– ¿Qué es lo que ha ocurrido?
– No puedo explicarlo, es algo que se siente. A veces tengo esta sensación, una especie de «clic» durante las conclusiones, y otras veces no. Esta vez he notado el «clic».
– ¿Te equivocas alguna vez cuando crees notarlo?
– Claro.
Connolly parpadeó.
– ¿Te has equivocado?
Bennie apoyó la cabeza contra el implacable cemento del muro.
– Claro, soy humana.
Connolly permaneció un momento en silencio.
– No has hablado de Shetrell en tus conclusiones.
– ¿Harting? No.
– Por resentimiento.
– Por resentimiento, no. Tal vez sea su hermana gemela, pero no su cómplice.
Connolly tuvo un cierto bajón y apoyó las manos entre las piernas.
– Te ha dado fuerte eso de las mellizas, ¿eh?
– ¿Si creo que lo somos? Sí.
– ¡Qué cursi te has puesto! Creí que te echarías a llorar como una niña ante el jurado.
Bennie sonrió con tristeza.
– ¿Y eso la sorprende, que pueda verter una lágrima cuando la condenen a muerte?
Connolly resopló, y luego volvió la cabeza.
– ¿Verdad que para usted no significa nada que seamos gemelas? -preguntó Bennie y observó que la mirada de Connolly se dirigía hacia el puesto de guardia.
– Y si no somos gemelas, ¿qué? ¿Te acuerdas de la prueba de ADN que nos hicimos? ¿Y si el resultado demuestra que no somos gemelas?
– Imposible. No será así. Ahora estoy convencida de ello. Creo que siempre lo he estado. Nuestro padre…
– Nuestro padre, ¿qué? -Connolly volvió la cabeza para mirarla de hito en hito a través de la reja. Aquellos ojos azules expresaban tanta furia que Bennie no pudo aguantar la mirada-. ¿Nuestro padre que está en los cielos?
– Winslow.
– ¿Winslow? ¡Quién sabe si es nuestro padre! -La súbita brusquedad del tono de Connolly resonó a través de los vacíos calabozos.
– Estuve en su casa, en Montchanin. Él se había ido, pero encontré sus recortes. Los que guardaba de mí, de mi carrera. Tomos enteros.
– ¿No se te ha ocurrido nunca que pueda ser un pirado? -Connolly no esperó su respuesta-. Los hay a montones por ahí. Oyen voces, creen que el FBI les sigue. Piensan que están casadas con un tipo rico. Se creen Mel Gibson. Creen ser amigos de Steven Spielberg o que él es su hijo de verdad. Tú no conoces a ese personal, colega, pero yo sí. Tú no vives en este mundo, yo sí.
Bennie hizo un gesto de negación.
– ¿Y la foto que me entregó de él con dos bebés en brazos?
– ¡Jo! ¿Y uno no podría ser el hijo de un amigo, o los dos, si conviene? ¿Qué pasa, que se parecen a ti? Una jodida foto no demuestra nada. No creí ni una sola palabra de aquel tipo. Está chalado.
– Encontré una nota de despedida de mi madre, encabezada por «Querido John». Incluso fue al funeral de ella.
– ¿Y qué? Puede que ella le dejara cuando te tuvo a ti. Lo que no demuestra que seamos gemelas. Puede que tú seas hija de él y yo no. -Connolly fue subiendo el tono, ya casi hablaba a gritos-. O quizá sea al revés, ¿qué te parece? Yo podría ser la hija de verdad de un pirado, y haber acabado traficando con drogas. Entonces, un día ve la tele y sales tú, una triunfadora. Encuentra que nos parecemos y le coge la perra. Se le mete en la cabeza que yo soy tu hermana gemela. Que somos sus hijitas, sus gemelas. Luego aparece en la cárcel y me dice que mi hermana gemela me ayudará.
Bennie intentaba centrarse en aquella situación. Cuando la conoció, Connolly intentó convencerla de que eran gemelas. Ahora que Bennie se había hecho a la idea, Connolly quería demostrarle todo lo contrario. Todo aquello le nublaba la cabeza.
– ¿Por qué dice todo esto?
– ¿Qué?
– Intenta convencerme de que no somos gemelas.
– Lo que digo es que no creo que lo seamos. -La expresión de Connolly volvió a ser la de siempre, y su tono se enfrió-. Yo no necesito una hermana gemela. No quiero una hermana gemela. Si consigo la libertad, no me interesa tener una hermana gemela. ¿Lo captas o qué?
Llamaron a la puerta de Bennie y el rostro de un guardia asomó por la blindada ventanilla.
– ¿Hará el favor de levantarse la auténtica señorita Rosato?
– Yo soy Rosato.
Bennie se puso de pie y el guardián metió la llave en la cerradura de su celda.
– El juez quiere que pase a la sala. Dice que no hace falta que le ponga las esposas.
– ¡Vaya!
Bennie salió al pasillo, tan estrecho que sólo pasaba por él una persona e iluminado por la molesta claridad de un fluorescente. El guardia pasó a la puerta siguiente y abrió la cerradura de Connolly con un experto giro de muñeca.
– Ésta podría ser mi gran oportunidad, Rosato -dijo Connolly en voz alta-. Podría decir al guardia que soy Rosato. Entonces tú serías la que esperara la silla eléctrica y yo saldría Ubre, fuera cual fuera el veredicto. -Connolly salió al pasillo y extendió los brazos para que la esposaran-. ¿Qué dices a eso? ¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?
– Basta de charlas -dijo el guardia tranquilamente, pero Bennie estaba demasiado acongojada para responder.
«¿Te jugarías la vida en este caso?»
En cuanto se abrió la puerta que daba a la sala, Bennie miró directamente al juez Guthrie, quien a todas luces había recuperado su tono profesional, pues había cambiado de expresión y se le veía tranquilo. El jurado seguía en su tribuna y Dorsey Hilliard, apesadumbrado, mantenía su compostura en la mesa de la acusación. Ante el tribunal, Carrier y DiNunzio mostraban un aire preocupado.
Bennie entró en la sala y el público reaccionó al instante, moviéndose en los bancos para conseguir una mejor perspectiva. Los periodistas escribían frenéticamente en sus blocs, al lado de los dibujantes, que hacían sus esbozos con tanta destreza como si estuvieran escribiendo. Mike e Ike se encontraban entre ellos, incómodos como el defensa a quien han situado en plena delantera.
– Acérquese, por favor, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-. Agente, sírvase acompañar a la acusada a la mesa de la defensa.
– Sí, señoría -dijo Bennie en tono profesional, de cara al estrado, mirando a los ojos al juez Guthrie.
Detrás de ella, acompañaron a Connolly a la mesa.
– Señorita Rosato -empezó el juez Guthrie-, este tribunal la considera culpable de desacato por desobedecer mis órdenes durante sus conclusiones. No obstante, tras el enérgico alegato expuesto por una de sus asociadas, el tribunal considera que, en interés de la justicia, debemos continuar. -El juez señaló con la cabeza, con gesto grave, a Carrier y DiNunzio, y Bennie dio las gracias a Dios por poder disponer de Carrier-. Por tanto, se la libera de la pena de reclusión y se le impone una multa de quinientos dólares. Su asociada ha satisfecho ya dicho importe al funcionario del tribunal. ¿Ha terminado ya con sus conclusiones?
– En efecto, señoría.
– Entonces tome asiento mientras seguimos con la fase final del juicio. Puede presentar sus pruebas en descargo de las acusaciones, señor Hilliard.
Bennie se dirigió hacia la mesa de la defensa y comprobó la reacción del jurado. Tuvo la impresión de que el grupo había perdido el brío; la bibliotecaria ni siquiera la miró e incluso el animado realizador de vídeo parecía impasible. «¿Estarías dispuesta a cambiar los papeles? ¿Te jugarías la vida en este caso?»Ella había notado el «clic» durante sus conclusiones, pero ya se había equivocado en otras ocasiones.
– Damas y caballeros del jurado -dijo Hilliard desde el estrado.
Inició su refutación, repitiendo que el jurado no podía deducir que había habido una confabulación policial por la ausencia del arma asesina. Sacó rápidamente sus conclusiones, y cuando hubo terminado, los miembros del jurado mostraron una expresión apagada. Bennie no sabía qué conclusión sacar de aquellos serios rostros; por experiencia sabía que el jurado adoptaba un aire grave cuando llegaba la hora de tomar una decisión. Hubiera querido intervenir de nuevo, pero a la defensa no se le proporcionaba una segunda oportunidad, como al Estado.