– Las circunstancias de un asesinato pueden fácilmente y de forma segura señalar al culpable. Los agentes Sean McShea y Arthur Reston prendieron a la acusada cuando huía del lugar del crimen, y ésta confesó e intentó sobornarlos a fin de evitar ser llevada ante la justicia. La señora Lambertsen vio a la acusada huir del lugar del crimen después de oír cómo se peleaba con su amante y tras escuchar un disparo. El hecho de que la señora Lambertsen vacilara algo en cuanto al minuto exacto en que vio correr a la acusada, no tiene una importancia legal ni objetiva.
»E1 doctor Liam Pettis les explicó que la mancha de sangre de la camiseta concordaba con lo que habían declarado los agentes, y el doctor Marc Merwicke les aclaró, a raíz de una objeción de la defensa, que el anterior equipo encargado de defender a la acusada había impedido que el Estado llevara a cabo el análisis de residuos posterior al disparo de un arma en las manos de la acusada.
– Protesto, señoría -dijo Bennie, levantándose, y el juez Guthrie movió discretamente la cabeza.
– No se admite.
Hilliard levantó un dedo.
– Permítanme unas palabras sobre el arma homicida. El juez Guthrie les insistirá en que no deben hacer conjeturas en la sala del jurado en lo que se refiere a los hechos del caso en cuestión, así pues, debo decirles que el hecho de que no se recuperara el arma homicida no es el resultado de una misteriosa trama llevada a cabo por un conciliábulo de agentes de policía. La verdad es mucho más simple: no somos perfectos. No somos policías de la tele. No siempre encontramos el arma asesina. Nos encontramos en situaciones similares más veces de las que queremos admitir, y sinceramente desearíamos que no fuera así.
– Protesto, señoría -dijo Bennie-. Vuelve a dar por supuestos unos hechos no demostrados.
El juez Guthrie negó con la cabeza.
– No se admite la protesta. El tribunal puede prestar atención jurídica al hecho de que no siempre se recupera el arma asesina.
Hilliard echó una mirada al estrado y luego se concentró en el jurado.
– Cuando la defensa se dirija a ustedes, oirán muchas cosas sobre confabulaciones y conciliábulos. Sobre tramas y ardides. Sobre tráfico de drogas y policías corruptos. Todo ello me recuerda Alicia en el país de las maravillas. ¿Se acuerdan de la morsa que embaucaba a las ostras? «Ha llegado el momento», decía la morsa, «de hablar de muchísimas cosas: de zapatos, barcos y lacre, de coles y reyes».
El jurado sonrió; la bibliotecaria de la primera fila seguía el pasaje moviendo los labios.
– Algo tiene que responder la defensa al sinfín de pruebas presentadas por el Estado, y elige el golpe de efecto, una palabra de moda. ¡Confabulación! ¿Confabulación? ¿Acaso hablamos de OVNIS o de hombrecillos verdes? ¿Hablamos de lomas cubiertas de hierba y de pistoleros solitarios? ¿De capitostes de Washington y de sórdidas recompensas? -Hilliard hizo una pausa-. La defensa les subestima, amigos míos. Confío y rezo para que cuando se retiren a deliberar sean capaces de ver más allá de lo de las coles y los reyes y declaren a la acusada culpable del cargo por el que se la ha juzgado, y sea condenada a la pena capital. Muchas gracias.
Hilliard dejó el estrado, y Bennie se levantó, consciente del riesgo que había decidido correr al no seguir con la defensa. No había amortiguador entre ella y el veredicto; ningún testigo al que señalar, ni una prueba física. Ya no era una cuestión entre ella y Hilliard, o entre ella y el juez Guthrie, ni siquiera entre ella y Connolly.
Ahora todo se dirimía entre ella y el jurado. Se trataba de una relación, un acuerdo entre ellos. O se producía entonces o ya no se produciría. Notando un escalofrío se acercó a los miembros del jurado.
34
A Lou nada le cuadraba en la panorámica. El sol brillaba con excesiva intensidad. La tarde era demasiado hermosa. El poli, demasiado joven, había muerto intentando asesinar a una ciudadana. El Undécimo había acudido en masa al cementerio, formando un cuadrado azul de uniformes de gala, aunque no habían hecho su aparición ni el jefe superior ni el alcalde. Lou se situó junto a la prensa, a unos cincuenta metros del ataúd cubierto por una bandera; incluso los periodistas parecían de segunda fila. La muerte de Lenihan ya no ocupaba los titulares de la primera página, y Lou se habría perdido la ceremonia de no haber estado pendiente del asunto.
Todo aquello le entristecía, le hacía pensar que su vida se alargaba en exceso. No le apetecía ver un mundo en el que los traficantes camparan a sus anchas y los polis liquidaran a sus propios compañeros. De repente notó un escozor en los ojos, el sol le molestaba, y volvió la vista hacia los padres de Lenihan, que lloraban junto al féretro de su hijo. Localizó luego a Citrone, de pie detrás de la madre de Lenihan, y el corazón le dio un vuelco. Llevaba el uniforme completo y la insignia de su gorra brillaba al sol; a Lou le recordó un soldado de juguete: latón por fuera y el interior hueco. Se preguntó si Brunell ya le habría llamado.
Al lado de Lou, un joven periodista tosió y luego encendió un cigarrillo. La acre voluta de humo desapareció en el límpido aire. Lou siguió observando al personal uniformado y localizó al hijo de Vega. Esperaba ver a McShea o a Reston pero comprobó que eran demasiado listos para dejarse ver allí. ¡Mala suerte! Tenía tantas ganas de pillarlos que la boca se le hacía agua. Y no era por Rosato, ni siquiera por satisfacción personal, sino por algo que tenía relación con cómo eran las cosas antes, con Stan Getz en Quiet Nights of Quiet Stars, con pastelerías que exhibían las galletas en un fondo de celofán rosa.
El periodista de su lado volvió a toser, esta vez más fuerte; Lou volvió la cabeza hacia él.
– Habrá que dejar de fumar, muchacho -dijo-. Eso está chupado ahora, con los parches, los chicles… Yo tuve que conformarme con el típico cigarrillo de plástico, como un gilipollas.
– ¡Y usted qué sabe! -respondió bruscamente el otro.
– ¿Que qué sé yo? -repitió poco a poco Lou. Le entraron ganas de pegarle una zurra al mocoso, pero se le ocurrió algo mejor-. Pues… vamos a ver… Sé que aquel policía de allí es Joe Citrone. -Lou señaló con el dedo y el muchacho miró hacia allí-. Es un corrupto de tomo y lomo. Está a partir un piñón con otros dos elementos de cuidado: Sean McShea y Art Reston…
Otro periodista se volvió al oír aquellos nombres.
– ¿Ha dicho usted algo de McShea y Reston? ¿Los policías que declararon en el caso Connolly?
Lou asintió.
– Los mismos. McShea y Reston no son del Undécimo, pero ellos y Citrone, ese alto que está detrás de la familia, tienen montado un negocio de tráfico de drogas.
– ¿Tráfico de drogas? -preguntó otro periodista, juntándose al grupo que se estaba formando alrededor de Lou.
– Se apoderan de los alijos procedentes de decomisos y protegen a traficantes como Pace Brunell, el que tiene el negocio montado en las viviendas protegidas. Y eso no es todo. Citrone es el responsable del asesinato de su compañero, Bill Latorce, que supuestamente murió en acto de servicio. Alguno de vosotros, listillos, tendría que investigar por qué en una pelea doméstica murió un policía con experiencia.
Los periodistas empezaron a interrumpirle pero Lou levantó las manos.
– Os aconsejo que os lancéis ahora mismo a la caza de la noticia. Puede ser el reportaje del año. Incluso puede ganar un Pulitzer. ¿O es que ya no se habla de primicias?
Luego se volvió al muchacho que tenía al lado, cuyo cigarrillo colgaba de su boca completamente abierta.
– Métetelo en la pipa y fúmatelo de una vez -le dijo, y se marchó.
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