– Conoce a Alice Connolly, ¿verdad? ¿Me ha confundido?
– Sí, pero…
– ¿Veía usted a Alice aquí, utilizando los ordenadores?
– ¿Quién es usted?
El joven retrocedió hacia la escalera.
– ¿Y usted quién es? Si es amigo de Alice, quisiera hablar con usted. Soy su abogada.
– No tengo tiempo. Debo irme. Ya tendría que estar fuera.
Llegó hasta la escalera y empezó a bajarla deprisa. Bennie lo siguió, apretando el paso. ¡A ver si no podría alcanzar a un estudiante de arte! Las Doctor Martens resonaban en los peldaños, con Bennie a sus talones. Le tenía a un metro, luego a medio.
– Deténgase -gritó Bennie, casi agarrándole en mitad de la escalera-. Deténgase y hablaremos.
– No sé nada. ¡Déjeme tranquilo!
El joven llegó al rellano y cogió el siguiente tramo, casi patinando sobre el mármol. Bennie intentó detenerlo y no pudo, por lo que él llegó al vestíbulo y siguió lanzado hacia la puerta. Ante ésta se encontraba el mostrador de seguridad con un guardián y un torniquete que le dio una idea a Bennie.
– ¡Detenga a ese joven! -gritó dirigiéndose al guardián-. ¡Me ha quitado el bolso!
– ¡No, no es verdad! -gritó el joven, aunque demasiado tarde.
El torniquete le dio contra la fina cintura y le obligó a doblarse.
– ¡Quieto aquí, caballero! -gritó el guarda, un fornido negro con una camisa azul. Junto a su percha tenía un bate de béisbol con la empuñadura rodeada de cinta adhesiva-. La señora dice que le ha robado el bolso.
– ¡No es verdad!
Bennie simuló una expresión de sorpresa:
– ¡Madre mía, qué tonta soy! Ahora me he acordado de que hoy no he cogido el bolso. ¡Cuánto lo siento!
El guarda puso cara de pocos amigos mirando primero a Bennie y luego al joven.
– Lo siento, caballero. Si no tiene material de la biblioteca que declarar, puede salir.
– Gracias -dijo él, pero Bennie le cogió del hombro.
– No llevo nada que declarar -dijo Bennie al guarda, que la miraba con gesto reprobador, y se apresuró a salir. El exterior se veía animado con gente atareada, turistas y un denso tráfico. Bennie sujetó con más fuerza al muchacho, dirigiéndole hacia el paso de peatones y a Logan Circle-. Tengo que hablar con usted sobre Alice Connolly. Estoy intentando ayudarla. Si se niega a hablar conmigo ahora, tendré que mandarle una citación. Vamos a tener una charla de una u otra forma.
– ¿No me hará nada?
– Soy abogada, no un matón cualquiera.
– ¿Existe alguna diferencia? -exclamó el muchacho.
Bennie le permitió la broma. Siguió llevándole del brazo al cruzar la calle, hasta los bancos situados a la sombra de los árboles alrededor de Swann Fountain.
– Vamos a ver -le dijo luego-. ¿De qué conoce a Alice Connolly?
Le obligó a sentarse en un banco y se situó a su lado, con la proximidad de una amante.
– No conozco a Alice Connolly.
– ¿Tendré que llamar a la policía? ¿Ahora mismo?
– ¿Para repetir que le he robado el bolso? -exclamó él con un mohín, de cara al neblinoso sol.
– Voy a decirles que está obstruyendo la labor de la justicia en un caso de asesinato en el que está en juego una pena de muerte. ¿De qué conoce a Alice Connolly?
El muchacho se arrellanó en el banco. Tenía gotas de sudor en la raya que llevaba al estilo George Clooney.
– De acuerdo, conozco a Alice. La conocía.
– ¿Alice iba a la biblioteca a escribir?
– Fue durante una temporada.
– ¿Y qué hacía usted allí?
– Trabajos para la escuela. Voy a la escuela de Bellas Artes.
– ¿La conoció en la biblioteca?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– En el primer trimestre de hace dos cursos. Ella acababa de llegar a la ciudad. Yo también.
– ¿Qué relación tenían?
– Éramos amigos. Hablábamos. Aunque no mucho. Era difícil llegar a conocerla. Ella trabajaba en el ordenador y yo buscaba documentación o dibujaba. Hacíamos una pausa a la hora de comer. Eso, amigos.
Su prominente nuez iba subiendo y bajando, y Bennie se dio cuenta de que no hacía falta ser detective para formular la siguiente pregunta:
– ¿Salieron juntos?
– No.
– Pero a usted le hubiera gustado.
– ¿Se nota?
Miró a Bennie, sentada a su lado en el banco. Hacía demasiado calor para sacar a relucir los problemas sentimentales.
– No eche a correr ahora mismo. Le perseguiré y acabará lamentándolo.
– Ya lo imagino.
– ¿Cómo se Dama?
– Sebastian Blair.
– Yo soy Bennie Rosato. -Le dio la mano y la del muchacho giró al notar la sujeción-. ¿Ha hablado con la policía sobre Alice?
– En mi vida he hablado con la policía sobre nada. Nunca me he visto en problemas. Y no me apetece meterme ahora.
– Tranquilo. Si habla conmigo enseguida le dejaré en paz. Usted creyó que yo era Alice.
– Sí. ¿Es familiar suya?
Bennie se secó la frente.
– Vamos a charlar un poco. Quiero ayudar a Alice y quiero conocer lo que usted sabe de ella. ¿Qué había entre ustedes dos?
– Estaba enamorado de ella. Ella no. Seguimos siendo amigos. Ni siquiera se lo comenté nunca.
– ¿De qué época estamos hablando?
– Septiembre.
– Por aquel entonces, Alice vivía con alguien, con un poli. ¿Lo sabía?
El muchacho asintió muy a su pesar.
– No era una pareja sólida.
– ¿No?
– Su novio pasaba el tiempo en el gimnasio, creo que entrenaba allí, boxeo o algo así. Ella le acompañaba al gimnasio cuando no estaba en la biblioteca trabajando.
– ¿Eso le contó?
– Sí. Luego, en octubre, conoció a otro tipo. Y dejó de ir a la biblioteca.
– ¿Dónde conoció al otro?
– No lo sé. No venía por la biblioteca. Parecía un abogado.
Bennie arrugó la frente.
– ¿Un abogado? ¿Cómo se llamaba?
– No lo sé. No me lo dijo.
– ¿No se lo preguntó?
– No.
Bennie suspiró profundamente.
– ¿Hay otro que le quita la mujer a la que ama y ni tan sólo quiere saber de quién se trata, Sebastian?
El artista esbozó una leve sonrisa.
– Lo intenté, pero Alice no quería hablar de él. No quería hablar de casi nada después de haberlo conocido. Al cabo de poco ya no apareció por la biblioteca. Me dejó un poco tirado.
– En mayo del año pasado asesinaron a su novio. Tengo que investigar dónde estaba ella aquel día. A qué hora llegó a la biblioteca, a qué hora salió, incluso la ropa que vestía.
– Ahí no puedo ayudarla. Llevaba ya tiempo sin aparecer por aquí.
Apartó la mirada, fijándola en la Swann Fountain y Bennie le imitó el gesto. Por primera vez se fijó en los tres niños que jugaban en la fuente, con el pantalón y la camiseta empapados, totalmente ajenos a la atareada multitud. Chapoteaban y pataleaban en el estanque circular y Bennie quedó embobada con los gráciles desnudos del centro de la fuente.
– ¿Cree que se acostaba con ese abogado? -preguntó Bennie.
– Pse.
– ¿Qué más sabe de él?
– Un tipo con pasta. Llevaba un Mercedes. Apareció un par de veces a recogerla.
– ¿Qué tipo de Mercedes?
– Uno normal. Nuevo.
– ¿De qué color?
– Marrón mierda.
Bennie intentó resolver el enigma. Connolly no le había contado nada de todo aquello.
– ¿Qué aspecto tenía el abogado?
– Rico. Pijo. -La barbilla del joven se hundió bajo su mano, en un gesto que recordaba una versión en plan perdidamente enamorado de El pensador que se encontraba frente al Museo Rodin, al final de Parkway-. Más rico y pijo que yo, seguro.
– ¿Blanco o negro? ¿Pelo claro u oscuro? Usted es un artista, Sebastian, y se supone que se fija en los detalles. Hágame una descripción del hombre.