– ¿Es una antigüedad, Judy?
Judy asintió.
– Supongo que se trata de una pieza de la época colonial. Es todo lo que tienen ahí, piezas coloniales. Esa silla puede costar mil dólares.
– ¡No me diga! Si ahí no cabe un trasero.
– Los traseros coloniales eran más reducidos.
– ¡Ja! -exclamó Lou moviendo la cabeza-. Me encanta. Pagamos un riñón por una silla vieja. Pero sobre todo que no nos molesten nuestros mayores.
El taxi siguió adelante. Su interior, más claro que antes, por los faros que le seguían. Tenían el coche de atrás casi pegado a su parachoques. ¿Por qué, a aquellas horas de la noche? Si no había tráfico. Lou se puso rígido instintivamente y volvió la cabeza.
Le sorprendió lo que vio. El coche que tenían casi pegado al parachoques era de la policía. La luz del techo enviaba hacia el taxi sus destellos rojos, blancos y azules. Era el coche patrulla 98.
El miedo sacudió a Lou. Era Citrone; iba solo. Sin sirena que llamara la atención. Un poli de noche podía salirse con la suya perfectamente. Lou lo tenía ya comprobado.
El taxi reducía la marcha; Lou dio unos golpes al plástico divisorio.
– ¡Siga! -le ordenó-. ¡Vamos, vamos, vamos!
– ¿Se ha vuelto loco o qué? -exclamó el taxista, volviendo la cabeza-. Es la poli.
Judy miró hacia atrás; vio el coche patrulla.
– ¿Lou? -dijo, asustadísima.
– No pierda la calma -le dijo Lou.
Podía haber cerrado las puertas, pero quería que Judy saliera de la historia.
El taxista se acercó a la acera y salió. Una luz blanca les deslumbraba desde el cristal trasero. Junto a ésta, una silueta alta que sostenía un arma. Citrone se acercaba a ellos. A Lou se le disparó el corazón. Se estaba preparando pero no podía correr ningún riesgo hasta que Judy estuviera a salvo.
– ¡Salga del coche! -gritó Citrone.
Abrió la puerta de atrás y tiró de Lou clavándole un revólver en el esternón.
– Tranquilo, Citrone. -Lou se apoyó en el vehículo, casi sin aliento. El arma se hundió un poco en su pecho. Sabía que en cuestión de segundos podía morir. Podía echarse a correr, pero aquélla no sería la peor opción. Tenía que pensar en Judy-. Voy con usted. Deje a la muchacha.
Lou dio un paso hacia delante, pero Citrone le impidió avanzar con el cañón del arma.
– ¡Fuera del coche, abogada! -gritó Citrone a Judy-. ¡Rápido!
– Voy, voy -dijo Judy, con un nudo en la garganta.
Se deslizó por el asiento de atrás y soltó un grito de asombro al ver el arma. Con gesto instintivo, se apartó, pegando con la espalda en la puerta, mirando boquiabierta a Citrone. Su expresión reflejaba sólo unos ángulos y unas sombras en la cegadora luz. Sus ojos eran dos negras rendijas cargadas de odio. Iba a matarles a los dos. Judy hacía esfuerzos por reflexionar, presa de terror.
El asustado taxista levantó las manos.
– He parado en el semáforo, agente, se lo juro. He detenido por completo el coche.
La mirada de Citrone se volvió hacia un lado, mientras mantenía el revólver contra la camisa de Lou.
– Lárguese ahora mismo o es hombre muerto -dijo Citrone al taxista-. Métase en el coche.
Los ojos del taxista se abrieron de par en par e hizo velozmente lo que le ordenaban.
– Buen trabajo policial -dijo Lou-. Y ahora deje a la muchacha. Ella no dirá nada.
– ¿Dejarla? Ha atacado a un policía en un control rutinario de tráfico. El taxi tiene una de las luces de atrás rota. -Citrone pegó una rápida patada a la luz de freno del taxi. Los rojos pedazos de plástico se esparcieron por la calle.
– Vamos, Citrone -dijo Lou-. Todo el mundo está al corriente de lo del aparcamiento en el Undécimo. ¿Van a creerse que nos mató en un control rutinario?
Citrone soltó una risita.
– ¿Yo, matarle a usted? Si aún no he llegado. Mi amigo estará aquí de un momento a otro. Un agente estatal.
Judy seguía esforzándose por clarificar sus ideas. Citrone acabaría con ellos en cuanto llegara el agente. ¿Qué podía hacer ella? No tenía un arma a mano. Luego recordó las tácticas de boxeo que había visto en el gimnasio. Aunque no dominara la técnica, podía jugar con el factor sorpresa. De repente se agachó un poco, plantó los pies en el suelo con firmeza y pegó el primer puñetazo de su vida, directo a la mandíbula de Citrone.
– ¡Ay! -gritó Citrone.
El impacto no fue lo suficientemente contundente pero hizo perder el equilibrio al policía. El revólver se disparó con un «crac» ensordecedor.
– ¡No, Lou! -chilló Judy al comprobar que del hombro de éste brotaba la sangre a través de la desgarrada tela de la camisa.
Lou no notaba el dolor. Se lanzó contra el brazo de Citrone y le agarró la muñeca intentando hacerle soltar el arma. Esta cayó al suelo mientras Lou inmovilizaba al aturdido policía contra el húmedo asfalto. Judy lo observaba muda de asombro; de pronto comprendió que tenía que actuar. Recogió el arma y la sostuvo con ambas manos. La derecha le dolía a raíz del puñetazo, pero se concentró apuntando a Citrone y preparándose para disparar.
– ¡Quieto, Citrone! -gritó, en el tono contundente que le confería la autoridad recién ganada; Lou rodó apartándose del otro, dejándole desprotegido junto a la alcantarilla.
– Me pondré bien -dijo Lou, amodorrado por la anestesia.
De haber sentido algo, tal vez no hubiera soportado el dolor, pero notaba el cuerpo entumecido. Tantos años que había pasado en el cuerpo y nunca le habían dado. El disparo había llegado en la jubilación. ¡Valiente gilipollez! Cambió de posición en la fina almohada del hospital. Le habían extraído la bala y le habían entablillado el hombro. Dándole la lata a los pies de la cama estaban las tres arpías: Judy, Mary y Rosato.
– Claro que se pondrá bien -dijo Bennie, dándole unos golpecitos en el pie-. Porque yo no pienso perderlo de vista.
– Ni yo -dijo Mary-. Hasta que no esté a buen recaudo todo el distrito Undécimo.
– Los tenemos cogidos, ¿verdad?
Lou sonreía; arrastraba un poco las palabras.
Judy soltó una risita.
– Por supuesto; todos salimos por televisión. -Llevaba la mano vendada y le dolía. Se había roto un dedo pegando a Citrone, a quien no había hecho ni un rasguño. Le hacía falta practicar el boxeo de rehabilitación-. Han intensificado la investigación en el Undécimo.
Bennie asintió.
– Dentro de poco llamarán a McShea y Reston, y los policías se están enfrentando ya entre ellos. La fiscalía del distrito establecerá los mejores acuerdos con quienes se presenten antes. Los polis saben a qué atenerse.
De todas formas, a Mary aquello no acababa de satisfacerla.
– No lo ha solucionado de la mejor manera, Lou, al lastimarse usted mismo.
Lou soltó una risita.
– Eso dígaselo a Judy. Creo que en mi vida había visto un puñetazo tan malo.
Judy bajó la cabeza.
– Muchas gracias.
– Ella me ha salvado la vida… -dijo Lou, sin terminar la frase.
Quería agradecérselo, pero no tenía ni fuerzas para abrazarla. Tal vez fuera mejor así. Estaba prohibido abrazar a las mujeres. Iba contra las leyes federales.
– Ya le dije que entendía de boxeo -dijo Judy-. En cuanto se haga público el veredicto, me apunto dos veces por semana.
Bennie pensó otra vez en el veredicto. Había estado tan preocupada por Lou que hasta entonces se le había ido de la cabeza. Algo curioso, habida cuenta que llevaba días sin pensar en otra cosa. El hecho de que Lou hubiera sobrevivido al asalto había asestado un golpe mortal a la confabulación, que empezaba a desmoronarse, con Citrone a la cabeza, extendiéndose hasta Guthrie y Hilliard. No obstante, el jurado estaría deliberando aislado. No sabría que se había demostrado la confabulación policial. Saldrían de su reclusión con el veredicto: inocente o culpable.