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– Señorita Harting -dijo Hilliard-, ayer juró usted decir la verdad, ¿no es cierto?

– Sí.

– ¿Comprendía usted ayer que declaraba bajo juramento, señorita Harting?

– Sí.

– Pero ¿ayer no dijo la verdad?

– No, no dije la verdad.

– ¿A pesar de haber jurado sobre la Biblia, ante Nuestro Señor, de haber jurado que diría la verdad?

– Sí. Lo siento. Lo siento de verdad.

Hilliard asintió.

– Cuando se ha situado esta mañana en el estrado, el juez le ha recordado que seguía bajo juramento, ¿no es cierto?

– Sí.

– Y eso significa que hoy ha jurado decir la verdad, ¿es consciente de ello?

– Sí.

– O sea que ayer juró decir la verdad y hoy ha jurado decir la verdad. ¿Cómo sabemos que hoy está diciendo la verdad?

Bennie se levantó.

– Pido la supresión de este tipo de preguntas, señoría. El fiscal está acosando a su propia testigo.

Hilliard enderezó sus anchos hombros en el estrado.

– Teniendo en cuenta lo acontecido esta mañana, señoría, el Estado solicita permiso para interrogar a la señorita Harting como testigo que declara en contra de la parte que la representa.

– Concedido.

El juez Guthrie cambió de postura en su butaca.

– Señorita Harting -dijo Hilliard a quemarropa-, ¿mentía usted ayer o miente hoy?

– Hoy estoy diciendo la verdad, lo juro. -Harting se volvió hacia el jurado, aunque no fijó la mirada en ninguno de sus miembros-. Ahora digo la verdad, se lo juro. He rezado al Señor y El me ha ayudado. He hecho cosas malas en mi vida, lo sé, y quería hacer daño a Alice, pero estaba equivocada y ahora quiero hacer lo que hay que hacer…

– Señorita Harting -la interrumpió Hilliard-, míreme a mí y no al jurado, y responda por favor a mi pregunta y sólo a mi pregunta.

Bennie apenas oía aquellas palabras. ¿Cómo había conseguido Connolly comunicarse con Harting desde su calabozo? ¿Habría mandado a Bullock a la cárcel aquella noche? Podía haber usado sus credenciales como abogado y obtener comunicación de madrugada. De ser así, constaría en el registro de la cárcel y podría confirmarlo con una llamada telefónica. Bennie intuyó que la cabeza de Hilliard seguía el mismo razonamiento, pues redactó una nota y se la pasó a uno de sus ayudantes, quien salió a toda prisa de la sala.

Hilliard prosiguió con sus preguntas.

– Ha dicho usted, señorita Harting, que rezó a Nuestro Señor. ¿Acude con regularidad a los servicios religiosos del centro?

– Con regularidad, no.

– ¿Cuándo fue la última vez que asistió a ellos?

Shetrell bajó la mirada.

– Yo rezo a mi manera.

– ¿A su manera?

– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Esto es acoso.

Hilliard frunció los labios.

– Retiro la pregunta, señoría. ¿Qué hizo usted ayer, señorita Harting, después de salir de los juzgados?

– Volví a casa, a la cárcel.

– ¿Qué hizo una vez allí, señorita Harting?

– Lo de siempre.

Harting encogió los hombros, puntiagudos bajo el fino jersey.

– Como por ejemplo, señorita Harting… Explíquenoslo un poco.

– Ver la tele, estar un rato sentada en el módulo y luego ir a la cama.

– ¿Comentó su declaración con alguna reclusa del centro, señorita Harting?

– No.

– ¿Recibió alguna visita con la que comentara su declaración?

– No.

– ¿Recibió alguna visita anoche?

– No.

– ¿Recibió alguna llamada telefónica anoche?

– No.

– ¿Declara usted, pues, señorita Harting, que no ha comentado el caso o sus declaraciones con nadie desde ayer?

– No, yo no he dicho eso. Sí comenté mi declaración con alguien.

El juez Guthrie levantó la vista. Bennie se puso nerviosa. Hilliard parecía aliviado.

– ¿Con quién comentó su declaración, señorita Harting? -preguntó impaciente.

– Con Nuestro Señor -respondió Harting con profunda convicción.

De repente apareció el ayudante del fiscal ante la puerta de la separación blindada y el alguacil le acompañó hacia dentro. Llevaba un papel arrugado en la mano. Entregó la nota a Hilliard y el rostro de éste permaneció impasible. Bennie contuvo el aliento. Deseaba que aflorara la verdad; no deseaba que aflorara la verdad.

– No haré más preguntas, señoría -dijo Hilliard.

Bennie quedó estupefacta. ¿Habría encontrado una visita en el registro? ¿Cómo había llegado Connolly hasta Harting? ¿Sobornando al encargado del registro? «¿Sabes cuánto dinero mueve la droga? Tanto que puedes comprar chicas, chicos, guardias y polis.» Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Bennie mientras el tribunal levantaba la sesión para ir a comer, se acompañaba al jurado fuera y Connolly salía escoltada sin volver la vista atrás.

31

A diez manzanas del Ayuntamiento se extendía una urbanización con edificios de poca altura, cerca del centro comercial de Filadelfia. Su poco sólida estructura de ladrillo destacaba en un horizonte rejuvenecido por la moderna geografía del Mellon Bank Center y las cimas de neón de Liberty Place. Los rascacielos de cristal de la parte alta de la ciudad captaban el sol como mariposas en la mano, aunque la urbanización en cuestión absorbía la imagen sobrecalentando las viviendas de su interior. Las ventanas que habían sido forzadas estaban abiertas de par en par. En cada uno de los extremos del edificio se veían balcones como enjaulados, y Lou se fijó en una cuerda de la que colgaba ropa en una de las jaulas.

Permanecía en el interior del Honda aparcado al otro lado de la calle y del edificio en el que vivía Brunell. Había encontrado su dirección buscando Brunell en la guía telefónica. En éste constaban cuatro números de teléfono del hombre. Costaba menos localizar a un delincuente que a una buena persona. Lou observaba tranquilamente, haciéndose una idea de la panorámica antes de ir hacia las escaleras. Constantemente subía y bajaba gente en el edificio; Lou vio todo tipo de personas: jóvenes negros, mujeres blancas, hombres de negocios y embarazadas. Un chaval, que no tendría más de doce años, entró disparado al vestíbulo con un monopatín, el ancho pantalón corto deslizándose por sus caderas. Por diferentes que fueran, todos entraban en el edificio y lo abandonaban al cabo de quince, veinte minutos.

Lou no habría podido demostrar que iban allí a por drogas. Tampoco habría podido demostrar que el sol calentaba.

Salió del Honda, cruzó la calle y preguntó a la primera persona que vio si conocía a Brunell.

– Octavo, 803 -dijo la viejecita, con aire resignado ante la pregunta, aunque no parecía preocuparse por si Lou era policía.

El traficante trabajaba tan a la vista como los almacenes Woolworth. ¿Cuánto podía costarle aquella seguridad? ¿Medio millón bajo las malditas tablas del suelo?

Encontró el ascensor junto a la puerta de entrada, pero comprobó que llevaba siglos sin funcionar. Habían arrancado el botón de llamada y sus puertas estaban repletas de pintadas. Buscó la escalera. El vestíbulo estaba hecho un asco y apestaba a orina. Ante las puertas se veían bolsas de basura, que acababan de enrarecer el ambiente, pese a que junto a una de ellas había un paquete atado de papel para reciclar. El estruendo de los aparatos de televisión era tan considerable que Lou identificó a través de las delgadas paredes la risa de Rosie O'Donnell. Unos compases hip-hop le llegaron desde el otro lado de una puerta cerrada, lo que desató su nostalgia por Stan Getz.

Detectó un indicador medio roto de «Salida», lo siguió y llegó a la escalera. Era oscura, llena de mugre, de cemento remachado con metal. El estrecho pasillo estaba lleno de colillas y juguetes estropeados. Ocho plantas. Soltando un suspiro, Lou emprendió el ascenso.