Una silueta rechoncha con uniforme azul, correteando por el pasillo, interrumpió las cavilaciones de Alice. Valencia Mendoza llegó a su puerta y asomó la cabeza por la celda. Unos tirabuzones largos, de pelo grueso, enmarcaban los rasgos suavizados por un exceso de grasa y una generosa capa de maquillaje. Alice se incorporó en la cama soltando un profundo suspiro.
– ¿Qué quieres? -le preguntó notando cómo el perfume barato de Valencia impregnaba la estancia.
Incluso sofocaba la peste del inodoro, pero Alice no estaba segura del olor por el que se inclinaría.
– No quiero nada -respondió Valencia con su voz de niña.
– ¿Por qué has venido, pues?
– Estoy preocupada.
– No tengo tiempo para tus preocupaciones. -¡Qué insoportable le parecía aquella hispana! Eran gente trabajadora, acostumbrada a recibir órdenes, pero pesadísimos-. No tienes que preocuparte por nada.
– Hace una semana que no sé nada de mi Santo -dijo Valencia, intranquila-. Mi madre me llama cada semana y me dice cómo le va. Lo pone al teléfono. Esta semana no ha llamado, algo pasa.
– Santo está bien. Tu madre recibió el dinero ayer. -Alice hizo una pausa, revisando mentalmente la historia. Resultaba difícil seguir la pista de los pagos sin el ordenador portátil, pero nadie proporcionaba estos aparatos a las personas encarceladas. Algo cruel y fuera de lo común-. Santo está bien.
– ¿Recibió el dinero ayer? ¿Por qué no llamó?
– No lo sé, Valencia. Yo no conozco a tu madre. Tal vez haya conocido a alguien.
Los maquillados párpados de Valencia se agitaron levemente.
– La última vez que hablé con ella, Santo tenía otra infección de oído. El médico dijo que si tenía otra, tendrían que abrirlo. Y eso es caro.
– ¿Pero tú qué quieres, sangrarme o qué?
Alice entrecerró los ojos y las uñas color escarlata de Valencia volaron hacia el rosario de plástico azul que llevaba en el cuello.
– No, no, Alice, yo no.
– Te lo montas mal. Y yo que te consideraba una buena chica… -dijo Alice mirando a su empleada.
Valencia era novia de un peso gallo, y Alice la había reclutado enseguida. Valencia era más lista que la mayoría, oportuna en los recados, y siempre hacía lo que se le mandaba. Luego se quedó embarazada y aquello la destrozó. Metió material en los pañales de Santo y la ligaron. El truco más viejo del mundo.
– Soy buena chica -respondió Valencia-. Yo no te sangro. Nunca. Yo no.
– Tu madre recibirá el dinero todas las semanas si sigues cerrando la boca. Ése es el trato. Ya sabes que ése es el trato, aunque el inglés no se te dé muy bien.
– Vale.
– ¿Vale, qué?
– Sí, sé el trato -respondió Valencia, asintiendo-. Lo juro.
– En el trato no hay más. Ni abrir, ni nada. -Alice se levantó, puso la mano sobre el mullido hombro de Valencia y le pegó un apretón-. En cuanto dejes de ser una buena chica, yo dejo lo del dinero. ¿Y qué será de Santo entonces? Dímelo tú, Valencia.
– Yo no digo nada.
Las cejas de Valencia descendieron. Las llevaba tan pintadas que parecía que un crío se hubiera entretenido haciendo garabatos en sus contornos. Y lo mismo ocurría con el lápiz de labios, del color de la gelatina de cereza, que embadurnaba sus abultados labios.
– Tú quieres a Santo, ¿verdad? -Alice hundió sus fuertes dedos en el hombro de Valencia.
– Claro que quiero a mi Santo. Es mi niño. No diré nada.
– Y no creo que Miguel quiera cuidar de Santo, ¿eh? Sobre todo con los combates que consigue. Si ni siquiera se casará contigo. Vamos a ver, ¿lo hará? -Los oscuros ojos de Valencia se empañaron y Alice sintió asco-. ¿Lo hará, Valencia?
– No -respondió, casi en un susurro.
– ¿Quién se ocupa de Santo, Valencia?
– Tú.
– Eso es. Yo. No lo olvides. -La soltó-. Y deja de llorar. Si hace falta que abran al niño, también lo arreglaremos. Lo arreglaré yo. ¿Oyes?
– Sí.
El labio inferior de la muchacha temblaba y una lágrima descendía por su mejilla.
– ¿Qué tienes que hacer tú, Valencia? ¿Lo sabes?
– Lo sé.
– Tienes que cerrar el pico. Cerrar ese jodido pico.
– Cerrar ese jodido pico -repitió Valencia, estallando en llanto.
Alice sonrió con tristeza. Valencia era, en definitiva, un cabo suelto. Y Alice ya no podía permitirse ningún cabo suelto.
5
– Por favor, atienda a mis llamadas -dijo Bennie, y salió disparada pasando por delante de la asombrada recepcionista con un aire que asustó incluso al resto de colaboradoras y secretarias.
Avanzó por el pasillo de su despacho, dejando atrás las mesas de pino con sus ordenadores y el grabado de Thomas Eakins en el que se veía a un remero en el río Schuylkill. Bennie, que también era remera de élite, practicaba diariamente en el mismo río deslizándose bajo los arcos de piedra que tan fielmente reproducía el artista. Normalmente su mirada se fijaba en alguno de los grabados al pasar, pero no aquella tarde. ¿Una hermana gemela? ¿Era posible? Ni hablar.
Bennie no había abierto el sobre en el coche. Lo había dejado en el asiento del acompañante, y le había parecido algo tan indiscreto como un autoestopista. «Te demostrará que todo lo que digo es cierto», le había dicho Connolly. Aquella voz era muy parecida a la de Bennie, y la risa casi un eco de la suya. Pero se trataba de un ardid, no podía ser otra cosa. Las cárceles estaban llenas de embaucadores, todos buscaban asistencia legal gratuita. Bennie recibía casi todos los días cartas de reclusos, y el correo aumentaba cada vez que aparecía en televisión. Connolly simplemente había elegido una aproximación más original.
Bennie entró en su despacho, cerró la puerta, sacó el sobre de la cartera y abrió la arrugada solapa amarillenta. Contenía tres fotos, una de veinte por veinticinco y otras dos más pequeñas, del tamaño típico de instantánea. Le llamó la atención la grande. Era en blanco y negro y en ella se veía doce pilotos frente a un avión en el que se notaba mucho el grano de la foto. La sombra de la hélice se proyectaba en las remachadas planchas del aparato y los soldados de las fuerzas aéreas miraban a la cámara colocados en dos filas, como un jurado. En la fila posterior, una alineación de hombres vestidos con cazadoras de aviador, corbata grisácea y gorra con insignias. Delante, otra hilera de pilotos arrodillados con gorras forradas de basta lana. El piloto situado a la izquierda de la fila de abajo posaba apoyándose en una sola rodilla y tenía unos ojos claros, que Bennie identificó. Los suyos.
Tragó saliva. Los ojos del soldado eran redondos y grandes como los suyos, pese a que forzaba la vista, ya que se encontraba cara al sol. Tenía la nariz más larga que la de Bennie y los labios algo más finos, pero el pelo era rubio rojizo como el suyo. Notó como una sacudida en las entrañas y dio la vuelta a la foto. «Foto oficial de la tripulación», vio escrito en el reverso con letra clara y aplicada. «Tripulación del teniente Boyd, Escuadrón de Bombardeo 235, Grupo de Bombardeo 106, Segunda División, 8.a Fuerza Aérea.» Habían escrito los nombres de los de la fila de atrás con la misma letra que las de todos los tenientes. La mirada de Bennie pasó rápidamente al final de la segunda línea. Una lista de sargentos que acababa con el nombre del último: William S. Winslow. Bill Winslow.
Papá.
¿Papá? Bennie consultó el reloj. Aún tenía posibilidades de descubrirlo aquel día. Cogió la foto del grupo y dio una ojeada a las pequeñas. Pensaba mirarlas bien por el camino. Tenía que llegar antes de que se acabara el horario de visitas.
Los últimos rayos de sol difundían una oscura luz dorada en las ventanas de estilo neoclásico, dibujando unos relucientes arcos en la alfombra oriental. La sala de estar era espaciosa y en ella se veían gastados sillones antiguos y sofás, agrupados alrededor de mesitas de caoba. En las paredes, óleos con paisajes y el retrato de un médico con semblante sombrío, con traje, chaleco y una cadena de reloj, iluminado por un aplique de latón. El lugar estaba decorado siguiendo el modelo de la elegancia de rancio abolengo. Nadie habría imaginado que se trataba de un hospital mental.