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– ¿Es su historial o no, abogada?

– Pues… sí.

Por nada del mundo quería que pegaran a Connolly.

– ¡Pues cójalo! -le ordenó la funcionaría.

Bennie cogió rápidamente el sobre y se lo puso bajo el brazo. Notaba la boca terriblemente seca y el pecho comprimido. Tenía que salir de la cárcel. Corrió en busca de la salida, sujetando aquel sobre que no quería contra los senos.

3

Cuatro policías se apretujaron en el compartimiento más alejado de la puerta que tenían por costumbre utilizar en Little Pete's. Se combaron las hombreras de tela azul al instalarse en los bancos de vinilo, mientras las radios descansaban, silenciosas, en los gruesos cinturones de cuero. En el centro de la mesa, las negras porras iban rodando juntas como almadías urbanas. Las gorras azules con cordones, cada una con su gruesa insignia cromada encima de la visera de charol negro, aguardaban en fila en un estante próximo. Era pronto para el almuerzo, como llamaban a cada comida los del turno de noche, pero a James Lenihan, Surf, le obsesionaba otra cosa.

Le habían puesto el sobrenombre de Surf porque su aspecto se adecuaba al papeclass="underline" pelo rubio aclarado por el sol, cuerpo curtido y musculoso a causa de los veranos en que había trabajado como socorrista en South Jersey. Surf poseía el impaciente metabolismo del atleta nato y siempre le picaba un gusanillo u otro: el nuevo contrato, los siguientes destinos, el calendario judicial. Se inclinó para hablar, a pesar de que el Little Pete's estaba casi vacío.

– En serio -murmuró, pero Sean McShea soltó tal carcajada que estuvo en un tris de ahogarse con el filete al queso, y Art Reston le llamó gilipollas.

– Pero ¿cómo puedes tragarte semejante majadería? -preguntó Reston sin dejar de mover la cabeza.

Era un hombre alto y fuerte, con un oscuro bigote bien cuidado que disimulaba su labio superior excesivamente fino y unos ojos castaños que mostraban un brillo de escepticismo profesional. Los quince años que Reston había pasado en el cuerpo le enseñaron a no creerse nada a menos que se lo ratificara la balística, el informe forense o el presidente del sindicato.

– No lo dudéis. -Surf golpeaba contra la mesa con el canto de la mano-. Rosato es hermana gemela de Connolly. Lo ha dicho la amiga de Katie, la que trabaja en el centro. Le ha dicho a Katie que hoy Rosato ha ido a verla.

– Te la han dado con queso.

Reston metió su bocadillo de jamón y pimiento en un cesto de plástico rojo que tenía la inexplicable forma de un barco. A su lado, Sean McShea, con la carcajada aún en los labios, arrancaba una servilleta del servilletero de acero inoxidable. Aquel hombre regordete y alegre, de nariz protuberante y sonrosadas mejillas, habría representado a la perfección el papel de Santa Claus en un hospital infantil. Su ancho rostro enrojecía de regocijo mientras se secaba los labios y dejaba una mancha de kétchup en la rugosa servilleta.

– ¿Cómo iba a dármela con queso? -respondió Surf-. ¿Por qué iba a hacerlo?

– Y a mí qué cono me cuentas; puede que te tire los tejos. Que quiera que le des un hueso a roer, a ser posible el tuyo.

Reston se echó a reír pero la expresión de Surf siguió reflejando inquietud.

– Si no me creéis, podéis comprobar el registro. Hablo en serio. Rosato ha estado allí. Y Katie ha dicho que además son idénticas.

– Sandeces. -Por fin McShea dejó de reír y se secó los ojos con la otra punta de la manchada servilleta-. Si fueran tan iguales, alguien se habría dado cuenta ya de ello.

– No. -Surf negaba con la cabeza-. Connolly lleva el pelo teñido de rojo. Rosato es rubia. Además, Rosato es más fuerte, ¿no te acuerdas?

– No, yo nunca la he visto, ni puta idea -saltó Reston-. Es una taleguera, chaval. Un putón. Esa Connolly es una catedrática del chanchullo. Si no, fíjate cómo nos lió.

– Y si se trata de una patraña, ¿qué? Da igual. Suponiendo que Connolly consiga convencer a Rosato para que le lleve el caso, nos ha jodido.

Junto a Surf, Joe Citrone iba escuchando en un silencio sepulcral. Joe estaba a punto de jubilarse y era un hombre alto, de nariz huesuda, que ponían entre corchetes unas prolongadas arrugas procedentes de su diminuta boca y la puntiaguda barbilla. Joe nunca hablaba mucho y Surf siempre le había considerado una persona triste por las oscuras manchas que suelen tener los italianos bajo los ojos. A pesar de todo, Joe era el poli más listo que él conocía.

– Oye Joe -dijo Surf, volviéndose hacia él-. ¿Tú qué opinas? La amiga de Katie dice que son idénticas. ¿Por qué iba a fastidiarnos?

– No lo sé.

– ¿Conoces a la amiga de Katie? Tú conoces a todo el mundo.

– La hija de Scotty.

– Ésa es. ¿Por qué iba a decir sandeces sobre Katie en algo así?

– No lo sé.

– ¿Crees que son gemelas?

– No lo sé.

McShea empezó a reír otra vez.

– Joe en el estrado de los testigos: «No. No. No. No lo sé».

– ¡El juego de Joe! ¡El juego de Joe! ¡El juego de Joe! -gritaron todos a excepción de Surf, aporreando la mesa. Aquél era el juego de Joe, al que jugaban siempre para tomar el pelo a Citrone-. Joe en su casa -empezó Reston-. La parienta dice: «¿Te apetecen unos espaguetis, cariño?». «No lo sé.» «¿Te lo has pasado bien en Disneylandia?» «No lo sé.» «¿Me quieres, cariño?» «No.»McShea iba pegando contra la mesa con su fornida mano.

– ¡Tengo otra! Joe en la cama. -Sus animados rasgos adoptaron una gran inexpresividad-. «No, no, no. ¡Oh!»Citrone no hizo caso a las risas y terminó su filete al queso, lo que no consiguió otra cosa que arrancar más carcajadas de McShea y Reston. Surf no soportaba aquello. ¿Qué les había dado a aquellos gilipollas? Tal vez Joe no fuera tan listo. Quizá no hablaba por no dejar patente su estupidez.

– No tenía que haberme metido en eso -dijo Surf-. Lo sabía. ¡Anda si lo sabía!

– Déjalo ya, te estás poniendo en evidencia -dijo Reston con una mueca-. ¡Huy, cómo me asusta Rosato!

Surf movía la cabeza.

– Es más inteligente que el inútil que le lleva el caso ahora. Y no es de los nuestros.

– ¡Vaya problemón! -comentó Reston-. Tiene un bufete de tías. Oye, ¿tendrán todas la regla a la vez? -pegó un codazo a McShea-. ¡Valiente pesadilla! Un montón de abogadas con la regla.

McShea dejó de reír, captó el gesto de preocupación del rostro de Surf y luego pegó una palmadita en la barbilla del novato.

– Tranquilo. Si Rosato coge el caso, y desde ahora te aseguro que no lo hará, no va a tener tiempo para prepararlo. ¿Qué falta? ¿Una semana? Y pasará la mitad del tiempo concediendo entrevistas… periódicos, tele. Ya la conoces. Cuando no está en el estrado, la ves frente a una cámara.

– ¡Cotorreando! -exclamó Reston, pero Surf le fulminó con la mirada.

– Si tú no haces nada al respecto, ya lo haré yo.

Citrone se frotaba las puntas de los dedos, desprendiéndose de unas invisibles migas.

– No lo hagas, muchacho -dijo en voz baja.

– ¿Que no haga qué? ¿Resolverlo?

La expresión de Citrone no cambió.

– No te muevas.

– Yo puedo resolverlo. Sé qué hay que hacer. No puedo quedarme así, rascándome los cojones.

– Yo lo solucionaré -dijo Citrone, y todo el mundo lo tomó como la última palabra.

Es decir, todos menos Surf.

4

Alice Connolly estaba tumbada en la estrecha cama de su celda. Ninguna interna se quedaba allí durante las horas de libre acceso al exterior a menos que quisiera hacer algo que no le apeteciera que vieran las funcionarias o que hiciera algo con alguna de éstas a escondidas del resto, pero Alice pasaba todo el tiempo sola en la celda. Había puesto las cosas claras a Diane, una blanca pobre del Sur con quien compartía la celda: «No aparezcas por aquí ni en pintura». Diane había seguido el consejo. La muchacha sólo tenía veintitrés años pero aparentaba unos cincuenta a causa del crack. Los adictos a la pipa parecían haber nacido a los cincuenta.