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Bennie se levantó.

– Gracias, señoría.

El juez Guthrie extendió su arrugada mano.

– Por otra parte, tras considerarlo detenidamente, se le deniega la petición de aplazamiento. El caso ha estado ya marcado por una serie de retrasos y aplazamientos y este tribunal no debe añadir uno más. Es responsabilidad del tribunal utilizar los recursos judiciales con eficiencia y efectividad. El juicio se celebrará el día previsto. El lunes empieza la selección del jurado.

Bennie tragó saliva de forma tan ostensible que Mary notó el sonido.

– Señoría, la vida de la señora Connolly depende del juicio. Es prácticamente imposible preparar una defensa en un caso de homicidio en una semana, en un caso de pena capital.

– El tribunal comprende que tiene por delante una tarea difícil, señora Rosato -dijo el juez Guthrie, cerrando el expediente-. No obstante, la señora Connolly cambia la defensa en el último momento por una razón que ni yo ni nadie puede ver clara. Jemison, Crabbe es uno de los mejores bufetes de la ciudad, mi antigua alma máter, añadiría. Si bien la Constitución establece mi decisión en cuanto a su intervención, nuestros antepasados, gracias a Dios, decidieron no enseñarme cómo llevar la sala. El bufete Jemison le entregará el expediente inmediatamente y estoy seguro de que le llegará intacto. Cúmplase.

El juez Guthrie hizo sonar el mazo, y Bennie cogió el expediente que le entregaba Miller a regañadientes.

En cuanto se hubo levantado la sesión, Bennie salió a toda prisa por la puerta giratoria del Palacio de Justicia, con Mary DiNunzio haciendo un esfuerzo para seguir su ritmo. Pasaron volando por delante de las intrigadas miradas de los policías uniformados apostados ante el palacio y dejaron atrás a un par de periodistas bloc en ristre.

– ¿Por qué comparece como defensora de Connolly? -gritaban-. ¿Cuál es la razón, señora Rosato? Por favor, señora Rosato, deténgase un momento.

Bennie siguió precipitadamente por la estrecha acera de Filbert Street bajo la luz del sol. Aquellos periodistas eran novatos en comparación con la representación de la prensa que aparecería un poco más tarde. Bennie había contado con la expectación, pero se dio cuenta de que Mary estaba blanca como la cera. Cogió del brazo a su asociada, hizo parar un taxi y en cuanto éste empezó a frenar, abrió la puerta.

– Vamos, DiNunzio -dijo, empujando a su asociada hacia dentro.

Dio al taxista la dirección de su despacho y su cabeza pasó a otro sitio. Tenía que preparar la defensa principal y la de la pena capital al mismo tiempo, ya que si perdía el caso, llegaría una hora tarde para salvar la vida de Connolly. Necesitaba encontrar pruebas psicológicas, de expertos, expedientes escolares. Le haría falta otra asociada y tal vez también alguien para la investigación.

Tenía la mente tan ocupada en las listas de cosas pendientes que no se fijó en el adusto anciano que se encontraba entre el gentío, con su chaqueta de paño a pesar del calor que hacía. Permanecía de pie bajo la alargada sombra que proyectaba el Ayuntamiento, con un sombrero de fieltro que le llegaba casi a los ojos. De todas formas, Bennie no le habría conocido, a menos que hubiera recordado la foto del piloto.

Era Bill Winslow y la observaba con una tensa sonrisa.

14

De vuelta a su despacho, Bennie se enfrentó con el expediente de Connolly sin dar crédito a lo que veía. Jemison, Crabbe no había preparado defensa alguna: no había entrevistado a ningún testigo, ni llevado a cabo una investigación, inspección de los vecinos, ni siquiera incluía una nota de los abogados. ¿Qué tendrían en la cabeza Burden y Miller? Cogió la única carpeta con cierto contenido cuya etiqueta decía: «Expediente del fiscal del distrito: abierto en la vista preliminar». Contenía una sucinta transcripción de dicha vista y los mínimos informes secundarios, además de una lista de objetos requisados, las pruebas de la autopsia y de toxicología y los informes sobre móviles del crimen. No contenía ningún informe sobre los hechos, los partes detallados de la investigación policial.

– Un momento, chicas -dijo Bennie hojeando el contenido de la carpeta. Sus dos asociadas, Mary DiNunzio y Judy Carrier estaban sentadas delante de su escritorio como Mutt y Jeffsi fueran abogados. DiNunzio era más bajita e iba vestida como la Barbie abogada, con traje azul Brooks Brothers; Carrier era casi tan alta como Bennie y llevaba atuendo de artista, blusón holgado de algodón, pantis azules y zuecos de ante Dansko. Bennie terminó la ojeada superficial y levantó la vista-. Tendrás que dejarlo todo, Carrier. Quiero que supervises los partes de la policía. Tenemos que saber quién se encargó de este caso de asesinato.

– Ningún problema -respondió la asociada, tomando nota en el bloc que tenía sobre las rodillas. La cabellera, cortada recta a la altura de la mandíbula, en forma de cuenco del tono del limón, cayó hacia delante como las orejas de un sabueso-. Imagino que guardan en cinta los informes del 911…

– Sí, pero a estas alturas ya los habrán borrado. Tendrás que pedir las transcripciones, los ficheros de soporte informático. Coge la cámara del despacho, por favor. Marshall sabe dónde está, pídesela. ¿DiNunzio? -añadió, volviéndose hacia ella mientras Carrier salía del despacho-. ¿Conoces a alguien de Jemison, Crabbe?

– Claro, a la gente que trabaja ahí… Creo que hay dos que estudiaron conmigo.

– Si siguen allí, llámalos. Quiero averiguar cómo consiguió el caso Henry Burden y si tiene algún contacto con el juez Guthrie. De todas formas, sé discreta.

– ¿Cómo lo hago?

– Queda para comer o algo así. Sácales los trapos sucios. Ya has oído lo que ha dicho Miller ante el tribunal, que Burden tuvo que salir del país. ¿Qué hay sobre eso? Persíguelo. Y ahora coge el bolso y el expediente. Supongo que estás dispuesta para el baile…

– Bueno… claro. Sí, sí, del todo.

Mary estaba demasiado cohibida para añadir algo más. En el fondo lo que deseaba era volver a casa, tumbarse en la cama y empezar a buscar en los anuncios por palabras. ¿Existía algún trabajo en Estados Unidos en el que una pudiera decir la verdad a su jefe?

No.

La llovizna teñía el cielo de gris e iba dejando minúsculos puntitos en el parabrisas del Ford de Bennie. Se detuvo y aparcó en Trose Street, frente a la casa adosada en la que habían vivido Della Porta y Connolly. Era un edificio bajo, sólo de dos plantas, y en él se veía un letrero de SE ALQUILA, que crujía bajo unos ganchos oxidados. Los postigos negros se iban desconchando sin que nadie se diera cuenta y la obra había adquirido el color tostado de renta limitada, a diferencia de los suaves tonos anaranjados que lucían las construcciones coloniales. A su lado se veía un centro de atención diurna y otra casa, también de dos plantas, a la que se le había caído una contraventana del piso de arriba. Junto a dicha casa, un restaurante abandonado y un cartel rosado medio pegado a la tablilla que sellaba la ventana daban fe de un desatinado optimismo.

– Vamos allá, chicas -dijo Bennie parando el motor-. Coge el expediente, DiNunzio. Carrier, la cámara. Tienes que tomar fotos de la calle y de la zona circundante.

– Ahí está – dijo Judy bajando del Ford y levantándose la capucha del impermeable amarillo. Se colgó la cámara al cuello y empezó a disparar, protegiendo el objetivo de la lluvia.

Bennie sacó un bloc del bolso e hizo un rápido bosquejo de la calle, sosteniendo el papel junto a su cuerpo para que no se le mojara. Esbozó las casas y el callejón donde habían encontrado la ropa manchada de sangre, que se encontraba al final del centro de atención diurna, en la parte oeste. Más allá se veían otras dos casas, hasta la esquina de la calle Décima. Se metió en el callejón mientras seguía dibujando el contenedor azul. Continuaba allí, oxidándose, contra la pared de obra del callejón, a la derecha. Éste llegaba hasta la otra calle y, por tanto, podía entrarse en él desde atrás. El esbozo de Bennie, limpio y tratado con fijador, se convertiría en la prueba D-I.