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¿Sería la casa de Winslow? Tenía planta y piso y la rodeaba un jardín espeso y en flor. Bennie distinguió en él las margaritas amarillas, los rosales de flores rojas y rosadas, una dicentra granate y otras plantas perennes. En un parterre elevado distinguió unas hileras de plantas verdes y dalias de color rosa y azulado; los crecidos tallos y las mullidas hojas se agitaban en la fresca brisa nocturna. Bennie notó un cierto resentimiento. Su padre vivía en una preciosa casa de campo; su madre, en un hospital mental. ¿Desde cuándo Winslow disfrutaba de aquellas comodidades mientras su madre vivía como realquilada en minúsculos pisos de los poblados y descuidados bloques de los barrios más ruidosos de Filadelfia? Con una niña a su cargo, o tal vez con dos.

Bennie quitó la llave del contacto, salió del coche y estiró las piernas. La ventanilla trasera había quedado húmeda con la saliva del perro, que había cogido la inclinación correspondiente a la velocidad del vehículo. Bear pegaba contra la puerta con la pata. Bennie lo dejó salir, y él empezó a saltar por la grava, a olisquearlo todo con gran emoción, para emprender luego la carrera hacia delante. A Bennie se le aceleró el corazón al llegar a la puerta de la casa, pintada de color verde. Unas campanillas sonaron en el alero que protegía la entrada. Luego se tranquilizó y llamó a la puerta. Ninguna respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Ésta tenía una abertura en escuadra, por la que Bennie asomó la cabeza. La casa estaba a oscuras y no se notaba en ella movimiento alguno.

Se volvió para mirar hacia atrás. No vio ningún vehículo en ningún sitio. Quizá Winslow no estaba en casa. Llamó con más fuerza. ¿Habría ido hasta allí en vano? Probó la manecilla y comprobó que la puerta se abría. Dudó un momento, sobresaltada, pero Bear entró corriendo por la puerta abierta.

– ¡Maldito perro! -exclamó Bennie; sabía que era la única forma de tratar a un perdiguero-. ¡Ven aquí, malo! -entrechocó los dientes y observó la entrada.

Lo que vio la dejó atónita.

La casa estaba llena de libros. Ocupaban toda la entrada, las paredes de la salita de estar y seguían por la escalera hasta donde le alcanzaba la vista. Los libros con tapas duras se apilaban en las mesas rinconeras, sobre el fino tapete de ganchillo. De pronto, Bear se metió por una puerta a la derecha.

– ¡Eh! -gritó Bennie-. ¡Qué malo eres! -Bear se echó al suelo, agitó la cola y sonrió a su dueña-. Pide perdón -le dijo, señalándolo con el dedo, pero el animal se limitó a olérselo.

Los perdigueros nunca comprenden el gesto hecho con el dedo.

Bennie agarró el collar rojo del perro y asomó la cabeza por la puerta donde había entrado éste: una minúscula cocina con el suelo de linóleo blanco y armarios de madera de un blanco inmaculado. Sobre éstos, un montón de libros y una caja de galletas saladas. En la cocina reinaba la misma tranquilidad que en el resto de la casa.

– ¿Winslow? -llamó desde la entrada-. ¿Hay alguien en casa?

No obtuvo respuesta ni oyó ningún ruido. Esperó, escuchando, y luego se le ocurrió una idea. Winslow no estaba en casa, pero allí quizás encontraría las respuestas que necesitaba. Se armó de valor. La mujer que hasta aquel instante había llevado la bandera de la salvaguardia de las libertades individuales, decidió registrar la casa y apoderarse de todo lo que pudiera.

Entró en la sala de estar. Era una pieza sobria, amueblada sólo con un sofá estampado y una butaca tapizada en zaraza. Encendió una lámpara de cerámica situada sobre una mesa, que proyectó una suave luz amarillenta sobre los libros de las estanterías, y gracias a ella pudo leer los nombres de los autores: Milton, Spenser, Sandburg, Chaucer, Frost. Bennie sacó un delgado libro de la hilera. Un Coney Island de la mente, de Ferlinghetti. Hojeó sus páginas, abarquilladas por la humedad. Otros dedos habían pasado por ellas y el delgado lomo del volumen estaba cuarteado. De forma que alguien había leído a Ferlinghetti, como mínimo una vez. ¿Sería Winslow? No le cuadraba con lo que había imaginado Bennie de él las pocas veces que se había permitido el lujo de pensar en aquel hombre. Volvió a la primera página del libro, en busca de alguna inscripción o el sello de una biblioteca. No encontró nada. Lo cerró y pasó al estante siguiente.

Novela, básicamente clásicos. Una tragedia americana, Ulises, Robinson Crusoe, La Divina Comedia, Los demonios. Los mejores autores: John Steinbeck, P. G. Wodehouse, Aldous Huxley, S. J.

Perelman. Pero le pareció una mezcla demasiado dispar. ¿Un hombre lo suficientemente inteligente para apreciar a S. J. Perelman aguantaría Finnegans Wake? ¿Realmente Winslow leía aquellos libros? Bennie se volvió para echar una ojeada a la sala. No vio aparato de televisión ni de música: únicamente un antiguo teléfono negro. Tampoco vio ningún receptor de radio ni nada colgado en las paredes. Detrás del sofá estaba la librería que contenía los libros más nuevos; se acercó a ella para leer los títulos: El cuidado de las rosas, Manual de jardinero: plantas perennes, El jardín en espacios reducidos. Bennie pasó el dedo sobre los libros y no detectó rastro de polvo.

Sacó algunas conclusiones, una especialidad suya. Winslow era un hombre ordenado, que guardaba y al parecer leía una amplia variedad de libros, prácticamente sin discriminación. Tenía un jardín lleno de flores, y por consiguiente valoraba la naturaleza y las cosas bellas. Su casa se encontraba en perfecto estado a pesar de ser antigua, de forma que tenía que ser disciplinado y trabajador. Estaba al cuidado de una gran propiedad, lo que le conllevaba responsabilidad para mantener el puesto mucho tiempo, el que llevaba, a juzgar por el desarrollo de las plantas de su jardín. Según las apariencias, Winslow era una persona amable y educada. Eso dejando a un lado que tal vez hubiera abandonado a una madre y a una hija, quizás a dos.

De repente sintió la necesidad de saber más cosas. Se acercó a las estanterías, miró entre los libros, palpó la parte de atrás de éstos. Tenía que encontrar algo por allí que le explicara más cosas de Winslow. Se fue a la cocina, buscó en los armarios, también limpios y ordenados, e incluso abrió el frigorífico, que sólo guardaba una botella de Merlot francés. Se precipitó hacia la planta superior, notando el clic-clac de las uñas de Bear en la escalera, detrás de ella. Arriba se encontró en un pequeño rellano con un cuarto de baño a la izquierda, un estudio al lado y luego un dormitorio. Se metió en el estudio, le dio a un interruptor y la estancia quedó levemente iluminada.

El estudio, lleno de libros, no se diferenciaba mucho del resto de la casa, a excepción del enorme escritorio de madera con la antigua carpeta verde encima. Vaciló un momento y luego se dispuso a abrir los cajones del escritorio, con la idea de encontrar facturas, papeles o recibos. Sin embargo, no encontró nada que pudiera explicarle algo más de Winslow. Curioso. En el segundo cajón encontró bolígrafos, lápices, celo en un distribuidor de plástico, pegamento, tijeras, clips. Lo cerró y abrió el siguiente. Contenía un montón de hojas de cartulina negra. Rarísimo. ¿Sólo cartulina negra? Cogió una de las hojas y pasó el dedo por ella. Le recordó el papel negro que había visto pegado en el reverso de las fotos. Tenía el mismo peso y textura y era parecido al de los álbumes de fotos o de recortes. Enseguida le vino a la cabeza algo que Connolly había dicho en la cárcel.

«Me dijo que tiene todos tus recortes.»¡Recortes! ¿Dónde? ¿Le estaba mintiendo Connolly? ¿Mentía Winslow a Connolly? Bennie reflexionó un momento. El hombre podía guardar los recortes en algún tipo de álbum, en un estante, como los libros. Dejó el papel en su sitio, cerró el cajón y se dedicó a buscar un álbum en las estanterías. Allí había volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, la civilización romana, la guerra de Secesión y la monarquía británica. Buscó por detrás de las biografías de Gustave Flaubert y de Benjamín Franklin. Ni rastro de los recortes.