, y su nariz era graciosa; tacones altos, piernas perfectas y llevaba una blusa escotada de color blanco. Sus ojos eran de color marrón oscuro, muy oscuro, y no dejaban de mirarme divertidos, muy divertidos.

– Soy Gertrude -dijo-, y esta es Hilda.

Hilda se ruborizó. Mientras, Gertrude atravesó la habitación hasta llegar a mi cama.

– Te oímos en el baño. ¿Estás enfermo?

– Sí, pero no es nada serio, seguro. Una ventana que estaba abierta.

– La señora Downing, la casera, te está haciendo algo de sopa.

– No, si estoy perfectamente.

– Te sentará bien.

Gertrude se me acercó más en la cama. Hilda se quedó donde estaba, rosada, reluciente y ruborizada. Gertrude comenzó a mover el somier arriba y abajo con sus zapatos de tacón.

– ¿Eres nuevo en la ciudad?

– Sí.

– ¿No estás en el ejército?

– No.

– ¿Qué es lo que haces?

– Nada.

– ¿No trabajas?

– No trabajo.

– Sí -le dijo Gertrude a Hilda-, mírale las manos. Tiene unas manos preciosas. Se ve que no ha trabajado en su vida.

La casera, la señora Downing, llamó a la puerta. Era grandota y agradable. Me imaginé que su marido habría muerto y que sería muy devota. Traía un gran cuenco de consomé de carne, sosteniéndolo en el aire, bien alto. Pude ver el humo que se desprendía de él. Cogí el cuenco. Intercambiamos frases amables. Sí, su marido había muerto. Era muy religiosa. Había tostaditas, además de sal y pimienta.