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– Yo no tengo ningún problema; esa mierda es la que tiene el problema -dijo Shetrell.

«¡Pam, pam!», iba golpeando la pantalla con el dedo de lado. Las otras del turbante reían a coro. La que soltaba las carcajadas más estridentes era Leonia Page, la pandillera. Era su cometido.

– Tranquis, titis -saltó Alice adoptando un aceptable acento negro. Estaba demasiado de buen humor para rechazar el juego. Miró la pantalla de Shetrell-: ¿Qué pretendes?

– ¡Y a ti qué te importa! -respondió Shetrell con visible desdén, y Alice soltó una risita torciendo la boca.

– ¿Me estás tirando los tejos?

– ¡Que te folie un pez! -respondió Shetrell con un resoplido.

– ¿Tengo que tomarlo como un no?

– Sí. No.

Las del turbante de azul se callaron al notar el desconcierto de Shetrell y las de rojo reprimieron la risita. Las musulmanas siguieron sufriendo y Alice abandonó el tono que había adoptado.

– ¿Cuál es el problema?

– Pues que he archivado el documento y ahora no me lo recupera.

– El documento es un archivo, o sea que tienes que abrir la carpeta del archivo. Cuando has hecho clic al abrir, ¿se ha abierto el archivo?

– No.

– Pruébalo otra vez -dijo Alice, a sabiendas de que antes no lo había ni intentado-. Sitúa el ratón sobre la carpeta amarilla y haz clic.

– ¡Mierda!

Shetrell cogió el ratón y lo hizo deslizar hacia la izquierda. La flecha rondaba alrededor del icono de la carpeta en la barra de herramientas. Hizo clic y apareció en pantalla la lista de documentos.

– Creo que los golpes que le has pegado han sido decisivos.

– Siempre lo son -respondió Shetrell echando una mirada a Leonia, quien miraba con recelo a Connolly.

Shetrell estaba convencida de que Leonia podría con Connolly, sin problemas. Pasaba todo el tiempo libre en la sala de pesas y hacía levantamientos todos los días. Había llegado a ciento diez kilos y era capaz de hacer muchísimo daño incluso a un hombre. A final de la semana, Leonia tenía que haber acabado con Connolly. Aquello iba a representar un dineral para Shetrell, si bien Leonia no conocía la cantidad exacta. Pero si Shetrell se lo pedía, ella lo haría. Le encantaba hacerlo, sobre todo al ver que Connolly le había faltado al respeto.

Shetrell hizo un breve gesto con la cabeza mirando a Leonia y ésta la miró de soslayo, en ademán de complicidad.

13

Mary DiNunzio estaba sentada en el extremo de la silla en la mesa de la defensa, dejando entrever su estado nervioso. Sin embargo ella no era la única letrada a quien inquietaban las comparecencias ante el tribunal, aunque sí de las pocas capaces de admitirlo. La moderna sala estaba enmoquetada en un tono grisáceo, tenía unos lustrosos bancos negros y no se veía en ella ventana alguna desde la que se pudiera salir al exterior; sin duda estaba pensada para evitar que los presos se suicidaran. A nadie le importaba que lo hicieran los abogados.

Estaba a punto de empezar la vista de urgencia. Bennie consultaba con el ayudante en el estrado, quien tenía a un lado la bandera azul del Estado de Pennsylvania y la bandera estadounidense con una vistosa franja amarilla al otro. El personal de la sala, con sus distintivos plastificados, se estaba situando en la mesa de la defensa. Dorsey Hilliard, el ayudante del fiscal del distrito, tamborileaba con sus oscuros dedos sobre la mesa de la acusación; llevaba la cabeza afeitada, lo que dejaba al descubierto un cuero cabelludo de un marrón brillante, que presentaba una serie de pliegues en la larga nuca. Tenía en el suelo, a su lado, unas muletas de aluminio, con las curvas de los codos dispuestas en forma de cuchara. Cualquiera habría pensado que pertenecían a otro, pues Hilliard tenía un aspecto musculoso y fuerte en su traje de rayas. El fiscal tenía fama de ser uno de los más duros de la ciudad, y pensando en ello, Mary se iba moviendo inquieta en la silla. «Donde sea, pero no aquí, Señor -escribió en su bloc-. Y tampoco en el despacho. O en la facultad.» Dejó de escribir cuando Bennie tomó asiento en la mesa de la defensa.

– Será emocionante -murmuró Bennie.

– Estoy impaciente -respondió Mary forzando una sonrisa.

«Preferiría acercar una cerilla a mi pelo.»

– Todos de pie. Preside la sala su señoría Harrison J. Guthrie -dijo el ayudante.

Los abogados se levantaron cuando el juez Guthrie entró por la pequeña puerta, subió al estrado con cierto esfuerzo e instaló su marchito cuerpo en la butaca de cuero de respaldo alto. Su cabeza recordaba una pequeña gorra blanca y en el rostro destacaban los trazos finos y al tiempo curtidos del patricio y el marinero empedernido. Sus ojos azules brillaban tras las gafas de lectura con montura de concha y la característica pajarita de cuadros escoceses se posaba en su ropaje negro como una mariposa de tartán.

– Señora Rosato -dijo el juez Guthrie, con voz firme a pesar de la edad-, ha solicitado usted una vista de urgencia y el tribunal se la ha concedido. Creo recordar que usted no tiene por costumbre hacer este tipo de peticiones frívolamente.

– Gracias, señoría -respondió Bennie, satisfecha. Se levantó recordando la última vez que se había encontrado frente a Guthrie. En el caso Robinson, en el que un poli había pegado una paliza a un traficante de poca monta, regodeándose en ello. La condena del juez por daños y perjuicios había despertado muchas críticas, a pesar de que había sido lo correcto-. Quisiera comparecer en este caso, señoría.

– Una tarea más bien superflua, señora Rosato.

– Normalmente sería así, señoría. Sin embargo, el primer defensor no lo permite, a pesar de que la acusada desea que yo la represente. Por tanto, me he visto obligada a buscar la aquiescencia del tribunal en este caso.

Warren Miller, el joven asociado de Jemison, Crabbe, se levantó a medias. Era un muchacho delgado, de pelo oscuro, con gafas sin montura, traje y chaleco y pálido como una orquídea de invernadero.

– Para que conste, ejem, disentimos de… esta exposición de los hechos, señoría.

– El tribunal le atenderá en su debido momento, señor Miller -respondió el juez Guthrie, y el abogado se sentó con aire débil-. Señora Rosato, nos ha solicitado usted también la comparecencia de la acusada Alice Connolly, y le concedo tal petición, pese a que la solicitud se ha hecho en un plazo excesivamente corto. Debe saber que ha acarreado muchos problemas al tribunal y a las fuerzas del orden.

– Siento haber causado molestias al tribunal, señoría. Yo misma disponía de poco tiempo, pero habida cuenta que nos encontramos ante un caso de pena capital, estaba convencida de que el tribunal concedería la vista a la acusada.

– Por supuesto -dijo el juez Guthrie. Se quitó las gafas de lectura y con ellas hizo señal a su ayudante-. Tal vez deberíamos hacer entrar a la acusada. ¿Me hace el favor?

Un ayudante del tribunal que vestía biaza azul marino desapareció por una puerta lateral de la pared recubierta de paneles y volvió un segundo más tarde seguido por un agente de policía de Filadelfia que llevaba un impermeable negro por encima del uniforme y un audífono en el oído izquierdo. Detrás del policía entró Alice Connolly con su mono naranja.

Bennie se levantó al ver a Connolly pero Mary quedó como clavada en la silla, con los ojos de par en par. Alice Connolly se parecía tanto a Bennie que podía pasar por su hermana gemela. La acusada esbozaba una sonrisa cínica, tenía el pelo de un color rojo vivo, escalado, y era más delgada que Bennie, pero sus facciones parecían idénticas. ¿Qué ocurría allí? Mary no creía que Bennie tuviera una hermana gemela y mucho menos una a quien acusaban de asesinar a un policía. El caso se iba poniendo cada vez peor. «¿Alguien tiene una cerilla? Yo pongo la laca. Será cuestión de un minuto.»