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Leonia siguió adelante, pasó por delante de la celda de Shetrell sin entrar, siguió pasillo abajo y subió por la escalera hacia su piso, donde Alice la perdió de vista.

– ¿Qué haces? -se quejó la compañera de celda de Alice desde su cama-. Estaba leyendo.

– Cállate -dijo Alice.

Estaba intrigada.

18

Bennie metió el dedo en el pequeño sobre de color rosa. Sacó de él una hoja de papel, también rosa. Le costó sacarla, pues al parecer llevaba años allí metida, y la desplegó.

4 de agosto

Querido Bilclass="underline"

Te ruego que intentes comprenderlo. Tengo que marcharme. Algún día te lo explicaré todo. Hasta entonces, recuerda cuánto te quiero.

Siempre tuya,

YO

Bennie quedó con la vista fija en la carta, leyéndola una y otra vez. ¿Cómo? ¿Te dejo? Le habían dicho que Winslow había dejado a su madre, no al contrario.

Agitó la cabeza, estupefacta. La fecha de la carta correspondía aproximadamente a un mes después del nacimiento de Bennie. ¿Habría dejado su madre a su padre con un bebé recién nacido? ¿O con unas gemelas recién nacidas? Aquello no tenía lógica. Parecía increíble.

Pero ahí estaba, sobre el papel. La carta no estaba firmada pero tenía que ser de su madre, pues la letra era de ella. Aun así, hubiera preferido ver en ella como mínimo una «C», para estar más segura. Las fotos, la letra, la forma en que lo había mantenido todo oculto tan fielmente indicaban que la nota pertenecía a su madre, si bien a Bennie se le ocurrió que podría ser una prueba circunstancial. Tal vez estuviera pensando como abogada y no como hija.

Volvió a doblar la nota. Le habían dado temblores y notaba un vacío interior. Metió el papel en el sobre y lo sacó otra vez, sosteniéndolo en la palma de la mano, fijándose en la consistencia del papel de otra época. Notó el leve aroma de éste. Tea Rose, el perfume de su madre, ¿o acaso se lo estaba imaginando? Como fuera, no conseguía volver a introducirlo en el sobre.

Hizo una pausa. ¿De quién sería la nota? ¿Qué secreto tenía que guardar? Al fin y al cabo, era algo cierto, y el hecho de mantenerlo en secreto significaba tratarlo como una propiedad, apartarlo de algún intruso. No obstante, la verdad no era algo de propiedad privada que nadie pudiera quedarse exclusivamente para sí mismo. La verdad tenía que compartirse, ser propiedad común y colectiva. Bennie tenía derecho a saberla, la de su propio nacimiento, y nadie podía atribuirse el derecho a mantenerla apartada de ésta. Realmente la nota le pertenecía. Se la metió en el bolsillo de la chaqueta, colocó el álbum en la caja, la tapó y la empujó bajo la cama.

Se levantó con aire inseguro. Había cambiado su historia, o cuando menos su perspectiva de ésta. Empezaba a cuestionarse todo lo que le habían dicho y lo que no le habían dicho. ¿Habría abandonado su madre a un hombre con un bebé recién nacido, o con gemelas, sin medios de subsistencia? Aquello era una locura.

Pero su madre estaba loca. Completamente loca.

Bennie notó una especie de mareo. Tenía que saber la verdad sobre Connolly. Se había hecho con una pieza del rompecabezas pero no acertaba a ver todo el panorama.

– Vámonos, Bear-dijo, y salió de casa de Winslow con el perdiguero, soñoliento, detrás de ella.

Desde los peldaños situados frente a la puerta divisó contra la oscuridad del cielo el tejado de dos aguas de la casa de los propietarios. Tal vez Winslow estuviera allí, o por lo menos a lo mejor ellos sabían dónde se encontraba. Bennie se acercó rápidamente al Expedition y, jugando, consiguió que Bear saltara deprisa al asiento de atrás.

Cruzó rápidamente un prado cubierto de hierba que le llegaba a los tobillos. Un olor fresco, vegetal, impregnaba la atmósfera, y la luz de las luciérnagas se encendía y apagaba, totalmente ajena al estiércol de caballo que Bennie tenía que ir sorteando como si fueran minas. Llegó a la casa principal, una mansión señorial recubierta también de estuco blanco, como la de Winslow, que, en la oscuridad, adoptaba el brillo del alabastro. Unas enormes columnas blancas sostenían el tejado de pizarra y el porche de delante; el edificio tenía cuatro plantas. Se veían hileras de ventanas con parteluz y postigos verdes. Bennie se detuvo ante la imponente puerta principal y tocó el timbre de latón situado bajo una lámpara de gas.

La puerta se abrió casi al instante, asomando por ella el agradable rostro de una anciana en uniforme.

– ¿En qué puedo servirla? -le preguntó la mujer.

– Me llamo Bennie Rosato y soy abogada. Tengo que hablar con el dueño de esta propiedad.

– ¿A estas horas? -Las grisáceas cejas de la doncella formaban como un alero salpicado de nieve sobre sus ojos-. Todo el mundo ya se ha ido a la cama. ¿Ocurre algo?

– Ejem… no. Estoy intentando localizar a Bill Winslow, el encargado. He pasado por su casa pero no está allí. ¿Sabe usted dónde podría encontrarlo?

– El señor Winslow está de vacaciones, esta semana y las dos siguientes. Todos los años se toma tres semanas.

Bennie se preguntó si se trataba de una coincidencia.

– ¿Sabe usted adonde ha ido de vacaciones?

– No. ¿Quiere que le diga que ha pasado usted?

– Me estaba preguntando cuánto tiempo lleva el señor Winslow trabajando aquí…

– Vamos a ver… El señor Winslow y yo entramos al servicio de la familia más o menos en la misma época, hace ya casi treinta y nueve años.

Bennie disimuló la sorpresa. Había estado allí durante toda la vida de ella.

– De modo que usted debe de conocerlo bien.

– Pues… no.

– ¿En casi cuarenta años?

Los párpados de la doncella se agitaron.

– Yo tengo mis obligaciones en la casa, y el señor Winslow se ocupa de los terrenos. Prefiere mantener su intimidad.

– ¿Tiene familia?

– Que yo sepa, no.

– ¿Hijos?

– No. Tengo que decirle que no estoy al corriente de ello, y que me hace sentirme muy incómoda comentar los asuntos personales del señor Winslow. Le ruego que vuelva cuando haya regresado el señor Winslow.

La doncella cerró la pesada puerta con un sonoro clic en el latón, dejando a Bennie en la calle con sus preguntas.

Una sensación a la que ya se estaba acostumbrando.

Cuando Bennie llegó a casa, encontró su habitación a oscuras y a Grady dormido. Mejor, pensó. No le apetecía hablarle del viaje a Delaware ni de que había alquilado el lugar del crimen. En su vida no había hecho nada parecido ni conocía a ningún penalista que hubiera actuado así. Tenía la sensación de estar cruzando una frontera, pero había decidido seguir. Al haber entrado tan tarde en la defensa de Connolly necesitaba derribar todas las señales de stop.

Se desnudó rápidamente a oscuras, dejó la falda sobre la bicicleta estática y se quitó las zapatillas. Estaba agotada y era consciente de todo el trabajo que le quedaba por hacer. Se acercó al cuarto de baño, seguida por Bear, pero se detuvo a medio camino en el oscuro pasillo. Tenía el estudio a la derecha, aún sin pintar.

Se detuvo ante la puerta y miró hacia el interior. Un rayo de luna entraba por la ventana, proyectando un blanco cuadrado de luz en el desorden de los archivos y los libros de Derecho. Observó con atención la disposición del cuarto: los archivadores con el cajón superior abierto, los estantes, atestados, la mesa del ordenador con la parrilla de la derecha hacia fuera y otra estante-ría, tan descuidada como la primera. La taza de café de la noche anterior seguía ahí; habría dejado un grueso y pegajoso redondel debajo. Su estudio era el equivalente al de Connolly, más cálido y en proceso de reestructuración.