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– ¡Protesto, señoría! -exclamó Hilliard, y el juez Guthrie se apoyó en su mesa frunciendo el ceño.

– Se admite -dictaminó-. Le advierto, señorita Rosato…

Bennie siguió impertérrita. No podía ganar si el juez Guthrie la ataba de pies y manos, y tenía que vencer.

– Damas y caballeros del jurado, reflexionen un momento sobre las declaraciones de los agentes McShea y Reston. Dijeron que se encontraban en el barrio del inspector Della Porta, situado casi en el otro extremo de la ciudad, cuando debían estar de servicio. ¿No es algo extraño que abandonaran su distrito para tomar un pepito con queso?

– ¡Protesto! -gritó Hilliard-. ¡Señoría!

– Se admite la protesta -respondió el juez Guthrie, cogiendo el mazo y dejándolo suspendido en el aire-. Señorita Rosato: no tiene por qué referirse específicamente a los agentes que detuvieron a la acusada.

Bennie se volvió hacia él apretando los dientes.

– ¿Está ordenando que la defensa no puede poner en cuestión que los agentes que detuvieron a la acusada dijeran la verdad en el estrado, señoría? El jurado tiene toda la libertad para no creer las declaraciones de dichos agentes, lo mismo que a cualquiera de los testigos presentados por la acusación.

– Señorita Rosato -dijo el juez Guthrie dejando el mazo-, usted no debería plantear que estos agentes de policía estén impli-cados en el asesinato que nos ocupa. Cualquier inferencia que pueda sacar el jurado en este sentido sería poco razonable y pura conjetura. Prosiga, letrada, antes de que se la acuse de desacato al tribunal.

Bennie hizo caso omiso a la amenaza.

– Damas y caballeros, ¿es cuando menos posible que los agentes McShea y Reston se encontraran en el lugar del crimen porque fueron quienes dispararon contra el inspector Della Porta…?

– ¡Protesto, señoría! -dijo Hilliard, cogiendo sus muletas y dirigiéndose hacia la mesa de la defensa-. La defensa está desacatando abierta y descaradamente su resolución, señoría.

El juez Guthrie dio un golpe con el mazo. «¡Pam!»-Señorita Rosato: la aviso por última vez. Una sola referencia indebida más y la acusaré de desacato.

Bennie se dijo que más le valía calmarse, pero no podía. La adrenalina empujaba, el corazón le latía a cien por hora. Luchaba por salvar la vida de Connolly. La responsabilidad la empujaba como un tren de carga. Dejó a un lado los comentarios del juez y del fiscal y siguió dirigiéndose al jurado:

– Damas y caballeros, reflexionen de manera crítica sobre las declaraciones de la acusación. Nadie más que los agentes que detuvieron a la acusada oyó la presunta confesión de ésta. Nadie más que los agentes que la detuvieron oyó el presunto soborno. Nadie más que los agentes que la detuvieron vio una bolsa de plástico. Sólo dichos agentes han declarado sobre estos puntos, y es porque les han mentido.

Bennie apoyó la mano en la encerada barandilla del jurado, y el punto de apoyo le pareció curiosamente inadecuado.

– El planteamiento del Estado se basa totalmente en estas mentiras y finalmente caerá por su propio peso. No he considerado que valiera la pena responder a él, pese a tratarse de un caso en el que se juega la pena capital, en el que la acusada es…

Bennie se reprimió a tiempo. Iba a decir: «Mi hermana gemela». Intentó mantener a raya sus emociones; luego se dio cuenta de que estaba luchando para sofocar la verdad. Su propia verdad.

Le vino a la cabeza el día en que conoció a Connolly, luego, con el descubrimiento de la casa de su padre. Cuando leyó la nota de su madre; la gota de sangre en el pliegue del brazo. Luego lo vio claro. Se permitió reconocerlo por fin.

– Damas y caballeros, en mi exposición inicial les dije que no estaba segura de si la señorita Connolly era mi hermana gemela. Pues bien, eso ya no es verdad. -Su voz se fue apagando y de pronto tuvo la sensación de estar hablando consigo misma, en lugar de mantener una de las conversaciones más íntimas con unos auténticos desconocidos en la sala. Pensaba con claridad, basándose en su propia verdad-. A pesar de que no tengo pruebas que lo confirmen, sé que Alice Connolly es mi hermana gemela, y lo sé tan a ciencia cierta como que ella no cometió este asesinato…

– ¡Protesto, señoría! -dijo Hilliard, levantando los brazos-. ¡Pido que se detenga el juicio! Solicito que se acuse a la señorita Rosato de desacato al tribunal.

«¡Pam, pam!»

El juez Guthrie golpeó la mesa con el mazo y luego lo soltó sin cuidado.

– La he advertido antes, señorita Rosato, y usted ha hecho oídos sordos a mis avisos. ¡Ha incurrido usted en desacato al tribunal! ¡Señor alguacil, sírvase acompañar bajo custodia a la señorita Rosato!

En la tribuna del jurado, la bibliotecaria soltó un grito ahogado, el realizador de vídeo quedó pasmado y el resto pareció también afectado. Judy y Mary saltaron de su asiento. Connolly se levantó, boquiabierta, ante la asombrada sala, mientras se llevaban a Bennie, con el ánimo destrozado.

36

El alguacil responsable del área de detención de los juzgados había visto muchas cosas raras en sus celdas, pero nunca nada como aquello. Miró a través del cristal blindado de su puesto hacia las dos celdas, en las que había dos guapas rubias con traje chaqueta gris. Las dos estaban sentadas en el banco blanco de su celda, sostenían la barbilla apoyada en la mano y habían cruzado la pierna izquierda sobre la derecha, a la altura de la rodilla, de forma idéntica. Pero a pesar de que su aspecto y su porte era el de dos mellizas, quedaba claro que les unía poca amistad.

El guardián echó otra ojeada. Tenían la cabeza vuelta en direcciones opuestas, como las fotos de las parejas en pleno divorcio que salían en las revistas. Una de las mellizas tenía la vista fija en el lavabo de acero inoxidable a la izquierda de su celda, la otra se encontraba de cara al lavabo de acero inoxidable de la parte derecha de la suya. El hombre olvidó por un momento cuál era la acusada y cuál la abogada, luego dejó de hacer conjeturas. Pensó que el Señor iba a juzgarlas a las dos.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Connolly.

Su mirada seguía fija hacia delante, sin volverse hacia Rosato. La voz, curiosamente desprovista de emoción, llegaba a la abogada a través de la reja pintada de blanco que separaba los dos calabozos.

– No lo sé.

Bennie encogió los hombros con desgana.

– ¿Va a seguir el caso con nosotras aquí encerradas?

– No. Yo soy prescindible, pero usted tiene derecho a estar presente en su propio juicio. El juez se calmará y me dejará libre con una multa, o bien seguirá en sus trece, Carrier se hará cargo del caso y yo continuaré encerrada. Sea como sea, no tiene importancia. Todo está en manos del jurado.

Connolly hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Qué cono te ha ocurrido? -le preguntó enseguida.

Bennie se frotó el rostro. Notó un tacto extraño en su piel.

– Creo que he perdido.

– Mi caso… ¿lo has perdido?

– ¿Cuál sino el suyo? ¿O es que tengo otra hermana gemela?

Bennie la miró con una mueca algo extraña y Connolly puso los ojos en blanco.

– Vale.

– Ya ve.

No podía hacer más que reír, y Bennie optó por ello, aunque brevemente.

Connolly se recogió el pelo.

– ¿O sea que estoy jodida?

– ¿Se refiere a si hemos perdido?

– Me refiero a si he perdido.

Su voz perdió intensidad; su expresión no se inmutó.

– No, no creo. He podido exponer mis conclusiones, y al jurado no le ha gustado lo que ha hecho Guthrie. Se le ha ido la mano. Yo diría que la defensa goza de buena salud. Es curioso, pero lo que acaba de suceder puede ayudarnos.

– ¿Por qué?

– El jurado no lo olvidará. Por otro lado, yo estaba en lo cierto. Les he dicho la verdad y ellos lo han comprendido. Lo he notado. -Bennie reflexionó un instante-. Ha ocurrido.