– ¿El año pasado? ¿Es el primer año que trabajas?
– He tomado ya unas cuantas declaraciones y he participado en un arbitraje. Connolly es cliente de Jemison, Crabbe, y vamos a seguir representándola.
– Estamos hablando de la vida de una persona, Warren. -El desconcierto de Bennie se fue convirtiendo en enojo-. En un año habéis visto sólo dos veces a vuestra dienta en un caso que puede acabar con la pena capital. Esto es negligencia per se. ¿Eres consciente de que puedes ser acusado de práctica incorrecta? ¿Tu especialidad no son los seguros?
– Efectivamente, y es uno de los servicios que ofrece Jemison, Crabbe -respondió Miller, y Bennie notó la tensión en su tono.
Se lo imaginó sentado todo lo tiesa que podría estar una persona sin columna vertebral.
– ¿Y cómo conseguiste meterte en el registro de homicidios, muchacho?
– No es imprescindible estar en él. El jefe de nuestro equipo es un antiguo fiscal de distrito, Henry Burden. Recibe muchas asignaciones del juez. Voy a llevar el caso siguiendo sus indicaciones.
– ¡Aja! De modo que Burden está en el registro de homicidios y te ha delegado el caso, ¿no es así? -De todas formas, Bennie seguía sin comprenderlo. Henry Burden iba a promocionar al muchacho en un importante juicio pero ella no veía por qué-. Escúchame, Warren, no sé cuál es tu problema ni me importa. Yo ya he solicitado al juez Guthrie una vista de urgencia para hablar del aplazamiento. Vamos a dirimirlo ante los tribunales. ¿Me sigues?
– Sí… supongo.
– Dejémoslo. Eso es lo que espero.
Bennie colgó el teléfono y se levantó en el acto. Tenía otra batalla que librar y no disponía de tiempo para ninguna. Salió de su despacho, corrió hacia el de Mary DiNunzio y se sentó en una de las sillas tapizadas que tenía la letrada frente al impecable escritorio. A Bennie le hacía falta una abogada lista, con recursos, y no le parecía nada mal que Mary tuviera una hermana gemela idéntica, a la que Bennie había conocido el año anterior.
– ¡Bennie! -exclamó DiNunzio, sobresaltada, levantando la vista del teclado del ordenador.
Era una mujer más bien baja, tenía buen tipo y el pelo rubio ceniza. Llevaba un maquillaje sencillo y un traje sastre azul mari-no clásico y elegante. Pese a su aspecto profesional, a Bennie siempre le había parecido una persona algo nerviosa, a la que intentaba tranquilizar.
– He pensado que sería mejor que pasara yo a verte en lugar de esperarte en mi despacho. -Bennie iba observando el pequeño recinto. La mesa estaba despejada, sin fotos ni calendarios de sobremesa. En los estantes, libros encuadernados en piel; y encima del armario, unos archivadores rojos en acordeón ordenados alfabéticamente. Colgaba de la pared un tapiz antiguo cuya mezcla de colores constituía la única alteración del recinto-. ¡Bonito tapiz! -dijo Bennie.
– Gracias.
– Bueno, vamos a dejarnos de preámbulos…
DiNunzio sonrió.
– Sí.
– Bien. ¿Tienes mucho trabajo?
– Estoy a medio expediente del caso Sameis. Es para el viernes y tengo que presentar otra petición al juez Dalzell para el caso Marvell.
– Son tareas de redacción. ¿Algún juicio?
– No.
– ¿Arbitrajes o vistas? ¿Tiempo libre?
– Recientemente, no.
– Ya empiezas a hablar como una abogada de un bufete importante. ¿Verdad que te hace falta experiencia en juicios? Creo que ésa fue la razón que os trajo aquí a ti y a Carrier.
– En efecto. Lo que pasa es que pensaba que no estaba… preparada.
DiNunzio se ruborizó un poco y Bennie se sintió culpable. Su asociada había tratado de pasar inadvertida después del caso Steere [1]. No es que Bennie la culpara de ello, pero pensaba que había llegado el momento de volver a la palestra.
– Estás preparada, Mary. No voy a pedirte más de lo que eres capaz de dar. ¿Verdad que quieres intervenir en juicios?
– Sí -respondió enseguida DiNunzio, a pesar de que llevaba media mañana planteándose otros trabajos. Podía dedicarse a cuidar animales, a la pastelería, a la enseñanza. Había pasado la jornada laboral fantaseando sobre otras ocupaciones. Alguien tenía que hacerlo-. Claro que quiero intervenir en juicios.
– Entonces no puedes pasarte el día haciendo trabajos de oficina.
– No -respondió Mary, si bien el trabajo de oficina le parecía perfecto. Los administrativos en el campo del Derecho pasaban el día en la biblioteca, lo que reducía significativamente las posibilidades de que alguien les siguiera o incluso disparara contra ellos. El trabajo administrativo le parecía perfecto incluso sin chicle para mascar-. Me encantaría llevar un nuevo caso.
Así pues, Bennie empezó a explicarle el caso, y Mary se esforzó por no huir despavorida.
12
El laboratorio de informática de la cárcel era una especie de caja de zapatos de cemento grueso, sin ventanas y pintado en el típico tono gris desvaído. Las reclusas se encontraban frente a los ordenadores, con la cabeza inclinada sobre los sucios teclados. Alice estaba de pie tras ellas observando cómo manipulaban las viejas máquinas, pues tenía como cometido la enseñanza de tecnologías informáticas. Opinaba que quien cambiara el trapicheo por el procesamiento de textos no necesitaba la tecnología informática, sino un cursillo de economía.
Había una funcionaría junto a la puerta, con las manos entrelazadas en la espalda, y por primera vez no había molestado a Alice. De los extremos superiores de la sala colgaban unos anchos espejos curvos que disimulaban las cámaras de vigilancia, pero ni siquiera éstos fastidiaban ya a Alice. Rosato la había llamado diciendo que contaba con que aquel día se celebraría la vista de urgencia. Su caso empezaba a moverse y lo hacía con gran rapidez. Iba a salir de aquel infierno. Para lo que le quedaba en el convento…
Alice cruzó los brazos con gesto de satisfacción bajo el cuello en punta del top de algodón azul. El pantalón azul marino colgaba holgado en su esbelto cuerpo y asomaban por debajo unas zapatillas blancas Keds que había comprado en el economato. Las Keds tenían la categoría más baja entre las reclusas, pero a Alice le importaban poco las cosas por las que se desvivían las demás. A una de ellas la habían pescado tras una visita familiar intentando disimular un par de Air Jordans bajo el sujetador. «Tendrías la sensación de que ibas a levantar el vuelo», le había comentado Alice con sorna.
– ¡Ese ordenador no funciona! -gritó una interna sentada junto a la puerta.
Alice hizo caso omiso al arrebato. Tenía prohibidos los gritos, pero las reclusas gritaban siempre. Eran incapaces de seguir las normas básicas y se suponía que debían dominar Microsoft Word.
– Eh, he dicho que mi ordenador no funciona -repitió la muchacha.
Era Shetrell Harting, la cabecilla de las Crips, y llevaba un turbante azul.
Alice hizo como que no la oía. No le gustaba Shetrell. Shetrell establecía sus propias normas.
– ¡Vaya mierda! -exclamó Shetrell.
De repente pegó un fuerte manotazo a la pantalla. Ésta empezó a tambalearse en su base y las otras con turbante azul se echaron a reír. Las del rojo fruncieron el ceño y las musulmanas, con la cabeza cubierta con un corto keemar blanco, sufrieron en sacrosanto silencio. Para Alice todas eran un hatajo de bobas que harían lo que fuera por salvar la piel a Shetrell.
– ¿Tienes algún problema? -preguntó Alice.
El pañuelo de Shetrell giró con gesto airado. Tenía una cara larga y angulosa, huesuda como las de los yonquis, y la piel de color café suave, que hacía destacar el discordante verde de sus ojos. Shetrell estaba dentro por traficar con crack y había seguido con el negocio en el interior, haciéndose de oro, pues tenía mucha menos competencia. Alice hubiera podido contar con ella, en su mejor organizado tráfico, pero no quería trapichear con la espada de un asesinato colgando sobre su cabeza.