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– Quisiera ver a Pace Brunell -dijo Lou a través de la puerta cerrada del piso.

Intentaba recuperar el aliento tras la subida mientras miraba los torcidos números pintados en negro que le indicaban que había llegado al 803.

– Pase -le respondió una voz masculina.

La puerta se abrió y tras ella Lou vio a un joven fornido de ojos azules, pelo castaño rojizo muy rizado y finas pecas en las mejillas. La nariz ancha y los labios carnosos dejaban entrever un ascendente afroamericano, aunque su piel era blanca, casi pálida. Llevaba una camiseta y un holgado pantalón corto de baloncesto azul en el que se leía «Nova».

– ¿Es usted Pace Brunell? -preguntó Lou.

– El mismo.

– Soy Lou Jacobs. ¿Me permite pasar?

– Entre a mi oficina -dijo Brunell con aire jovial, le indicó que pasara y cerró la puerta.

Lou echó un rápido vistazo al interior del piso: un combado sofá de color ocre frente a una mesita de teca; de todas formas aquello no fue lo primero que llamó la atención de Lou, sino los fajos de billetes arrugados de cincuenta, de diez y de veinte esparcidos sobre la mesa. En un cálculo rápido sumó al menos treinta mil. ¡No estaba mal! Junto al amasijo, un aparato digital para contar dinero, como los que se ven en Las Vegas, en el cual, al apretar un botón, el dinero se abre en abanico como una baraja. Junto a esto, unos paquetes de cocaína envueltos en celofán y cerrados retorciendo sus extremos como en los caramelos.

– ¿Ve algo que le interese? -preguntó Brunell, y Lou negó lentamente con la cabeza.

– Antes se ponían cigarrillos, en cajas de porcelana, sobre las mesas de café. Algo con clase. Levantabas la tapa y encontrabas Camel, Pall Malí u Old Gold. Al abrir la caja olía a tabaco.

– El tabaco mata.

– Ya lo sé. Y no crea que no lo echo de menos.

Brunell sonrió y se dejó caer en el sofá. La pernera del pantalón subió un poco y dejó al descubierto una larga cicatriz en su muslo, abultada por la acumulación de tejido fibroso.

– Estamos a viernes y el trabajo se acumula de cara al fin de semana. ¿Viene a comprar o qué, jefe?

– No -respondió Lou-. He venido a hablar de Joe Citrone. Usted lo conoce.

– ¡Mierda! Ya imaginaba que era un poli. -Brunell se dio una palmada en la pierna, con aire ufano-. ¿También del Undécimo?

– No, estoy jubilado. Sé que Citrone le protege a usted, su negocio.

– ¿Qué es eso, una extorsión?

– ¿A mi edad? No. Intento descubrir por qué fue asesinado un poli llamado Bill Latorce. Creo que tiene algo que ver con Citrone.

– ¿Qué se lo hace pensar? -preguntó Brunell, y la sonrisa se desvaneció.

– Lo he oído comentar jugando al tejo. ¿Recuerda a Latorce, un poli negro? Trabajaba con Citrone, protegiendo su negocio.

Brunell se levantó de pronto.

– Se le hace tarde, colega.

– ¡Con lo interesante que se estaba poniendo la conversación! Precisamente estaba pensando que hacíamos… ¿cómo lo dicen? Buenas migas.

– Está chalado, viejales. -Brunell cruzó la sala, abrió la puerta y, con un suave movimiento, se sacó una Glock de color gris mate de la parte trasera del pantalón y apuntó hacia Lou-. ¡A la puta calle!

Lou se levantó y fue hacia la puerta. La imagen del arma no era lo más adecuado para su corazón a pesar de que sabía que Brunell no era tan estúpido como para matarlo.

– ¿Recuerda mi nombre, Brunell?

– Lou, el hijo de puta de judío.

– Dígaselo cuando hable con Citrone. Coméntele que soy el del aparcamiento en el Undécimo.

Lou salió y Brunell cerró de un portazo.

32

La prensa asaltó a Bennie en el momento en que abría las puertas de la sala, deslumbrándola con las luces de las cámaras de televisión y acribillándola a preguntas: «¿Qué tiene que decir de la declaración de la señorita Harting?». «¿Le ha sorprendido este giro?» «¿Cómo está su hermana gemela?» Bennie se abrió camino como pudo protegiéndose los ojos, por el pasillo de mármol, con Mike e Ike custodiándola.

– Gracias -dijo al cerrar de un portazo la puerta de la sala de reuniones de los juzgados y encontrarse frente a sus dos exultantes asociadas.

– ¡Bennie! Hemos ganado, ¿te das cuenta? -exclamó Judy con regocijo, mientras Mary aplaudía.

Esta última tenía la tez sonrosada de emoción.

– ¡Se acabó! -gritó Mary-. ¡Así se hace!

– Tranquilidad, chicas-dijo Bennie, sentándose cansinamente.

La frente de Judy mostró una expresión de asombro.

– ¿Ni siquiera vas a sonreír? Shetrell Harting era el big bang y acaba de estallar. ¡Hilliard está acabado! ¡La acusación no tiene fundamento!

Bennie levantó la vista.

– Pregunta número uno: ¿por qué se ha retractado Harting?

– ¡Da igual! ¡Lo ha hecho!

– Pregunta número dos: ¿y si nuestra dienta la ha obligado?

Judy calló de repente; Mary parecía terriblemente afectada.

– ¿Lo ha hecho?

– Creo que sí, lo que no entiendo es cómo.

Mary se sentó.

– No creo que se deba a nada que haya hecho Connolly. La explicación de Harting ha sido creíble, cuando menos para mí. Había iniciado un camino y de pronto cambió de parecer. Ha tratado de abarcar más de lo que podía controlar. ¿No te ha ocurrido nunca?

– Sí, en este caso. -Bennie sonrió con amargura.

– ¿Por qué crees que Connolly la ha obligado? ¿Tienes algún dato que te lo confirme?

– Lo que acaba de ocurrimos es demasiado bueno para ser verdad. Ya conoces la expresión, DiNunzio.

– Sí. -El padre de Mary siempre la utilizaba-. ¿Y ahora qué hacemos?

– Es lo que me estoy planteando -dijo Bennie.

Judy, de pie entre las dos, puso los brazos en jarras y frunció el ceño.

– Me parece imposible estar oyendo lo que oigo. Tú misma, Bennie, me enseñaste en el escenario del crimen que un abogado defensor debe perseguir la justicia, debe conseguir la libertad del acusado. ¿Ya lo has olvidado?

– Conseguir la libertad del acusado dentro del imperio de la ley, Carrier. La manipulación de testigos no es nunca una estrategia para un juicio. No quiero sacar provecho de la obstrucción de la justicia. Yo juego limpio.

– No se trata de ti, Bennie. El provecho no lo sacas tú, sino Connolly. No te están juzgando a ti, sino a ella.

– Eso ya lo sé -respondió Bennie, aunque en su interior algo le decía que no se lo había estado planteando de aquella forma.

Cada vez le era más difícil separar su identidad, y su destino, de los de Connolly.

Judy se inclinó hacia ella con aire perentorio.

– Por otra parte, no tienes constancia de que Connolly tenga algo que ver con la retractación de Harting. Estaban recluidas en lugares distintos. Todo lo que sabemos es que Harting se ha retractado. Eso nos ha dado un respiro y tenemos la obligación de aprovecharlo.

– ¿La obligación? -Bennie soltó una risita que más bien pareció un ataque de hipo-. Vaya, ya veo que además de parecerte bien explotarlo, consideras que estamos obligadas a ello.

– Por supuesto. Nuestro deber es representar a Connolly poniendo todo nuestro empeño. Con toda la aplicación. Ya sabes lo que marcan los cánones. Tú misma me lo has enseñado, ¿recuerdas? -Judy la miró a la espera de una respuesta, pero Bennie le devolvió la mirada envuelta en la neblina de una incipiente jaqueca. Así pues, Judy prosiguió-: Hilliard acaba de recibir un duro golpe. Habida cuenta del fracaso con Harting, no sé hasta qué punto podrá demostrar lo que pretende. Me parece que no deberíamos seguir adelante con la defensa. Creo que tenemos que tomarnos un descanso aquí y ahora.