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El juez Guthrie terminó con las formalidades.

– Señores miembros del jurado, el tribunal les agradece su servicio al Estado. Sírvanse dejar sus distintivos sobre la barandilla. A partir de este momento se les dispensa de la confidencialidad. Pueden ustedes comentar el caso con quien deseen, incluso sus detalles. Asimismo, son ustedes libres para no emitir comentario alguno sobre la cuestión y negarse a hacer declaraciones, como seguramente les solicitarán. -El juez Guthrie cogió su mazo y con él golpeó suavemente la mesa. «Pam»-. Se levanta la sesión.

Bennie se puso de pie y observó, medio aturdida, cómo abandonaba la sala Guthrie y luego Hilliard. Sus dos asociadas corrieron hacia ella, la abrazaron y estrecharon la mano de Connolly.

– Sácame de aquí -dijo Connolly, dirigiéndose por fin a Bennie, quien ya abría la puerta del muro blindado, preparándose para el asalto de la prensa.

40

Bennie no hizo ningún comentario a los enardecidos periodistas, y se abrió camino entre ellos para meterse en un taxi con Connolly. Mike se sentó delante, al lado del taxista, para intimidar a los que aporreaban las puertas y filmaban a través de las ventanillas. El taxi avanzaba a duras penas en medio de la aglomeración.

– Tiene mi permiso para atropellados -dijo Bennie, y el taxista se echó a reír.

– He leído todo lo que se ha publicado sobre usted en los periódicos, señorita Rosato. Y también sobre usted, señorita Connolly. Felicidades, deben de sentirse realmente felices. -El taxista pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado-. ¿Y dónde van a celebrarlo, señoras mías?

– A la estación de ferrocarril -respondió enseguida Connolly, y Bennie la miró sorprendida.

– ¿En serio?

– Totalmente en serio.

– ¿Se marcha ahora mismo?

– Ya te dije que no iba a perder el tiempo.

– Pero no creía que fuera tan rápido.

Bennie se sentía confusa; sus emociones, hechas un lío. No sabía qué decir, tenía la sensación de estar demasiado rebosante para articular palabra. Dejaron atrás a la multitud que se había concentrado alrededor de los juzgados y se detuvieron en un semáforo. Ante sus ojos se extendía una amplia avenida, el John F. Kennedy Boulevard, que desembocaba en la estación de la calle Treinta, un enorme edificio de estilo griego. Parecía que estaba ahí mismo. A sólo cinco minutos de los juzgados, sin tráfico. Bennie consiguió articular:

– Creí que querría… pasar por mi despacho.

– Creo que debería salir de la ciudad. Oí lo que le sucedió a tu investigador anoche.

– Conmigo no corre ningún peligro. Tengo a Mike aquí, a quien he contratado.

Bennie hizo un gesto dirigido al asiento de delante.

– No, tengo que marcharme.

Connolly miró por la ventanilla abierta mientras el taxi avanzaba lentamente por la avenida; su rubia cabellera ondeaba a su antojo en el húmedo aire.

– No hemos tenido tiempo para hablar.

– No hay nada de qué hablar -respondió Connolly mientras el taxi se acercaba a la estación.

– ¿Cómo puede decir esto? Si ni siquiera… -Bennie miró, incómoda, al taxista y a Mike, quienes hacían como que no escuchaban- tenemos los resultados del análisis de sangre. ¿No esperará a que lleguen?

– ¿Quieres dejarlo de una vez? -Connolly se volvió hacia Bennie con una profunda expresión de desdén marcada en la frente-. Ya te dije que no quería ni una hermana gemela ni una simple hermana. Te agradezco que me hayas sacado de ahí, pero no pretendas que te deba nada. Porque no es verdad. Y ahora me voy.

– ¿Adónde? -preguntó Bennie, intrigada.

– No es asunto tuyo. -El taxi se metió en la zona reservada, frenó y Connolly abrió la puerta y salió del vehículo-. Adiós -dijo bruscamente y se largó con un portazo.

– ¿La acompaño…?

– ¡No, vete!

Connolly volvió a despedirse con la mano, se dio la vuelta, cruzó corriendo la zona de aparcamiento y desapareció en el interior de la estación.

Bennie se quedó allí, helada, a pesar del calor que hacía, observando cómo se cerraban las puertas de entrada al edificio. ¡Qué raro y súbito había sido todo! Connolly se había marchado tan inesperadamente como había llegado. No tenía dinero; no llevaba efectos personales. ¿Cómo iba a coger un tren? Y a pesar de que Bennie no sabía exactamente por qué, veía que no estaba dispuesta a dejar escapar a Connolly tan deprisa. Abrió de repente la puerta del taxi.

– Vuelvo enseguida -dijo.

– ¿Cómo? -dijo Mike, sorprendido.

Acto seguido, él también salió del taxi tras ella, pero Bennie ya estaba dentro.

Bennie daba vueltas en la oscura explanada; sus tacones iban girando sobre el mármol. Los muros tendrían al menos treinta metros de altura y terminaban en un techo compuesto por unos cuadrados con molduras minuciosamente restauradas. Unas ventanas alargadas, con cristales esmerilados, daban una débil claridad al vestíbulo. El recinto estaba casi vacío. En la cola de información no había más que un par de estudiantes con mochilas; nadie utilizaba el tren para el desplazamiento al trabajo un sábado por la tarde y pocos turistas se servían de dicho medio. No se veía a Connolly por ninguna parte.

¿Dónde estaría? En la ventanilla de venta de billetes, sin duda. Lo primero que le haría falta sería un billete. ¿Y si lo hubiera planificado de antemano? ¿Habría hecho una reserva o algo?

Bennie echó a correr por el pulido suelo camino de las taquillas. «Taquillas abiertas», rezaba el letrero iluminado situado sobre la hilera de ventanillas. Los empleados uniformados con camisas blancas despachaban los billetes. Connolly no estaba por allí. Quizás había ido al expendedor automático de billetes. Bennie miró cada uno de los expendedores y luego los teléfonos. Ni rastro de Connolly. ¿Cómo podía haber desaparecido con tanta rapidez? Entonces se le ocurrió algo: ¡los lavabos! Se dirigió hacia los de señoras, situados en la parte de atrás de las taquillas.

Bennie echó una última carrera por la hilera de lavabos, taconeando sobre el negro mosaico. Miró por debajo de las puertas cerradas sin localizar los conocidos zapatos grises. Volvió hacia los espejos de la entrada.

– Perdone -dijo a una señora que se estaba dando colorete-. Estoy buscando a una mujer, a mi hermana gemela. Es idéntica a mí. ¿La ha visto por aquí?

– No, no me he fijado.

– Gracias -respondió Bennie, y salió.

Tal vez Connolly estuviera en alguno de los establecimientos contiguos a la explanada principal. Podía estar tomando un café, comiendo algo, comprando una revista o incluso unos chicles. ¿Y el dinero? Bennie cruzó rápidamente el vestíbulo, dándose cuenta de que Mike la había localizado en los lavabos.

El corpulento guardaespaldas apretó el paso para alcanzar a Bennie, con la americana desabrochada y la corbata ondeando.

– ¿Alguna novedad? -preguntó él.

– Voy a mirar en el McDonald's; usted ocúpese de la librería.

– No puedo hacerlo. Tengo que permanecer con usted. Es el contrato.

– Pues quémelo.

Bennie entró volando en el McDonald's, pero tampoco encontró a Connolly. Miró los lavabos y de ahí pasó a una gran librería, a una tienda de vídeos, a un minisúper, a una floristería, todo ello con Mike, medio asfixiado, a remolque. En ninguna parte encontró a Connolly. Miró de cabo a rabo los andenes de los trenes que se dirigían a Nueva York, Washington y Boston. Controló incluso los de las líneas suburbanas que iban hacia el este y el norte. Tampoco vio a Connolly.

Acabó exhausta, jadeando, en el centro de la explanada, frente a una estatua de mármol. Llevaba el traje empapado de sudor y el pelo se le pegaba a los ojos. Dio un último giro. El vestíbulo estaba completamente vacío. Connolly no estaba ni arriba, ni abajo, ni en ninguna parte. Quizás había cruzado la estación y la había recogido alguien.