– Gracias.
La señora Downing miró a las chicas.
– Ahora nos vamos todas. Esperamos que pronto se ponga bien. Y espero que las chicas no le hayan molestado demasiado.
– ¡Oh, no! -sonreí desde el cuenco. A ella le gustó eso.
– Vamonos, chicas.
La señora Downing dejó la puerta abierta. Hilda se sonrojó por última vez, me ofreció un esbozo de sonrisa y se fue. Gertrude se quedó. Me observó mientras me tomaba las cucharadas de caldo.
– ¿Está bueno?
– Quiero daros las gracias a todas. Todo esto… no es muy corriente.
– Me tengo que ir.
Se levantó y caminó muy lentamente hacia la puerta. Sus nalgas se movían bajo su ajustada falda negra; sus piernas parecían de oro. En la puerta se paró y se dio la vuelta, descansó de nuevo sus oscuros ojos en mí, me atrapó. Yo estaba transfigurado, ardiendo. En el momento en que sintió mi respuesta, volvió la cabeza y se rio. Tenía un cuello adorable, y toda esa oscura cabellera… Se fue hacia las escaleras, dejando la puerta entreabierta.
Cogí la sal y la pimienta, aderecé el caldo, metí las tostadas, y lo introduje a cucharadas en mi enfermedad.
24
Encontré un trabajo como empleado de almacén en una tienda de modas para señora. A pesar de que estábamos en mitad de la segunda guerra mundial y se suponía una escasez general de hombres, había siempre cuatro o cinco solicitantes para cada trabajo (por lo menos para los peores empleos). Aguardamos con nuestros impresos de solicitud rellenados. ¿Nacido? ¿Soltero? ¿Casado? ¿Estado militar? ¿Ultimo empleo? ¿Últimos empleos? ¿Por qué los dejó? Había rellenado tantos impresos de solicitud por aquellos días que ya me tenía memorizadas todas las respuestas correctas. Como que me había levantado bastante tarde aquella mañana fui el último en ser entrevistado. Un hombre calvo con extraños mechones de pelo encima de cada oreja estaba esperándome.
– ¿Sí? -me preguntó, observándome por encima de la hoja de papel.
– Soy un escritor temporalmente bajo de inspiración.
– ¿Ah, un escritor, eh?
– Sí.
– ¿Está seguro?
– No, no lo estoy.
– ¿Qué es lo que escribe?
– Relatos cortos, principalmente. Y estoy en mitad de una novela.
– ¿Una novela, eh?
– Sí.
– ¿Cómo se titula?
– La gotera en el grifo de mi destino.
– Oh, eso me gusta. ¿De qué trata?
– De todo.
– ¿De todo? ¿Quieres decir, por ejemplo que trata sobre el cáncer?
– Sí.
– ¿Y qué me dices de mi esposa?
– También aparece.
– No me digas. ¿Por qué quieres trabajar en una tienda de vestidos para señora?
– Siempre me han gustado las señoras en vestidos de señora.
– ¿Estás exento del servicio?
– Sí.
– Déjame ver tu cartilla militar.
Le enseñé mi cartilla militar. Me la devolvió.
– Estás contratado.
25
Trabajábamos en un sótano. Las paredes estaban pintadas de amarillo. Empaquetábamos los trajes de señora en cajas oblongas de cartón de cerca de un metro de longitud por cuarenta o cincuenta centímetros de ancho. Hacía falta cierta habilidad a la hora de doblar cada vestido para que no se arrugara dentro de la caja. Para prevenir esto usábamos relleno de papel de seda, y nos habían dado cuidadosas instrucciones de plegado. Se utilizaba el correo para los repartos fuera de la ciudad. Cada uno de nosotros tenía su propia escala y su propia máquina de franqueo. No se podía fumar.
Larabee era el encargado. Klein era su asistente. Lara-bee mandaba. Klein estaba tratando de quitarle el puesto a Larabee. Klein era judío y los dueños del almacén eran también judíos y Larabee estaba preocupado. Klein y Larabee discutían y se pasaban toda la mañana y toda la tarde peleando. Sí, toda la tarde. El problema en aquellos días de la guerra era el horario intensivo. Los que llevaban el control siempre preferían explotar continuamente a unos pocos en vez de contratar a más gente para que todo el mundo trabajase menos. Le dabas al patrón ocho horas de sudor y siempre te pedía más. Jamás en la vida te dejaba irte a casa pasadas seis horas de trabajo, por ejemplo. Tenías largo rato para pensar.
26
Cada vez que entraba en el vestíbulo de la pensión, Gertrude parecía estar allí aguardándome. Era perfecta, puro sexo enloquecedor, y ella lo sabía y jugaba con ello, te lo daba con cuentagotas, dejando que sufrieras. Eso la hacía feliz. Yo tampoco me sentía muy mal. Le hubiera sido fácil ignorarme y no permitirme el calor de una gota siquiera. Como la mayoría de los hombres en tal situación, me daba cuenta de que no conseguiría nada de Gertrude -conversaciones íntimas, excitantes excursiones por la costa, largos paseos las tardes de domingo… hasta después de haberle hecho unas cuantas promesas absurdas.
– Eres un tío extraño. Te pasas mucho tiempo solo ¿no?
– Sí.
– ¿Tienes algún problema?
– Estuve largo tiempo enfermo antes de aquella mañana en que me conociste.
– ¿Estás enfermo ahora?
– No.
– Entonces, ¿qué es lo que pasa?
– No me gusta la gente.
– ¿Piensas que eso está bien?
– Probablemente no.
– ¿Me llevarás al cine alguna noche?
– Lo intentaré.
Gertrude se meció enfrente mío; se meció con sus zapatos de tacón. Se acercó. Algunas partes de ella me tocaban. Sólo que no pude responder. Quedaba un espacio entre nosotros. La distancia era demasiado grande. Sentí como si ella le estuviese hablando a una persona que se había esfumado, una persona que ya no estaba allí, ni estaba viva por más tiempo. Sus ojos parecían mirar a través mío. No podía conectar con ella. No sentía vergüenza, sólo me daba un poco de corte, y de algún modo, me sentía indefenso.
– Ven conmigo.
– ¿Qué?
– Quiero enseñarte mi alcoba.
Seguí a Gertrude hasta el salón. Abrió la puerta de su dormitorio y entramos. Era una habitación muy femenina. La amplia cama estaba cubierta de animales de pelu-che. Todos los animales parecían sorprendidos y me miraban: jirafas, osos, leones, perros. El aire estaba perfumado. Todo era bonito y limpio y parecía suave y confortable. Gertrude se me aproximó más.
– ¿Te gusta mi alcoba?
– Es muy bonita. Sí, me gusta.
– No le digas nunca a la señora Downing que te he traído aquí, se escandalizaría.
– No le diré nada.
Gertrude se quedó allí mirándome, en silencio.
– Tengo que irme -le dije finalmente. Me acerqué hasta la puerta, la abrí, la cerré tras de mí y volví a mi cuarto.
27
Después de haber perdido numerosas máquinas de escribir en manos de prestamistas, simplemente había dejado atrás la idea de poseer una. Caligrafiaba mis historias a mano y así las enviaba. Las caligrafiaba con una pluma. Llegué a ser un calígrafo muy veloz. Llegué a un punto en que podía caligrafiar más rápido que escribir con mi letra. Escribía tres o cuatro relatos cortos por semana. Los enviaba por correo. Me imaginaba a los editores de Atlantic Monthly y Harper's diciendo:
– Vaya, aquí tenemos otra cosa de esas que escribe ese chiflado…
Una noche llevé a Gertrude a un bar. Nos sentamos en una mesa lateral y bebimos cerveza. Afuera estaba nevando. Me sentía un poco mejor de lo habitual. Bebimos y charlamos. Pasó cerca de una hora. Empecé a clavar mis ojos en los de Gertrude y ella me devolvía la mirada. «¡Un buen hombre, en estos días, es difícil de encontrar!», decía la máquina tocadiscos. Gertrude movía su cuerpo con la música, movía su cabeza con la música, y me miraba a los ojos.