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– Tal vez deberías comprobarlo.

– Puede que tengas razón. -Bennie dejó el café en el suelo y se levantó-. ¿Me prestas el coche?

Grady sonrió, sin dar crédito a lo que oía.

– ¿Ahora?

– ¿Crees que puedo encontrar un momento mejor? -preguntó, y Grady comprendió que sería inútil responder.

42

Estaba anocheciendo cuando el juez Harrison Guthrie zarpó en el Juris Prudent, su velero de quince metros de eslora. Mientras se hacía a la vela, otros veleros y lanchas volvían al amarradero, con sus tripulaciones quemadas tras todo un día de sol.

– No lo alargues mucho, colega -le gritó uno, que había empinado demasiado el codo, desde una motora.

El juez le hizo un ademán con el brazo con cierto desdén. No conocía el nombre de aquel hombre. No tenía ningún amigo en el puerto deportivo, ni en la bahía, por cierto. Disfrutaba de la soledad cuando navegaba, y la única amistad que echaba en falta era la de su esposa, Maudie.

El juez hizo virar el Juris Prudent en la brisa, pues unas suaves ráfagas cruzaban la bahía en dirección este. Al girar, la vela mayor orzó y se hinchó seguidamente con el viento. Su arrugada mano sujetaba la gruesa cuerda con la fuerza de una persona mucho más joven. Había salido de la ciudad después del veredicto de Connolly, deteniéndose en su casa sólo para cambiarse de ropa y despedirse de Maudie. Un firme beso en la mejilla, como un sello de goma. Había estado a punto de besarla en la boca, pero llevaba demasiado tiempo sin hacerlo y a ella le hubiera parecido extraño. Se había ido luego a dar un paseo en barco, como solía hacer todos los fines de semana. Maudie no había sospechado nada.

El juez miró al cielo, la mano apoyada en el timón, el barco surcando las aguas relajadamente. Por la parte de poniente, que era la importante, estaba ya casi oscuro. Se acumulaban los nimbos, un gris cada vez más intenso con una suave orla blanca en el extremo. Le llegaba el olor del agua suspendida en el aire y notaba su humedad en la mejilla. Se preparaba una tormenta, pero él la esperaba con cierta ansia.

Tal vez relámpagos. El juez sabía muchas cosas sobre ellos, incluso había estudiado su historia. En épocas más remotas se les consideraba malos espíritus y en los pueblos doblaban las campanas como aviso. Más tarde se creyó que el rayo era fuego; finalmente, Ben Franklin demostró lo contrario. Su estructura le parecía también sorprendente. Una tira de pura energía eléctrica, de entre cuatro y seis kilómetros de longitud, y apenas tres centímetros de diámetro.

Los deslavazados ojos del juez escrutaban el cielo, cada vez más oscuro. Las nubes de tormenta se iban juntando, abrazándose entre ellas como viejos amigos. Arreciaba el viento, hinchando las velas y poniendo a prueba su grueso nailon. El juez Guthrie no tenía miedo. Iba a dejar a Maudie en buena posición, al igual que a sus hijos y nietos. Había llevado a cabo un buen trabajo como abogado, podía sentirse orgulloso de sus logros. Luego le habían ascendido a juez, la cúspide de su carrera en la jurisprudencia. Todas las opiniones, acuerdos o disensiones que llevaran su nombre permanecerían para siempre. Había pasado su vida entre leyes; contribuyendo a la historia del derecho. El juez Guthrie había dictaminado, tomando las decisiones siguiendo la ley, con justicia, decoro y rectitud. Salvo en una ocasión.

El caso Connolly. El juez estaba en deuda con Henry Burden y consideraba deshonroso dejarle en la estacada una vez que le había llegado la inevitable petición. Estaba también al corriente de que el fiscal, Dorsey Hilliard, había contraído asimismo una deuda con Henry Burden, pero como mínimo había actuado de buena fe con respecto a sus obligaciones al satisfacer los antojos de Burden. El juez, en cambio, no. Por primera y única vez en su vida, Harrison Guthrie había actuado en contra de la ley.

Sus manos sujetaban el timón, sin vacilar, pese a que sus pensamientos se encontraban en una penumbra más intensa que la del cielo. Había establecido sus dictámenes contra la ley para conseguir un objetivo injusto. Había violado su juramento y deshonrado al tribunal. Aunque su delito no saliera nunca a la luz, el juez Guthrie era consciente de lo que había hecho. Había actuado en conjunción con asesinos, ocasionando muertes y heridas graves. Había profanado el nombre de la justicia y la había transgredido de la misma forma que los ladrones, los asesinos y los bellacos que se presentaban ante él día tras día. El juez Guthrie admitía incluso que debía pagar por sus actos. Nadie podía situarse por encima de la ley, y mucho menos un juez.

Por todo ello, Harrison Guthrie se juzgó a sí mismo al fin, y avanzó velozmente hacia las tinieblas.

43

Star conectó un derechazo que abrió la piel de debajo de la ceja de Mojo Harris, dejándosela como una salchicha hervida. «¡Así!», se dijo Star. Tenía el rostro y el pecho cubiertos de sudor. Seguía danzando hacia atrás con la máxima agilidad en los pies. Estaba terminando el sexto y le quedaba un asalto para la victoria. El público lo sabía también. El Blue Horizon vibraba con los gritos y vítores.

Harris se tambaleó en el retroceso y la sangre salió a borbotones de la herida. El corte se había abierto de par en par y la piel colgaba a uno y otro lado de éste. Star le habría atizado de nuevo pero el árbitro se situó rápidamente entre los dos boxeadores, sujetando el magullado rostro de Harris mientras le observaba detenidamente el corte.

– ¿Ves algo, Mojo? -gritó para que pudiera oírle en medio del griterío-. ¿Cuántos dedos hay aquí?

– ¡Dos!

– ¡Pues a boxear! -exclamó el árbitro. Star se lanzó hacia delante, con su típico balanceo. No quería que se detuviera la pelea; a nadie le apetecía. Star era consciente de que estaba librando el combate de su vida. Hasta entonces había ganado a Harris por puntos, en todos los asaltos menos en el tercero.

«¡Ring!», sonó el timbre que anunciaba el fin del sexto asalto, y Harris dejó caer los brazos. Estaba destrozado, era un muerto viviente. Star le miró antes de que se acercara dando traspiés a su rincón. Le estaba diciendo a Harris que estaba acabado. Le decía que él, Star Harald, se había hecho dueño del cuadrilátero. Que cuando volviera a salir Harris, Star le aporrearía el ojo hasta hacérselo explotar.

– ¡Ven para acá, Star! -gritaban los de su rincón.

Era Browning quien le llamaba. Star siguió en el cuadrilátero, para que Harris se enterara. Ofreciéndole la prueba, exigiéndole respeto. El público montaba un ruido infernal ante el final apoteósico, y Star lo saboreaba como si fuera cerveza fresca. Era su primer combate profesional, a ocho asaltos, y estaba a punto de vencer. Una cámara de televisión le enfocó mientras los periodistas tomaban notas. Jamás se había sentido tan bien. Lástima que Anthony no estuviera aquí para verlo.

– ¡Vamos, Star! -gritó Browning-. ¡Vamos! ¡Sólo te queda un segundo, tío!

Star observó a la multitud, puesta de pie para admirarle. Los hombres aplaudían levantando los brazos, las mujeres le hacían ojitos. Tenía aquellos rostros emocionados tan cerca que casi podía decir quién era quién. Todo el gimnasio había acudido en masa. El señor Gaines, Danny Morales, y también su atractiva esposa. Todos menos Anthony. Aquello le destrozaba cuando tenía que sentirse el hombre más feliz del mundo. ¿Dónde cono estaba el chalado de pelo disparado? Star observó el público y lo descubrió. Estaba al fondo, con la cabeza vendada. Quería asegurarse de que Star no se la jugaba. Harris en el séptimo. El chalado tenía que defender lo suyo.

– ¡Star! ¡Venga, ven aquí, joder! ¡Ven de una puta vez!