– ¡Dios! -soltó Valencia, tapándose la boca como una aspirante a miss Venezuela-. ¡Dios mío!
– Pues sí. ¿Qué te parece? Pero no te emociones tanto. Vendrá a verme para hablar de lo tuyo. Le he entregado los papeles de tu sentencia, aquellos que me diste, y me ha prometido que los leería y los devolvería. Luego vendrá a verte para hablarte del nuevo recurso. -Alice levantó un dedo-. Pero tienes que mantenerlo todo en secreto. Si alguna descubre lo que estoy haciendo por ti, me pedirá que lo haga también por ella. Y entonces la abogada abandonará el caso al instante.
– Yo no digo nada -exclamó Valencia mirando rápidamente a un lado y otro-. Ya verás.
– Ni siquiera a tu madre o a Miguel. A nadie.
– A nadie, sí.
– Tú sabes mantener un secreto. Ya me lo has demostrado. -Alice le dio unas palmaditas en la mano, pues sabía que el gesto siempre resultaba-. No tienes que preocuparte por nada. Yo me ocupo de ti y también de Santo.
– Gracias a Dios -dijo Valencia en voz baja, cogiéndole la mano-. Le agradezco a Dios que seas mi amiga.
11
Bennie pasó como un rayo por el vestíbulo de mármol gris del edificio de su despacho, empujando hacia el fondo de su mente los pensamientos sobre su padre. Era casi mediodía. Taconeó por el reluciente suelo hasta llegar frente al ascensor, donde apretó el botón de subida. Tenía que organizar una vista urgente, y con el resto de casos podía decidir entre hacerles un hueco, encargarlos a otra persona o resolverlos. Cogió el primer ascensor, enfrentándose a la corriente de la multitud que bajaba a comer, y se metió en una panorámica que para ella ya no tenía nada de sorprendente.
Rosato & Associates estaba integrada únicamente por mujeres. La recepcionista, que se encontraba tras el largo mostrador revestido con paneles tras la acristalada sala de reuniones, era una mujer, al igual que las cinco secretarias y las letradas, cuyos despachos estaban dispuestos en forma de herradura junto a la recepción. Bennie había actuado adrede contratando sólo a mujeres, pues consideraba su empresa como un experimento de lo que podría ocurrir si las mujeres dirigieran el mundo. No le sorprendió descubrir que el ambiente era menos bélico y más coordinado en cuanto a tonos, pese a que apestaba a café, detalle que desafiaba toda explicación y estereotipo.
– Hola, Bennie -dijo Marshall, la recepcionista. La muchacha, que llevaba el pelo recogido en una larga trenza, tenía un aspecto frágil con aquel vestido azul celeste y el jersey de canalé a juego. Ninguna apariencia podía ser más engañosa: ella había lleva-do la empresa de Bennie con mano de hierro aunque con manicura y seguía siendo la administradora de Rosato & Associates-. Hay llamadas -añadió, pasando a Bennie un buen fajo de mensajes en papel amarillo.
– ¿Sabes algo de la vista a puerta cerrada del juez Guthrie?
Bennie dejó la cartera en el suelo y echó un vistazo a los mensajes.
– Todavía no. Tengo a punto en «Connolly» tu comparecencia. ¿Quieres firmarla?
Marshall cogió un formulario del montón que tenía delante y se lo pasó a Bennie, quien guardó los mensajes bajo el brazo, cogió un bolígrafo del bote y echó su firma.
– Un momento. No lo archives, pues antes tengo que hablar con Warren Miller, su antiguo abogado. Le he llamado desde el coche y le he dejado el recado. ¿Ha dicho algo?
– Sí. Está en Jemison, Crabbe. Su mensaje tiene que estar por aquí.
Bennie arrugó la frente.
– ¿Miller en Jemison? Jemison era el antiguo bufete de Guthrie antes de que le nombraran juez.
– ¿Verdad que no es normal que un juez mande un caso a su antiguo bufete?
– Sí, cuando es un caso de homicidio y pasa a un bufete sin experiencia. Son casos en los que no se saca dinero y las personas tienen que tener experiencia para que las designe el tribunal. Yo nunca había oído hablar de Miller.
– Me ha parecido una persona joven. -Marshall ordenó un montón de correspondencia doblada-. También tienes correo. Te has ganado una censura por la desestimación de Sharpless. No te han concedido la ampliación en el expediente de Isley. Además, la asociación de la judicatura considera que vas retrasada con los créditos de ética. Tienes que seguir dos cursillos de formación permanente.
– ¡Vaya pérdida de tiempo! -Bennie cogió el correo con los dos brazos, contra la chaqueta sastre de gabardina color tostado-.
Bastante trabajo tengo con la práctica de la abogacía para dedicarme a aprenderla. ¿Algo más?
– No voy a soltarte tan rápido. -Marshall sacó un folleto grapado a la correspondencia-. Eso viene de la asociación. Si no satisfaces los créditos, pueden pasarte a la categoría de inactiva.
– Cada año dicen lo mismo. Pagaré la cuota.
– Ya lo hiciste. Perteneces al grupo cuatro y estás fuera de la zona de ampliación.
– ¿Fuera de la zona de ampliación? Eso da un poco de miedo. No quiero estar fuera de la zona de ampliación. Vivo en la zona de extensión. -Bennie cogió la cartera y se fue deprisa a su despacho, saludando con la cabeza a las secretarias y a una de las jóvenes abogadas, Mary DiNunzio, quien levantó la vista del expediente que tenía entre manos al verla pasar-. Voy a necesitarte dentro de un cuarto de hora -le dijo Bennie.
– Cuenta conmigo -respondió Mary, tragando saliva con un gesto patente, que Bennie simuló no haber visto.
Tenía que mantener la distancia profesional con sus empleadas, incluso con las compañeras, puesto que ella era la única responsable a la hora de valorar su trabajo, de contratar y despedir. Bennie no soportaba despedir a la gente. Por ello temía la primera llamada que debía hacer.
– Warren Miller, por favor -dijo, en cuanto hubo dejado la cartera, cogido la silla y marcado el número de uno de los bufetes más prestigiosos de la ciudad: Jemison, Crabbe & Wolcott.
Supuso que Miller era socio del bufete, que pertenecía a una casta que ella conocía bien a raíz de la época que había pasado como machaca en Gran & Chase, empresa tan medieval como la otra. Consciente de la importancia que tenía para los bufetes de categoría el trabajo de cara a la galería, Bennie imaginaba que a ese muchacho le encantaría quitarse de encima el caso Connolly. A saber qué inútil se lo había endilgado.
– Soy Miller -dijo una voz masculina de tenor.
Bennie se lo imaginó vestido elegante y pueblerino, traje de raya diplomática con chaleco.
– Soy Bennie Rosato, Warren. ¿Qué tal? -se limitó a decir Bennie.
– ¿La misma Bennie Rosato? Estoy al corriente de toda su carrera. Admiro el trabajo que ha hecho en cuanto a los derechos civiles. El año pasado la oí en una conferencia en el Public Interest Law Center. Me pareció sorprendente. En realidad, yo eché una mano en el programa de renovación del tribunal de Pennsylvania y contábamos con que usted estaría de juez este año. El comité le va a mandar una invitación.
– Será un honor -respondió Bennie y respiró profundamente-. Pero yo no te llamaba por eso, Warren. Una de vuestras dientas, Alice Connolly, se ha puesto en contacto conmigo para pedirme que lleve su caso.
– Lo sabemos. Nos oponemos a ello.
– ¿Cómo? No podéis oponeros.
– Pues no estamos de acuerdo con ello.
– No tiene ningún sentido.
– Bueno… intentaremos seguir representándola.
– ¿Cómo, intentaremos? ¿Por qué? -Bennie, desconcertada, cogió la taza pero descubrió que ya se había acabado el café-. ¿Y cómo sabéis que se ha puesto en contacto conmigo?
– Hace un año que Jemison lleva el caso de Connolly. Es dienta nuestra.
– No acabo de comprenderlo, Warren. ¿Quieres seguir con el caso? ¿Acaso eres criminalista?
– Acabé Derecho en Yale, donde participé en la revista legal. Un artículo mío, sobre investigación actual y legislación sobre decomiso, fue el más solicitado el año pasado.