Alice se retorcía para conseguir una postura cómoda en la cama. La celda, de cemento gris, contenía un lavabo de acero inoxidable sobre el que colgaba un espejo de plástico del tamaño de un periódico. Un esmirriado estante de fórmica montado en la pared hacía las veces de escritorio y frente a él, un destartalado taburete sujeto al suelo, al lado de la taza del inodoro, también de acero inoxidable. Ésta no tenía tapa y la celda apestaba. Alice ni se molestaba en ponerse de espaldas al váter; sabía que no cambiaría nada. Seguía tendida en la incómoda cama con la vista fija en la pared que tenía enfrente.
Alice no tenía nada personal en la celda, a diferencia de la mayoría de internas. Ninguna foto de algún novio con una lata de cerveza en la mano ni de grupos escolares sobre un fondo de imitación de cielo azul. La última moda en el centro eran las páginas de revista dobladas formando un abanico. Las mujeres las colocaban en los botes para lápices como si fueran ramos de flores, en su intento de dar un toque acogedor a la cutre estancia. ¡Encima! Alice no le veía la gracia. Desde el día en que le entregaron el uniforme y le mostraron la celda, había invertido hasta el último minuto pensando en la forma de salir de allí. Estaba convencida de que la condenarían. No estaba dispuesta a llegar al juicio y dejar que Pennsylvania le exprimiera todo el jugo en el tribunal.
Así pues, desde el primer día Alice se convirtió en la reclusa modelo. Fregaba el suelo de la cocina, restregaba la capa de mugre de las duchas, enseñaba informática. Intentaba encontrar la forma de pasar inadvertida, lo que fuera. Establecía contacto con la dirección de las bandas, con las de los turbantes y las hispanas, en un intento de aprender lo que podían enseñarle. Incluso sacaba información a Valencia, una espalda mojada, su camello particular. Pero en un año Alice no había llegado a ninguna parte. El juicio estaba a la vuelta de la esquina.
Y de pronto le cayó del cielo la única chispa de suerte en su vida. Ocurrió que la funcionaría llamó a la puerta de su celda diciéndole que una persona llamada William Winslow quería verla.
«No conozco a nadie que se llame Winslow», había contestado Alice, pero aquello le picó la curiosidad. Se puso aquel feo peto naranja después del cacheo, la pulsera de plástico con el código de barras y bajó a la sala de visitas. Ésta era amplia, con sillas de acero inoxidable colocadas frente a frente en grupos de cuatro, y estaban todas ocupadas. Las familias no paraban de gritar y los novios hacían lo que podían bajo el cartel de PROHIBIDO BESARSE. Vio sentado en solitario a un anciano con aspecto de espantapájaros. Era alto y delgado, con la cabeza inclinada hacia delante como si le hubieran rellenado el cuello de heno. Llevaba una americana sport, una camisa de franela y un sombrero de fieltro marrón, que se levantó al ver a Alice.
¿Aquel vejete era su visitante? Alice estuvo a punto de soltar una carcajada. Fue a sentarse frente a él. El hombre iba aclarándose la voz pero no conseguía articular palabra alguna. Tenía el rostro curtido y arrugado. Alice le preguntó quién era y por qué estaba allí. El hombre le contestó que ella era su hija. Dijo que la había entregado en adopción.
«¿De qué coño me está hablando?», fue la respuesta de ella. Por lo que sabía, nadie la había adoptado, aunque sus padres hacía ya demasiado tiempo que criaban malvas para preguntárselo. Tampoco habían sido nada del otro mundo cuando había podido acceder a ellos.
«Ésa eres tú, de bebé», le había dicho el espantapájaros, sosteniendo con mano temblorosa una foto en blanco y negro.
Perfecto. Le daba igual. Un viejales, tal vez con demencia senil. Cogió la foto de un bebé rechoncho con ojos muy redondos. Tenía el aspecto de cualquier bebé del mundo. Alice le devolvió la foto y le dijo que se fuera a tomar viento. Habría pasado demasiado tiempo en los maizales. Pero a partir de aquel día, Bill siguió acudiendo a visitarla una vez al mes durante unos seis meses. Las guardianas bromeaban diciéndole que tenía un Jan, algo que sucedía constantemente. Tipos puteros a los que gustaban las chicas malas y les llevaban tonterías. A veces las hacían ellos mismos, como el joven jamaicano que llevaba a Diane cajitas forradas con fotos. Otros les llevaban dinero.
Winslow nunca ofreció dinero a Alice, pero ella aceptó las visitas con la idea de que tal vez podría utilizarlo. De una forma u otra, podía utilizarse a todo el mundo, incluso a un chiflado. El hombre siempre le preguntaba por su defensa y fruncía el ceño cada vez que Alice le decía que su abogado era un desgraciado. Se fijó en la reacción de él y lo aprovechó, pinchándole para que le consiguiera otro. Entonces, hacía unos días, el viejo soltó la bomba: «Tienes una hermana gemela, Alice. Tu hermana es la mejor letrada de la ciudad. Domina todo lo que se refiere a la policía. Ha llegado el momento de que la llames. Enséñale esto».
¡Vaya con Bill! Le pasó un sobre. Alice echó un vistazo a su interior y tuvo la impresión de haber acertado en la lotería. Le daba igual que fuera verdad o que aquel chalado estuviera realmente como una regadera. Aquello podía ser su salvación. El billete de salida. Pero había una cosa que no entendía: «¿Por qué cono no me lo dijiste antes? Llevo un año pudriéndome en el talego. ¡Hace mucho que podía haber llamado a Rosato!».
El espantapájaros quedó pasmado ante la airada respuesta y empezó a apretar y soltar el ala del sombrero que tenía entre las manos. «Creía que todo iría bien, Alice. Pensaba que tenías un buen abogado. Ahora veo que necesitas a Bennie.»Alice cambió de postura en la combada cama. ¡Una buena broma! ¿Bennie Rosato, la famosa abogada de causas perdidas, hermana gemela suya? ¿Y qué? En realidad no sabía si Rosato era su hermana gemela y además le importaba un bledo, pero así empezó. Alice tenía que convencer a Rosato de que eran gemelas; por tanto tenía mucho trabajo por delante. Leer los periódicos y memorizar los artículos sobre Rosato y sus casos. Navegó por Internet en busca del sitio Web del bufete de Rosato, y cuando lo encontró vio el aspecto que tenía la abogada y cómo vestía. Empezó a comer para ganar unos kilos y decidió dejarse crecer el pelo como el de Rosato. Incluso veía las noticias en el canal de los tribunales con la intención de conseguir imitar la voz de Rosato.
También se convirtió en una experta en el tema de los gemelos. Empolló a fondo el tema como si su vida dependiera de ello, pues en realidad así era. Entró en la red en busca de libros y páginas Web que tocaran el tema de los gemelos para poder pescar una serie de detalles y vender así la historia a Rosato. Lo estudió desde el punto de vista médico y consiguió, incluso, los recuerdos del interior del útero. No disponía de mucho tiempo y en unos días aprendió todo lo que pudo. Casi llegó a convencerse a sí misma de ello. Quizá la habían adoptado. Quizás era cierto que tenía una hermana gemela. Aquello le habría explicado algunas cosas, como lo poco que le gustaba estar sola. Y también el hecho de que siempre habían pensado que no se parecía a sus padres. ¡Qué diferentes eran de ella! Aburridos. Estúpidos, perdedores.
Alice se mentalizó para conocer a Rosato. Supo que estaba a punto la noche en que la abogada salió en las noticias. Una rápida instantánea de Rosato y una de las del turbante que estaba viendo la tele gritó: «Es idéntica a ti, Alice».
«Evidentemente», dijo Alice para sus adentros. A la mañana siguiente llamó a Rosato y la abogada acudió corriendo. La entrevista no había salido perfecta, pero Rosato volvería. La abogada había quedado confundida, pero lo superaría. Sentiría curiosidad por Alice. Por ella misma.