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– Según la fiscalía del distrito, usted disparó contra Della Porta, se manchó la sudadera de sangre, luego se cambió y tiró la pieza ensangrentada al contenedor del callejón. Ahí encontraron una sudadera marca Gap, talla grande. ¿Era suya?

– Sí, era mía pero no la llevaba aquel día. Llevaba puesta una blusa. Con ella me detuvieron y la llevaba limpia. Si hubiera matado a Anthony, ¿crees que habría tirado alguna pieza manchada de sangre a un contenedor cerca del piso? ¿Me tomas por tonta o qué?

– ¿Alguien la vio en la biblioteca con la blusa aquel día?

– No lo sé. Quizás.

Bennie forzó algo la vista.

– Entonces cree que Reston y McShea le tendieron una trampa. ¿Hasta qué punto los conoce?

– Me los presentaron en una barbacoa de polis, pero en realidad no los conocía. Ya he dicho que eran antiguos compañeros de Anthony de cuando iba de uniforme. Salía con ellos por las noches y así. Lo llamaban reuniones de junta y lo hacían porque todos se aburrían en casa.

Bennie reflexionó sobre la forma de plantear con tacto la siguiente pregunta.

– ¿Anthony estaba implicado en algo sucio?

– No. En nada. -Connolly se apoyó en el respaldo del asiento, arqueando las cejas con aire ofendido-. Anthony era una persona de lo más cabal. No puedes imaginarte lo que hizo por Star. Perdió mucho dinero por ayudarle.

– ¿Star es el boxeador al que Anthony hacía de manager? Me interesaría hablar con él.

Connolly permaneció un momento en silencio.

– No te molestes. No nos ayudaría. No me traga.

– ¿Por qué?

– A veces iba al gimnasio con las mujeres de los boxeadores. Me relacionaba con ellas, nos hicimos amigas. Star no me quería ver por allí. Opinaba que distraía a Anthony.

– ¿Habían comentado esto con Anthony?

– No. Él tenía su trabajo y su boxeador. Se ocupaba de sus asuntos, y yo de mi libro. Nos comprendíamos. -Connolly ladeó la cabeza-. ¿Tienes novio? Veo que no estás casada porque no llevas anillo.

– Tengo novio pero no estamos hablando de mí.

– ¿Has estado casada alguna vez?

– No es asunto suyo.

– Yo tampoco, ya te lo he dicho. No me llevaba bien con mi padre, con mi padre adoptivo. Aquí organizan seminarios sobre las relaciones. En general son estupideces, pero me he enterado de que una mujer no puede tener buenas relaciones con los hombres si no ha tenido una buena relación con su padre.

– ¿Eso dicen? -Bennie pasó la página, sorprendida al comprobar que aquello la afectaba-. ¿Dónde vive él, por cierto?

– ¿Quién?

– Mi padre. Bill.

Connolly hizo una pausa.

– Nunca me lo ha dicho.

– ¿No? ¿Nunca comenta cómo llega aquí?

Connolly sonrió.

– Creía que no íbamos a hablar de la historia familiar.

El pensamiento de Bennie pasó a otro tema. No era fácil acceder a la cárcel en transporte público, por lo tanto no podía vivir lejos, tenía que estar a una distancia que pudiera recorrer en coche. Curioso. Siempre había imaginado que su padre vivía muy lejos; no sabía por qué, pero se lo imaginaba en California. Cuando uno abandona a la familia, como mínimo cambia de región. Cerró el bloc de notas.

– Bien, por ahora eso es todo. Tengo que solicitar un aplazamiento. Estaremos en contacto.

– Sí, claro. ¿Cuándo te volveré a ver?

– En cuanto necesite hablar con usted. Esté preparada.

Bennie salió del cubículo preocupada. ¿Dónde vivía su padre? Hacía años que no se lo planteaba. ¿Le importaba ahora? Siguió los trámites de salida del centro -el paso mecánico por el detector de metales, la firma en el registro-, lo que le proporcionó una idea. No le iba a resultar difícil descubrir dónde vivía su padre; si acudía a visitar a Connolly, tenía que dejar una dirección. Tenía que consultar los registros de la cárcel, aunque sólo fuera para verificar la historia de Connolly.

– ¿Podría consultar el libro de registro de visitas? -preguntó Bennie y notó un leve temblor en la mano cuando la funcionaria uniformada de negro le pasó el registro.

10

Alice entró en la biblioteca legal de la cárcel, una amplia sala gris con una fina moqueta del mismo color, y entregó su pase a la funcionaría de la puerta. Disponía sólo de quince minutos para las consultas. Era tiempo suficiente. Se fijó en la amalgama de grasientos rizos de Valencia, inclinada sobre un texto legal, en un banco situado en uno de los cubículos metálicos del centro de la sala. La muchacha trataba constantemente de que se le revocara la condena, enviando cartas de reclamación al Congreso, al presidente, y por la razón que fuera, a Katie Couric. Valencia alegaba que la sentencia de obligado cumplimiento por posesión de coca era injusta, basándose en que la habían condenado por ello.

Alice reía para sus adentros. Valencia sabía dónde se metía cuando aceptó el trabajo. Hacía circular la coca para sacar un dinero que utilizaba para comprar a Santo la ropa con más volantes que había llevado jamás un niño, además de un cochecito con un toldo de plástico que parecía una tienda de oxígeno. Algo poco útil, en opinión de Alice, aunque tampoco lo era ya Valencia. Alice cruzó la sala repleta de relaciones de casos y tomos granate de Derecho y pasó al cubículo de al lado.

– ¡Eh! -dijo, y cuando Valencia levantó la vista, los labios rojos cereza esbozaron una calurosa sonrisa.

– ¡He hablado con mi madre! -soltó, y seguidamente, echando un vistazo a su alrededor, bajó la voz. Otras dos presas levantaron la vista-. ¡Chitón! -dijo Valencia sin poder contener la risa, llevándose un dedo, con la uña también de color cereza, a los labios-. ¡Chist! Es una biblioteca.

– ¡Chist! Es una biblioteca.

Connolly hizo una imitación prácticamente exacta de su voz, y Valencia se echó a reír.

– Mi madre me ha dicho que ha recibido el dinero extra esta mañana. ¡Para operar! ¡Gracias, gracias!

– ¿Qué tal está Santo?

– Dice que tiene la infección, pero que está mucho mejor. Dice que toma la medicina cada día, la medicina rosa, como un chicle. ¡No da guerra!

– Ya te dije que todo saldría bien. Tú tienes que guardar el dinero, decirle a tu madre que no se lo gaste. Si tienen que operarlo, lo operarán. No te preocupes. -Alice echó una ojeada al libro que tenía abierto-. ¿Cómo está tu recurso?

– ¡Mira qué he encontrado! -exclamó Valencia, emocionada-. Fíjate en esto.

Giró el libro, entusiasmada, hacia Alice. Era un informe sobre un caso legal, una página en papel cebolla y letra pequeñísima a dos columnas.

– Tú no eres abogada -le dijo Alice riendo-. No vas a entender esos rollos.

– Claro que sí -respondió Valencia moviendo la cabeza, y el oloroso pelo se movió como en los anuncios-. El juez dice que la condena es injusta. Presenta moción. Dice que él ya no se droga. El juez lo deja.

– ¿De verdad? ¿Un juez que lo deja?

– Sí. En Nueva York.

– ¿Nueva York? Pues poco va a servirte a ti en Pennsylvania, tontita.

– ¿Cómo?

– Las leyes de Nueva York son distintas a las de Pennsylvania, y además estás mirando un informe federal, que sólo trata de legislación federal. No tienes ni la menor idea de lo que estás haciendo.

Los pegajosos labios de Valencia se fruncieron con gesto preocupado.

– Lo puedo escribir en la carta. Tengo la cita.

– ¿Y qué? Ellos no tienen obligación de leerlo. En Filadelfia importa un pepino. ¡Qué atontada eres! -exclamó Alice cerrándole el libro-. Yo tengo un sistema mejor para ayudarte con el recurso. -Se acercó más a ella para que las demás no pudieran oírla y estuvo a punto de asfixiarse con el olor imitación Giorgio-. Tengo una nueva abogada, una muy buena, y le he contado tu caso. Se le ha ocurrido un nuevo recurso. Un nuevo razonamiento. Ella considera que puede sacarte de aquí.