Una periodista aguantaba un micrófono junto al rostro del jefe de policía: «¿Tiene algo que comentar sobre las acusaciones de corrupción hechas contra determinados agentes de los distritos Undécimo y Veinte?».
«No vamos a hacer más comentarios de momento. Hoy mismo hemos encargado una investigación en dichos distritos, que se llevará a cabo con toda transparencia. Muchas gracias.»
«En concreto, ¿está usted al corriente de que en algunas de las acusaciones se implican a agentes del orden que aceptaban dinero por proteger a los traficantes de drogas?»
«Repito que no tengo que hacer ningún comentario sobre el particular», respondió el jefe y se apartó de la cámara, mientras el periodista dedicaba al público una significativa sonrisa.
«Es todo desde la Roundhouse. Devuelvo la conexión, Steve.»
Bennie apagó el televisor mientras sus asociadas reían y aplaudían.
– ¿Has oído? -dijo Judy, encantada.
A Mary se le iluminó el rostro.
– ¡Ha corrido la voz! ¿Cómo es posible?
Bennie parecía deprimida.
– ¿Un marinero amigo nuestro?
– ¿Lou? -dijeron las dos al unísono.
Pero los ojos de Bennie reflejaban su aflicción. Lou no era tan joven como él mismo creía e, hiciera lo que hiciera, estaba atacando a unos personajes muy peligrosos, a enemigos conocidos y desconocidos. Si tenían que hundirse, arrastrarían todo lo que pudieran con ellos.
– ¿Dónde demonios se habrá metido? -preguntó Bennie, pero nadie supo respondérselo.
– Ya está bien de sermón -dijo Lou, exasperado, en su silla, pero Bennie aún no había terminado.
– Puede que el juicio haya terminado, Lou, pero no así la confabulación. Ellos tienen un negocio que dirigir, uno muy lucrativo, por cierto. Les ha atizado donde más duele, amenazándoles con no abandonar a pesar de que el caso esté ya resuelto. Van a ir a por usted, Lou. No lo dude.
– Que lo intenten -respondió él, burlón, guiñando el ojo a Mary, quien se había sentado en un rincón con aire compungido.
– Bennie tiene razón, y no por el hecho de ser la jefa -dijo Mary-. Intentaron matarla. Ahora harán lo mismo con usted.
Lou suspiró.
– ¿Para eso he vuelto? ¿Para que me den la lata? Como mínimo los abogados varones no le dan a uno la lata.
– Perfecto. -Bennie se levantó-. No pienso darle más la lata sobre el tema. Hoy y mañana, Ike irá con usted. -Señaló hacia la otra sala de reuniones, donde los guardaespaldas hojeaban los periódicos-. Yo me quedaré con Mike.
Lou miró hacia los dos hombres.
– ¿Separar a los muchachos? Imposible, Bennie.
Pero a Bennie no le hizo gracia.
Iniciaron la preparación de la fase final del caso, transformando la sala de reuniones en el cuartel general de una maratón benéfica televisiva. Bennie trabajaba al teléfono, hablando con posibles testigos que podían declarar sobre la personalidad de la acusada, y sus asociadas y Lou seguían todas las pistas al alcance. No encontraron nuevos testigos y los teléfonos de fuera de la sala de conferencias no dejaron de sonar durante todo el rato. Era la prensa, pero Bennie no estaba dispuesta a responder. Tenía que concentrarse en la última parte deljuicio. Algo duro de por sí, si se daba por supuesto que ya podían haber declarado culpable a Connolly del asesinato.
– Estoy muerta -dijo Mary, apartándose el pelo de los ojos.
Judy parecía también muy cansada.
Incluso Lou, antes con las pilas a tope, empezaba a mostrar decaimiento. Colgó el teléfono tras la última llamada y dijo:
– Vamos a dejarlo por hoy.
– De acuerdo -dijo Bennie-. Todos a casa. Mañana otra vez aquí, alrededor de las siete.
– ¿Y tú, qué? -preguntó Judy cogiendo el bolso.
– Me quedaré un rato -respondió ella. Estaba agotada pero le quedaban unos trámites por resolver-. Tengo que acabar un par de cosas. Usted e Ike acompañarán a las chicas a casa, Lou, y luego él seguirá con usted.
Lou cruzó los brazos.
– No, dejaré a las chicas en un taxi con Ike, quien las acompañará a su casa y volverá con usted. Yo sé cuidarme sólito.
– No vamos a discutirlo otra vez, Lou.
– Tiene toda la razón, no lo discutiremos. Usted me da la lata y yo hago como si no lo oyera. Ya estoy de nuevo en mi matrimonio.
Lou se levantó y señaló hacia los guardaespaldas, que se estaban poniendo los anoraks.
– Lou…
– ¡Oh, por favor! Hasta mañana. Vamos, chicas.
Lou salió de la sala y se reunió con Mike e Ike en el vestíbulo.
– ¡Mierda! -exclamó Bennie, y fue tras él. Ella había contratado a los guardaespaldas, por tanto, podía darles órdenes-. Ike -dijo, levantando el dedo-, usted irá con Lou hasta su casa, le guste o no a él, y si hace falta se quedará toda la noche en su puerta. Quiero estar segura de que pasa la noche vivo; así yo podré matarlo mañana. ¿Entendido?
– No puedo hacerlo -respondió Ike-. Mi cliente no es Lou sino usted.
– ¿Cómo?
– No podemos proteger a Lou. Tenemos que quedarnos con usted. Está estipulado en el contrato.
– ¿Qué contrato? Yo no he firmado ningún contrato.
– Nuestro contrato con la empresa de seguridad, y el contrato de la empresa de seguridad con la compañía de seguros. Nuestro seguro sólo nos cubre para la protección de usted. Si algo va mal, tenemos que estar con usted, de lo contrario entablan una demanda contra nuestra empresa.
Bennie se echó a reír.
– Eso es ridículo.
Mike encogió unos hombros como la plataforma continental.
– Eso es lo que nos dijeron. Tenéis que permanecer con el cliente que se os ha asignado.
Lou sonrió.
– ¿Lo ve? Abogados, Rosato. Lo complican todo. Por culpa de los abogados ni siquiera puedo volver a practicar el submarinismo. De las abogadas, probablemente. Te dan la lata y luego te demandan. -Lou apretó el botón del ascensor con gesto desenvuelto. Se metió dentro, llevándose con él a las asociadas de Bennie-. Vamos, señoras mías. He dejado el coche en casa, las acompañaré en taxi. Hasta pronto, Rosato -dijo mientras se cerraban las puertas.
– ¡Qué terco es! -exclamó Bennie, mirando las puertas de aluminio cerradas, y Mike asintió.
– Todos lo son.
– ¿Quiénes? ¿La gente mayor?
– Los hombres -respondió Mike, e Ike volvió la cabeza.
38
Judy y Lou dejaron a Mary en su casa y siguieron por Pine Street en silencio. Judy miraba por la ventana, pues estaba demasiado adormilada para conversar, lo que a Lou le parecía perfecto. Se desabrochó la americana y se relajó en el rasgado asiento. Se habría sentido más cómodo en su coche, pero lo había dejado en casa, por miedo a que lo detectaran en el cementerio o la comisaría.
Observaba el abeto de cartón que colgaba del retrovisor de atrás. Curioso. Todos los taxis llevaban aquel árbol y ninguno olía a pino. Al contrario, el interior del vehículo apestaba a tabaco, a pesar de la redonda pegatina que prohibía fumar, y a la luz de los faros del coche de atrás, detectó unas grasientas manchas en el plástico que separaba al joven taxista de los pasajeros.
Lou miró despreocupadamente por la ventanilla. Las tiendas de antigüedades se alineaban en la estrecha calle, y ya era muy tarde para ver a alguien paseando por las aceras. El taxi paró ante un semáforo y Lou leyó el letrero de una de las tiendas: MEYER & DAUGHTER. Había una minúscula silla de madera en la ventana.