– Me di cuenta de que Alice se estaba hundiendo con Della Porta y toda la cuadrilla. Acertaste sobre ellos. Lo imaginaste todo. Traficaban con cocaína e implicaron a Alice en sus negocios sucios. La corrompieron.
Bennie le escuchaba estupefacta.
– Fui allí para intentar convencer al señor Della Porta de que dejara tranquila a Alice. No quiso escucharme. Se negó a dejarla. Me dijo de todo. Insultó también a Alice. Dijo cosas terribles de ella. Explicó que ella había hecho cosas espantosas, cosas que yo sabía perfectamente que una hija mía no haría en la vida.
Bennie pensó en el juicio. La pelea que había oído la señora Lambertsen. Della Porta no se había peleado con los polis. El altercado había sido entre Della Porta y su padre.
– Así que lo maté. No era mi intención. Pero no había otra salida. Habría arruinado su vida. Si yo le dejaba, arrebataría la vida de Alice. La arrancaría, como si fuera una mala hierba.
Bennie notó como un desgarro en su interior. No sabía si era capaz de hablar. Tampoco lo intentó.
– No permitas que eso te afecte, hija. El hombre estaba destrozando a Alice. Yo tenía que ocuparme de ella. Soy su padre.
Bennie movió la cabeza, perpleja.
– Mataste a un ser humano.
– Por Alice, lo hice por Alice. Para salvarla.
– ¿Salvarla? La pusiste en la picota.
Winslow hizo una ligera mueca con el labio superior.
– No sabía que la acusarían del asesinato.
Bennie no era capaz ni de imaginárselo.
– Pero permitiste que acusaran a tu propia hija de un asesinato que cometiste tú.
– Por eso me presenté. Le dije que te llamara. Sabía que tú demostrarías su inocencia.
– ¿Y si no lo hubiera conseguido? -explotó Bennie, completamente apabullada-. He estado en un tris de no conseguirlo, ¿o no te das cuenta? Eché mano de todo lo que pude, absolutamente todo, ¡y casi dejo la vida en el intento! Has matado a un hombre. ¡Y has estado a punto de matar a tus dos hijas!
Winslow la miró sin parpadear.
– Si no hubieras ganado el caso, me habría presentado. Entonces no habrían mandado a Alice a la cárcel.
– Pero ¿qué demonios dices? No te habrían creído. ¡Incluso a mí me cuesta creerte!
– Claro que me habrían creído. Guardo el arma. El arma asesina.
Aquella afirmación dejó muda a Bennie. En la quietud de la casa no se oía más que el jadeo de los dos.
Winslow cerró la caja y miró por la ventana.
– Lástima que sea una noche tan oscura porque si no te habría enseñado mi jardín. Las digitales están en flor y las caléndulas empiezan a sacar capullos. Me ha costado años tener un jardín como éste. Uno tiene que cuidarlo, sacarle las hierbas. Los jardines necesitan atención.
A Bennie le daba vueltas la cabeza. Estaba mareada, tenía náuseas. No sabía qué hacer, qué decir. Toda su vida había pensado en su padre y ahora no soportaba un instante más su presencia. Le ponía la carne de gallina. Estaba loco, era un demente; tenía que serlo. Tragó la bilis que subía por su garganta, giró sobre sus talones y corrió hacia la puerta. Abrió bruscamente la mampara, cerró de un portazo y no volvió la vista atrás. Se fue corriendo hacia el Saab, puso el motor en marcha y se alejó empapada de un sudor frío, presa del miedo.
No consiguió calmar su estómago ni empezar a comprender su reacción hasta llegar al límite de Pennsylvania. Y empezó a entenderlo al constatar que cuanto más se alejaba de la casa de Winslow, mejor respiraba. El corazón iba recuperando su ritmo normal. Las vísceras se calmaban. Notaba un leve sabor a bilis en la lengua pero apretando con fuerza los dientes, sujetando el volante del Saab, avanzaba en la noche dispuesta a poner la máxima distancia posible entre ella y Winslow.
Toda una vida de distancia.
El pelo le azotaba el rostro, y el gesto más contundente que hacía era el de pisar el acelerador. El Saab respondía hasta donde daba de sí. El coche casi tenía diez años, Grady lo había comprado de segunda mano, pero lo cuidaba con el máximo esmero. Luego Bennie pensó en Grady. El cuidaba las cosas que amaba, su viejo Saab, a ella. Le preparaba café, la abrazaba cuando más lo necesitaba, incluso sabía retroceder cuando lo creía conveniente. Grady sabía cuidar de las cosas que le causaban problemas, las que le salían respondonas, se enfurruñaban y se ponían de un humor de perros. Sabía cuidar de todo lo que hacía daño y hería. De las cosas imperfectas.
De los seres humanos.
Bennie pisó a fondo el pedal y divisó las anaranjadas luces del aeropuerto, que indicaba el perímetro sur de Filadelfia. Las refinerías de petróleo lo rodeaban, vertiendo nubes de humo en el cielo veraniego. Una neblina naranja se cernía sobre la atmósfera y el ambiente olía a productos químicos de limpieza en seco. Sin embargo, Bennie sentía el impulso de acelerar, de llegar a Filadelfia. A una ciudad que olía a convertidor catalítico. A una casa que tenía cajas en lugar de muebles y listón y yeso en lugar de papel pintado. A un hombre que la quería y la cuidaba cuando ella lo necesitaba. A un perro que nunca, jamás, acudía cuando se le llamaba.
Bennie quería llegar a casa. Por ello puso toda la distancia posible entre su padre y ésta, viajó a la máxima velocidad que le permitió el vehículo y llegó por fin a encontrar a su familia.
Por primera vez en su vida.
Agradecimientos
Había cumplido ya los treinta años cuando descubrí a mi hermana. Desde el punto de vista técnico, es mi hermanastra, pero en cuanto la vi tuve en el acto la sensación de que era mi hermana gemela, pues nuestras edades eran muy parecidas y nuestro aspecto, temperamento y modo de comportarnos eran casi idénticos. Ahora empiezo a conocerla y me admira el camino que tuvo que recorrer para llegar a mí. Naturalmente no es la gemela que se describe en Falsa identidad -eso debe quedar clarísimo-, pero no debe sorprender a nadie que los autores a menudo plagien su propia vida en aras de la realidad que conforma la ficción. Mi encuentro con ella me inspiró el material de esta novela. Por su valentía y gran corazón, así como por su franqueza y honradez, le dedico a ella, aj., Falsa identidad.
Debo expresar mi especial agradecimiento, como siempre, a mi agente, Molly Friedrich, por sus acertadas notas en el original, y también por su profesionalidad, apoyo y cariño. Doy las gracias también a Carolyn Marino, redactora de HarperCollins, quien ha guiado mi camino a lo largo de seis obras, contando la presente, sin decaer nunca su ayuda y gentileza. Gracias también a A. Paul Cirone, por su ayuda, a Robin Stamm, por la suya, y un fuerte abrazo para Laura Leonard, de HarperCollins, amiga y encargada de la publicidad, quien me anima constantemente.
Como de costumbre, muchísimas personas me han echado una mano en los aspectos técnicos del libro, y cualquier error en este sentido sólo puede achacarse a mí. Mi más sincero agradecimiento a los inspectores de la Segunda Brigada del Departamento de Policía de Filadelfia, siempre amables y serviciales, dispuestos a cuidar de mi ciudad en todos los aspectos. Repito mi agradecimiento a los abogados Susan Burt y sobre todo a Glenn Gilman por sus espléndidos consejos legales en los puntos clave. Gracias a Nina Segre y a Karen Senser por sus pistas sobre los bufetes de abogadas, y también por su amabilidad. Agradezco la información que me ha proporcionado Bob Eskind, de Instituciones Penitenciarias de Filadelfia, pues me ha sido de gran ayuda a la hora de crear el ambiente carcelario de ficción.
Agradezco también su ayuda y el tiempo que me ha dedicado a la doctora Jeanne Paulus-Thomas, al igual que a sus colegas del Center for Medical Genetics, Allegheny Health y Education and Research Foundation. Mi agradecimiento asimismo a Doug y Cindy Claffey, extraordinarios amigos que me han proporcionado una colaboración directa en la investigación sobre el tema de los gemelos.