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La conmovió de forma inesperada.

– Soy yo. Bennie Rosato.

– ¿Cómo?

Se oyó una tos seca y luego unos pasos que avanzaban lenta-mente. Una larga silueta fue ocupando la penumbra de la puerta, y de pronto ésta se abrió.

– Hola -dijo Bennie.

La silueta retrocedió en la oscura estancia y un momento después la luz de una lámpara iluminó el rostro de Winslow. El hombre tenía los labios carnosos, la cara enjuta, algo bronceada, con ligeras patas de gallo. Sus ojos eran grandes, redondos, de un azul tan intenso como los de Bennie. A ella le parecieron tan familiares aun detrás de las gafas de almacén que, con un gesto impulsivo, extendió los brazos y le abrazó.

– ¡No! -gritó él, librándose del abrazo y retrocediendo con tal brusquedad que casi hizo perder el equilibrio a Bennie.

– Lo siento -dijo ella, aturullada. No era consciente de lo que había ocurrido, pues la respuesta de él había sido directa, violenta. Bennie se sonrojó con el bochorno y una especie de vergüenza. No sabía ni por qué le había abrazado-. No quería… Lo siento.

– Tranquila.

Winslow se dio unos golpecitos en el pecho, contra la camisa de trabajo azul abotonada hasta arriba, como si acabara de tener una conmoción:

– Sólo quería…

– No pasa nada. -La arrugada mano se agitó contra la tela azul y pasó luego a enderezar las gafas, a pesar de que estaban perfectamente en su sitio-. No ha pasado nada. Todo está bien. ¡Madre mía! Tranquila. -Winslow tosió de nuevo y miró directamente a Bennie-. O sea que nos hemos encontrado -dijo sin cumplidos, y Bennie asintió.

– Sí. Eso es. -Ella intentaba recuperarse de la metedura de pata-. Arranquemos con buen pie -dijo riendo, incómoda.

– Ya había pensado que aparecerías cuando todo hubiera terminado. Pero no creía que llegaras antes de que yo me marchara. Esperaba que no lo hicieras.

Winslow se volvió un poco y Bennie miró hacia dentro. Vio en el suelo una antigua maleta marrón, con el cuero reseco, agrietado, y un asa de plástico duro, y junto a ella, una gran caja de cartón llena de libros. Se fijó en que se iba a llevar los álbumes de recortes. Tenía tantas preguntas por hacerle que no sabía por dónde empezar.

– ¿Adónde vas? -le preguntó.

– Hacia el sur.

Winslow se colocó bien las gafas sobre la larga nariz con el índice, mostrando una uña negra.

– ¿Eso es todo lo que te llevas?

Tenía en la cabeza los recortes y la nota de su madre. ¿Se habría dado cuenta él de que había desaparecido?

– Si no te importa, seguiré recogiendo. Los libros. -Se acercó a los estantes y pasó los dedos por encima de los lomos. Detuvo el gesto al llegar a uno de ellos, le dio unos golpecitos con aire pensativo y lo sacó. Lo colocó luego en la caja, con el lomo hacia arriba-. Tengo que llevarme todos los libros que pueda.

– ¿Te vas de vacaciones o qué?

– No, acabo de llegar de ellas, aunque no puede decirse que me hayan proporcionado un gran respiro. -Esbozó una tensa sonrisa y su tono siguió forzado-. Has ganado el caso.

– Eso es. ¿Cómo lo sabes?

– Yo estaba allí.

– ¿Dónde? -Bennie parpadeó, atónita-. No te he visto.

Winslow volvió hacia los libros, centrándose esta vez en el segundo estante, y tras un breve examen seleccionó un volumen y lo llevó a la caja de cartón.

– Por eso puse a Alice en contacto contigo -dijo sin levantar la vista de lo que estaba haciendo-. Sabía que ganarías.

– ¿Cómo lo sabías? Si no lo sabía ni yo.

– ¡Ah! Lo sé todo sobre ti. Sobre ti y sobre Alice. Me he ocupado de las dos.

– ¿Tú? -De no haberse tratado de su vida, a Bennie le habría parecido gracioso-. ¿Cómo? Si no te había visto nunca.

– He cuidado de mis hijas, siempre que me han necesitado.

¿Sus hijas? Bennie no respondió.

– Alice y yo somos gemelas, ¿verdad?

– Pues sí. -Winslow miró hacia el estante, cogió otro libro y volvió a llevarlo a la caja-. No, Robert Penn Warren, no. No puedo llevarme a Warren. En fin…

– Mi madre te dejó.

– Hace muchísimo tiempo. -Winslow cogió otro libro del estante, quitó de él un polvo inexistente con las puntas de los dedos y llevó el volumen a la caja-. Sólo me queda espacio para otro.

– ¿Por qué lo hizo?

– Al parecer creía que no iba a ser un buen padre. Siempre me lo dijo. -Soltó un suave resoplido al inclinar la cabeza para colocar el libro en la caja. Se le estaba haciendo una coronilla en aquel pelo, en otro tiempo rubio y ahora algo gris, lacio aunque se rizaba un poquito en las puntas-. Ella tenía muchas ideas de este tipo. Ideas propias.

– ¿Y estaba en lo cierto?

– Pregúntaselo a ella.

Aquella afirmación, pronunciada con tanta frialdad, le llegó a las entrañas.

– Sabes bien que no puedo hacerlo -dijo ella, notando la boca reseca.

– No, y por eso nunca lo sabrás. Es algo mucho más complicado de lo que crees, aunque ahora ya no importe.

Winslow se incorporó, volvió a la librería y cogió otro libro. Parecía saber cuál escoger. Lo colocó en la caja con una minuciosidad que a Bennie le pareció irritante.

– Pues yo creo que sí importa. Quiero saberlo. ¿Cómo pudo abandonar mi madre a una niña? ¿Cómo lo hizo y cómo se lo permitiste? ¿Por qué no luchaste por nosotras, o como mínimo por qué no te quedaste con Alice?

– Tú has triunfado y Alice está fuera de la cárcel. Bien está lo que bien acaba. ¿Me ayudas con estos libros? Sujeta la caja por un extremo, vamos a colocarla sobre el sofá.

Como si no la hubiera oído, Winslow se agachó para levantar la caja, pero Bennie se la arrebató de las manos y se quedó allí plantada con aire furioso.

– Deja eso y responde -dijo. La pesada caja tiraba exageradamente de sus hombros, pero la amargura le confería una fuerza que ni ella misma conocía-. ¿Por qué no te llevaste a Alice? ¿Por qué nunca intentaste vernos?

– Dame los libros.

Winslow extendió los brazos, mostrando sus encallecidas palmas.

– Respóndeme primero.

– Dame los libros. -Su voz era adusta, insensible-. ¡Mis libros!

– Toma. -Bennie le pasó la caja y él se encorvó un poco ante el peso. Tuvo que hacer un esfuerzo para dejarla sobre el sofá, gesto que Bennie observó con cierto sentimiento de culpabilidad-. Y ahora que tienes los libros, respóndeme.

Cuando Winslow se incorporó, tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo.

– Estás enojada.

– ¿Se nota?

– Esperas que me justifique -dijo él, aunque su tono seguía siendo duro-. Crees que no me preocupé por ti o por Alice.

– Efectivamente. Ciñéndome a los hechos, como dicen los abogados, nunca estuviste a nuestro lado cuando lo necesitábamos ni hiciste ningún intento por conseguirlo.

– Tú no me necesitaste. Te desenvolvías muy bien. Nunca has dado problemas a nadie. Pero a Alice tuve que seguirla más de cerca. Sabía que caería en manos del hombre que no le convenía. Tuve que entrar en su vida. Y cuando me necesitó, me tuvo ahí.

– ¿A qué te refieres?

– Cuando tenía dieciséis años, hubo un joven… Y claro, yo tomé cartas en el asunto. Me ocupé de ella. Alice nunca supo que era yo, porque no me movía el afán de conseguir el reconocimiento. Vi la situación que se había creado y ataqué el problema.

– ¿Cómo? -Bennie no lo entendía y tampoco le gustaba todo aquello-. ¿De qué me hablas?

– Los detalles no son de tu incumbencia. Supe cómo reaccionar ante los problemas que se crearon. Cuando surgió el último, también lo abordé.

– ¿Qué último? -preguntó Bennie, demasiado nerviosa para exasperarse.

– Con ese inspector Della Porta. Era un hombre que no convenía a Alice. Un hipócrita, un ladrón. Lo peor de lo peor.

Winslow movió la cabeza con aire indignado, y Bennie no salía de su asombro.

– Pero ¿qué dices?

– Me di cuenta de que Alice se estaba hundiendo con Della Porta y toda la cuadrilla. Acertaste sobre ellos. Lo imaginaste todo. Traficaban con cocaína e implicaron a Alice en sus negocios sucios. La corrompieron.

Bennie le escuchaba estupefacta.

– Fui allí para intentar convencer al señor Della Porta de que dejara tranquila a Alice. No quiso escucharme. Se negó a dejarla. Me dijo de todo. Insultó también a Alice. Dijo cosas terribles de ella. Explicó que ella había hecho cosas espantosas, cosas que yo sabía perfectamente que una hija mía no haría en la vida.

Bennie pensó en el juicio. La pelea que había oído la señora Lambertsen. Della Porta no se había peleado con los polis. El altercado había sido entre Della Porta y su padre.

– Así que lo maté. No era mi intención. Pero no había otra salida. Habría arruinado su vida. Si yo le dejaba, arrebataría la vida de Alice. La arrancaría, como si fuera una mala hierba.

Bennie notó como un desgarro en su interior. No sabía si era capaz de hablar. Tampoco lo intentó.

– No permitas que eso te afecte, hija. El hombre estaba destrozando a Alice. Yo tenía que ocuparme de ella. Soy su padre.

Bennie movió la cabeza, perpleja.

– Mataste a un ser humano.

– Por Alice, lo hice por Alice. Para salvarla.

– ¿Salvarla? La pusiste en la picota.

Winslow hizo una ligera mueca con el labio superior.

– No sabía que la acusarían del asesinato.

Bennie no era capaz ni de imaginárselo.

– Pero permitiste que acusaran a tu propia hija de un asesinato que cometiste tú.

– Por eso me presenté. Le dije que te llamara. Sabía que tú demostrarías su inocencia.

– ¿Y si no lo hubiera conseguido? -explotó Bennie, completamente apabullada-. He estado en un tris de no conseguirlo, ¿o no te das cuenta? Eché mano de todo lo que pude, absolutamente todo, ¡y casi dejo la vida en el intento! Has matado a un hombre. ¡Y has estado a punto de matar a tus dos hijas!

Winslow la miró sin parpadear.

– Si no hubieras ganado el caso, me habría presentado. Entonces no habrían mandado a Alice a la cárcel.

– Pero ¿qué demonios dices? No te habrían creído. ¡Incluso a mí me cuesta creerte!

– Claro que me habrían creído. Guardo el arma. El arma asesina.

Aquella afirmación dejó muda a Bennie. En la quietud de la casa no se oía más que el jadeo de los dos.

Winslow cerró la caja y miró por la ventana.

– Lástima que sea una noche tan oscura porque si no te habría enseñado mi jardín. Las digitales están en flor y las caléndulas empiezan a sacar capullos. Me ha costado años tener un jardín como éste. Uno tiene que cuidarlo, sacarle las hierbas. Los jardines necesitan atención.

A Bennie le daba vueltas la cabeza. Estaba mareada, tenía náuseas. No sabía qué hacer, qué decir. Toda su vida había pensado en su padre y ahora no soportaba un instante más su presencia. Le ponía la carne de gallina. Estaba loco, era un demente; tenía que serlo. Tragó la bilis que subía por su garganta, giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Abrió bruscamente la mampara, cerró de un portazo y no volvió la vista atrás. Se fue corriendo hacia el Saab, puso el motor en marcha y se alejó empapada de un sudor frío, presa del miedo.

No consiguió calmar su estómago ni empezar a comprender su reacción hasta llegar al límite de Pennsylvania. Y empezó a entenderlo al constatar que cuanto más se alejaba de la casa de Winslow, mejor respiraba. El corazón iba recuperando su ritmo normal. Las vísceras se calmaban. Notaba un leve sabor a bilis en la lengua pero apretando con fuerza los dientes, sujetando el volante del Saab, avanzaba en la noche dispuesta a poner la máxima distancia posible entre ella y Winslow.

Toda una vida de distancia.

El pelo le azotaba el rostro, y el gesto más contundente que hacía era el de pisar el acelerador. El Saab respondía hasta donde daba de sí. El coche casi tenía diez años, Grady lo había comprado de segunda mano, pero lo cuidaba con el máximo esmero. Luego Bennie pensó en Grady. El cuidaba las cosas que amaba, su viejo Saab, a ella. Le preparaba café, la abrazaba cuando más lo necesitaba, incluso sabía retroceder cuando lo creía conveniente. Grady sabía cuidar de las cosas que le causaban problemas, las que le salían respondonas, se enfurruñaban y se ponían de un humor de perros. Sabía cuidar de todo lo que hacía daño y hería. De las cosas imperfectas.

De los seres humanos.

Bennie pisó a fondo el pedal y divisó las anaranjadas luces del aeropuerto, que indicaba el perímetro sur de Filadelfia. Las refinerías de petróleo lo rodeaban, vertiendo nubes de humo en el cielo veraniego. Una neblina naranja se cernía sobre la atmósfera y el ambiente olía a productos químicos de limpieza en seco. Sin embargo, Bennie sentía el impulso de acelerar, de llegar a Filadelfia. A una ciudad que olía a convertidor catalítico. A una casa que tenía cajas en lugar de muebles y listón y yeso en lugar de papel pintado. A un hombre que la quería y la cuidaba cuando ella lo necesitaba. A un perro que nunca, jamás, acudía cuando se le llamaba.

Bennie quería llegar a casa. Por ello puso toda la distancia posible entre su padre y ésta, viajó a la máxima velocidad que le permitió el vehículo y llegó por fin a encontrar a su familia.

Por primera vez en su vida.