Sorteando el revoltijo del suelo, las cajas de archivos pendientes de ordenación y las muestras de papel pintado, se abrió paso hacia la mesa del ordenador. Bear la siguió y se acurrucó en su punto habitual, bajo la mesa, después de sentarse ella, tirando sin querer del hilo del ratón. La pantalla cobró vida con un irritante sonido eléctrico e inundó la habitación de una luz color cobalto. Bennie situó el ratón sobre el icono de Microsoft Word y abrió una página en blanco en la pantalla. Fijó sus ojos en ella pensando en la sensación que tendría una escritora como Connolly. Bennie siempre había deseado escribir pero nunca lo había admitido ante nadie.
Bennie cerró la página en blanco y pasó a Internet, después escribió «gemelos» en la pestaña de búsqueda. Recibió una lista de páginas Web, la mayoría elaboradas por gemelos para otros gemelos. Apareció en la pantalla una foto de unas niñas con sonrisa idéntica y ortodoncia a juego, lo que le provocó una curiosa sensación de envidia.
Regresó a la búsqueda, tecleó la palabra «adopción» y recibió otra lista sobre el tema. Ojeó las primeras informaciones, centradas en personas adoptadas que habían descubierto a sus padres biológicos, y pasó a las empresas dedicadas a la localización de padres adoptivos y de hijos, con avales de personas adoptadas satisfechas por el servicio. Ninguno de los avales correspondía a padres o hijos recién descubiertos. ¿Por qué?
Se apoyó en el respaldo. El hecho de que a uno le descubrieran constituía como mucho una experiencia ambivalente, y no podía ser la base de un testimonio escueto, conmovedor. Bennie lo sabía por experiencia.
Nunca se había sentido tan perdida como desde el momento en que Connolly la había encontrado.
19
El miércoles por la mañana a primera hora, Bennie circulaba a toda prisa por la calle Veinte en dirección a la biblioteca central de Filadelfia, luchando contracorriente con la marea humana que se dirigía al trabajo con sus trajes de entretiempo, oliendo a gel de baño y a determinación. El estridente rugido del tráfico de la hora punta seguía por Benjamín Franklin Parkway, camino hacia sus ocupaciones, daba la vuelta en Logan Circle y taponaba las cuatro vías de acceso a la ciudad. El sol ya apretaba: eran las nueve de la mañana; el bochorno se hacía insoportable y desencadenaba un concierto de claxons.
Bennie llegó a la fachada en forma de arco de la biblioteca central, un edificio sólido con columnas de mármol que se levantaba majestuoso como un león, junto al parque. Subió la escalinata y abrió la puerta de latón en el instante en que un guardia de seguridad con camisa azul iniciaba el primer turno del día. Bennie quería encontrar a algún testigo, a alguien que recordara la ropa que llevaba puesta Connolly el día en que Della Porta fue asesinado.
Entró deprisa en el vestíbulo, con su espléndida escalera, un recinto en el que se respiraba el silencio y la elegancia que ella recordaba de niña. Unas relucientes vitrinas de cristal rodeaban la amplia estancia con techo abovedado y suelo de mármol color beige, con incrustaciones de malaquita. Bennie abrió la cartera, cogió su bloc de notas y las repasó. Connolly había hablado de algo así como el precioso hierro forjado de la biblioteca. Citó una sala con ese tipo de adornos en su parte superior.
Bennie se detuvo ante una gran estancia en la que se veía un letrero que indicaba: «Préstamos». A uno y otro lado de la puerta había dos mesas y la sala propiamente dicha contenía los estantes de las nuevas publicaciones. Una galería de hierro forjado rodeaba el recinto, pero a ella no le pareció un lugar bonito, además de que imaginaba que tenía que ser el lugar más concurrido de toda la biblioteca. No le parecía el lugar ideal para un escritor. Salió de allí y volvió al vestíbulo. En el extremo opuesto vio otra amplia sala en cuya puerta se indicaba: «Departamento de Música». Era un lugar poco iluminado, probablemente a causa del extraño tono verde de sus ventanas, y tenía pocos adornos de hierro forjado.
Bennie se dirigió a la imponente escalera, también de mármol beige, y apoyó sus dedos en el pulido pasamanos de latón. Avanzó dejando atrás el busto del fundador de la biblioteca y el extravagante candelabro Victoriano de mármol tallado montado sobre las garras de un león, que parecía una lámpara con pies. Siguió hacia el final de la escalera y se metió en la primera sala. En el departamento de Ciencias Sociales encontró una serie de ordenadores, pero la estancia quedaba en semipenumbra pues las cortinas estaban corridas. Salió de allí, decidiendo que aquello tampoco podía calificarse de bonito, cogió de nuevo la escalera y se detuvo en un rellano donde vio un letrero de cristal grueso en el que se leía: «Literatura».
Le pareció bastante pretencioso.
Enfiló el pasillo de mármol y se metió en la sala. Tenía la longitud de toda una manzana, tres plantas, y estaba rodeada de una galería rematada en hierro forjado. En el enlucido del techo se veían arabescos, espirales y figuras victorianas esculpidas. Las ventanas proyectaban una luz indirecta, que llegaba suavemente a las mesas vacías y a la hilera de ordenadores colocados junto a una de las paredes. De pie junto a las estanterías, Bennie pasó el dedo por los libros con tapas de plástico: Milton, Pope, Tennyson, Thomas. Experimentó una cierta sensación de deja vù, de la casa de campo de Delaware. ¿Escribía Connolly en aquella sala? ¿Le habrían atraído los libros por la misma razón que atraían al padre de Bennie? ¿Lo llevaban en los genes, estaba en los suyos?
Oyó que alguien movía una silla y se giró. Una bibliotecaria volvía a su mesa.
– Dispense -dijo Bennie, acercándose a ella-, quisiera hacerle unas preguntas.
– Adelante.
Era una mujer esbelta, de mediana edad, con pelo espeso, plateado y pendientes con un solitario ónix. Llevaba un vestido holgado azul celeste y alpargatas de lona blanca y esbozaba una agradable sonrisa.
– ¿No conocerá usted, por casualidad, a la usuaria de la biblioteca llamada Alice Connolly? Venía a escribir aquí todos los días hasta hace aproximadamente un año.
– Por el nombre no la recuerdo. -La bibliotecaria se volvió hacia una antigua pantalla gris y tecleó unas palabras-. Me constan veinte Alice Connolly como usuarias.
– Habrá dejado la dirección de Trose Street.
– Lo siento. No me consta. No tiene ficha, al menos en la red de bibliotecas de Filadelfia.
Bennie frunció el ceño.
– Puede que no pidiera libros prestados pero creo que escribía en esta sala. Me habló de que utilizaba uno de los ordenadores. ¿Conoce usted a quiénes los usan, como mínimo de vista?
– Sí. A los que vienen habitualmente. En general son estudiantes, pues nuestro fondo está en el campo académico. Respondemos a las necesidades lectivas, y casi siempre vemos las mismas caras. ¿Qué aspecto tiene la señorita Connolly?
– Como yo, aunque más guapa. -El simple hecho de decirlo en voz alta confería validez a la relación-. Su pelo es distinto. Rojo, corto, escalado, y es más delgada que yo.
La mujer la miró de arriba abajo. El trato directo era lo que caracterizaba a las bibliotecarias.
– Pues no, lo siento.
Bennie le dio las gracias, algo confusa. Tendría que investigar en las otras salas. Salió de aquélla, enfiló el corredor de mármol y notó que alguien le tocaba el hombro.
– Alice -dijo una suave voz desde atrás-. ¿Eres tú?
Bennie se volvió. Era un joven delgado con camiseta negra, vaqueros negros y botas Doctor Martens. Llevaba una mochila negra colgada del hombro.
– ¿Se refiere a Alice Connolly? -preguntó Bennie, acercándose a él.
– Un momento…
El joven tenía unos ojos oscuros que, tras las minúsculas gafas de montura mate, iban escudriñando el rostro de Bennie. Tendría unos veinticinco años, aunque la perplejidad le daba aire de niño. Su rostro, además, reflejaba otra emoción que Bennie no acababa de discernir.