– ¿Dejarlo ya en manos del jurado? -preguntó Bennie, esforzándose por aclarar sus ideas. Por primera vez en su vida profesional se encontraba completamente perdida durante un juicio. Siempre había sabido qué hacer ante un tribunal; lo que le daba alas era la parte vital de la cuestión. Y eso lo era todo-. Un momento, vayamos por partes. Nadie toma una decisión de ésas tan deprisa. Mejor dicho, yo nunca lo he hecho.
– Pues revisemos el caso -dijo Judy e hizo un resumen de las declaraciones, testigo por testigo, cada vez más emocionada. Al acabar, se la veía completamente convencida, esperando la respuesta de Bennie-: ¿Qué dices, jefa?
Bennie soltó un suspiro, con nerviosismo.
– No sé. Puede que tengas razón. Si seguimos, el jurado se olvidará de Harting y proporcionaremos a Hilliard el tiempo necesario para rehacer su caso. Y a Guthrie, la oportunidad de hundirme. Quizá deberíamos dejarlo en manos del jurado.
Mary, entre las dos, miraba a uno y otro lado, atónita.
– ¿Las dos os planteáis de verdad no seguir con la defensa en un caso en el que se pide la pena capital?
Aquella afirmación, planteada de una forma tan descarnada y simple, puso de relieve la cuestión ante las dos. Permanecieron un momento en silencio, cada cual ensimismada en sus propios pensamientos, en su propia conciencia.
– Vuelvo enseguida -dijo de pronto Bennie, y se levantó.
– ¿Qué le ha hecho a Harting? -preguntó Bennie.
Connolly hizo una mueca burlona desde el otro lado del cristal blindado, vestida aún con el traje gris del primer día.
– No le he hecho nada a Harting.
– La presionó, estoy convencida. ¿Cómo lo hizo? -Bennie se inclinó un poco, agarrando el fino saliente metálico que las separaba-. ¿Le mandó a Bullock para que le prometiera el oro y el moro? ¿Cómo consiguió que no constara en el libro de registro? El dinero compra a los guardias, ¿no me lo dijo usted misma?
– Estás pirada, Rosato. -Connolly se enderezó en su asiento, enojada-. Harting no movería un puto dedo por mí. ¿O no te acuerdas que maté a su novia?
– ¿Por qué se ha retractado, pues?
– ¿Y por qué me lo preguntas a mí? -Connolly extendió los brazos-. ¿Qué cono sé yo? De entrada, ¿por qué se inventó la historia?
Bennie se detuvo en el acto. Miró aquel rostro tan parecido al suyo. «De entrada, ¿por qué se inventó la historia?» De repente comprendió cómo había convencido Connolly a Harting.
– No la presionó anoche -dijo Bennie, pensando en voz alta-. Por eso no hay ninguna constancia en el libro del registro. Lo hizo después de matar a Mendoza y a Page. Cerró el trato antes del juicio. Lo tenía todo amañado, la declaración y la retractación, desde el principio.
– No sé de qué me hablas -dijo Connolly sin alterarse.
Su expresión no reflejaba nada, pero a Bennie no le hacía falta confirmación.
– Obligó a Harting a declarar en el juicio. Le dijo que llamara al fiscal del distrito y se ofreciera para declarar. Le proporcionó suficiente información para darle credibilidad ante el jurado y ante mí. Sabía que Hilliard tendría ante él a una testigo contundente. Sabía también que cuando Harting se retractara echaría abajo a la acusación.
Connolly sonrió.
– No intentes adivinar qué mecanismos mueven a las reclusas, Rosato. Eres una novata. Shetrell pretendía matarme, ¿cómo iba a cerrar un trato conmigo?
– Porque usted le hizo ver que sacaría más provecho poniéndose a su lado que matándola. ¿Qué le ofreció? ¿Material a mejor precio? ¿Repartir el tráfico, usted se quedaba con el exterior y ella con el interior?
Connolly entornó los ojos.
– Pero ¿qué cono haces aquí? ¿No deberías estar trabajando en mi defensa?
– ¿Qué defensa? Mi asociada cree que ya no le hace falta.
– Estoy de acuerdo -se apresuró a responder Connolly.
Aquella reacción clarificó las ideas a Bennie.
– ¿De verdad? La mayoría de acusados pendientes de la pena capital se quedarían de piedra si su abogado se planteara no seguir con su defensa. Algo tendrán las inyecciones letales que mueven a un acusado a controlar sus apuestas.
– Yo no pertenezco a la mayoría de acusados.
– Sí, forma parte de ellos. Lo que ocurre es que imaginó que me lo plantearía. Cuando se retractó Harting, sabía que nos guardábamos en la manga la carta de pasarlo directamente al jurado.
Connolly se echó a reír.
– Era más que una carta. Estuve observando al jurado cuando Harting largaba. Si insistes en ello en tus conclusiones, estoy en la calle.
– De lo que deduzco que me da permiso para descansar. Legalmente es lo que reclama.
Connolly se calló un momento.
– Si tú crees que es lo adecuado, adelante.
– La verdad es que me vendría de primera. -Bennie se levantó-. No voy a seguir defendiéndola.
– ¿No estarás pensando en matarme?
Bennie rió de nuevo, pero por primera vez su risa denotaba un deje de inquietud, aunque Bennie estaba tan furiosa que ni se preocupó por tranquilizarla.
– Trato hecho, pues. Pasaremos directamente a las conclusiones. Me es imposible controlar sus presiones sobre Harting, pero tenga por seguro que sabré controlar mi reacción frente a ello.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Connolly, pero Bennie ya estaba en la puerta.
33
El juez Guthrie estaba leyendo el índice de alegatos cuando el jurado se reincorporó a sus asientos numerados.
– Llame a su próximo testigo, señorita Rosato -dijo, y Bennie se levantó en la mesa de la defensa.
– La defensa ha decidido no presentar a ningún testigo, puesto que la acusación no ha demostrado sus cargos para la pena capital. La defensa reclama un veredicto inmediato de absolución.
La sorpresa se dibujó en los finos rasgos del juez; la tapa de su índice de alegatos se cerró de golpe.
– ¿Está diciendo, señorita Rosato, que la defensa ha terminado su alegato?
– En efecto, señoría. -Bennie observó una oleada de emoción en el jurado, consciente de que, tras ella, la tribuna también reaccionaría-. Se trata de una moción extraordinaria, señoría.
– Denegada -dictaminó el juez, y dicho esto miró a Dorsey Hilliard, quien ya se estaba poniendo de pie con la ayuda de las muletas-. ¿Está preparado, señor fiscal, para proceder a las conclusiones?
– Por supuesto, señoría -dijo Hilliard, con demasiada rapidez para resultar creíble.
Cogió unos papeles a toda prisa, en un gesto que tanto podía ser teatral como para darse seguridad, pues Bennie dudaba que ya hubiera redactado sus conclusiones, y se acercó al estrado.
– Damas y caballeros -empezó-, no había previsto dirigirme a ustedes tan pronto, pero créanme que estoy encantado de tenerla oportunidad de hacerlo. Han permanecido atentos y receptivos durante todo el proceso y se lo agradezco en nombre del estado de Pennsylvania. Les agradezco asimismo su sentido común y su razonable juicio, que es todo lo que van a necesitar hoy cuando pasen a deliberar a la sala del jurado.
»Oyeron a la abogada defensora decirles en su exposición preliminar que la acusación contra la persona a quien se juzga en esta sala es circunstancial, como si "circunstancial" fuera un término vergonzoso. Permítanme que difiera. En muy pocas ocasiones se cometen los asesinatos en plena luz del día, ante un amplio abanico de testigos. Al contrario, la mayor parte de asesinatos se llevan a cabo sin público y entre personas que se conocen entre sí. Personas que se aman y que se pelean.
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Ninguno de estos hechos ha quedado demostrado en nuestro caso.
– Se admite -decidió el juez Guthrie para sorpresa de Bennie, aunque él sabía bien que ya estaba dicho.