– Damas y caballeros del jurado -empezó-, me llamo Dorsey Hilliard y represento al pueblo del estado de Pennsylvania contra Alice Connolly. Se juzga a la acusada por un delito de asesinato, la muerte de su amante, el inspector Anthony Della Porta. No soy partidario de extenderme en los argumentos. Prefiero que mis testigos hablen por mí. Así pues, seré breve.
Hilliard levantó la voz, haciendo resonar los bajos con una cadencia firme y eficiente.
– El Estado demostrará que durante la noche del asesinato los amantes se pelearon, como hacían cada vez con más frecuencia. Tras la pelea, la acusada disparó contra el inspector Anthony Della Porta a quemarropa en la cabeza con un arma de fuego. El Estado demostrará que la acusada actuó intencionadamente y de forma premeditada contra el inspector Della Porta, uno de los agentes del Departamento de Policía de Filadelfia más respetados y condecorados.
Bennie cambió de posición en su asiento pensando en el dinero que había encontrado bajo las tablas del suelo. ¿Cómo demonios podía introducirlo?
– Las pruebas demostrarán que los vecinos oyeron el mortal disparo y vieron huir a la acusada del lugar del crimen. La policía llegó a dicho lugar y también la vio huir, con una bolsa de plástico en la mano. La vieron correr hacia un callejón para escapar de ellos. Sólo pudieron detenerla tras una persecución y finalmente inmovilizándola en el suelo. Incluso entonces, la acusada luchó por huir, y lo que les dijo durante la detención no sólo va a sorprenderles sino que les demostrará sin lugar a dudas que ella es culpable de este crimen.
En la mesa de la defensa, Bennie intentaba no mostrarse afectada. Imaginaba lo que iban a inventar los polis. Junto a ella, Connolly no paraba quieta, si bien Bennie no habría sabido decir si la inquietud era una pose o fruto de los nervios.
Tras una pausa, Hilliard continuó.
– En cuanto la acusada estuvo bajo custodia, la policía llevó a cabo un registro completo en Trose Street, y también en el callejón en el que se había metido la acusada. Les presentarán pruebas de que en dicho callejón había un contenedor, en el cual los funcionarios de policía encontraron la bolsa de plástico que contenía ropa de la acusada. Los expertos les explicarán que dicha ropa estaba empapada de sangre aún caliente, la del inspector Della Porta. – Hilliard hizo otra pausa, como pidiendo un minuto de silencio-. Con la ayuda de los últimos testigos oculares del Estado, todos ustedes tendrán la absoluta certeza de que la acusada mató a Anthony Della Porta y es culpable de asesinato. He de agradecerles su atención, su servicio al Estado y a nuestro país.
Hilliard cogió de nuevo las muletas y volvió a su asiento.
– Señorita Rosato -dijo el juez Guthrie-, estamos listos para escuchar su alegato.
Movió algún papel en el estrado sin levantar la vista. El negro telón de fondo de mármol situado tras el estrado brillaba opacamente y el disco dorado de piel sintética del Estado relucía como un sol falto de lustre.
Bennie se levantó con una expresión de seguridad simulada. Se dirigió hacia el jurado, evitando el estrado. Siempre hacía sus alegatos de pie frente al jurado, hablándoles cara a cara. En general sabía exactamente lo que iba a decir.
Aquel día, no.
2
Bennie hizo deslizar las manos en los bolsillos de la falda y se mantuvo un momento en silencio, con la cabeza baja, intentando poner en orden sus ideas. Pensó en su madre y en Connolly. Seguidamente en el TransAm negro, al que buscaba con la mirada en cada desplazamiento, y en las reclusas muertas. El fenómeno más raro que podía darse en una sala era que un letrado guardara silencio, por ello Bennie, más que oír sintió la gran quietud de la estancia y la espera del jurado, con los ojos fijos en ella. Levantó la vista, clarificó su mente e hizo algo más sorprendente: decidió contárselo todo, y toda la verdad.
– Mi nombre es Bennie Rosato y represento a Alice Connolly, a quien se acusa de asesinato en este caso. Recuerdo haberles seleccionado a ustedes y que forman un grupo inteligente; por consiguiente, como tal, voy a dirigirme a todos ustedes. Sin duda se habrán dado cuenta de que entre Alice Connolly y yo existe un gran parecido. En realidad parecemos gemelas idénticas.
– Protesto, señoría -intervino Hilliard, incorporándose en su asiento con la ayuda de los dos sólidos brazos-. Las relaciones familiares de la señorita Rosato son irrelevantes en este caso.
El juez Guthrie se apartó las gafas de la nariz.
– Sírvase acercarse al estrado, letrada.
– Sí, señoría.
Bennie, tragando saliva, se dirigió hacia la tarima, donde la recibió Hilliard, levantándose, al lado de la relatora.
El juez Guthrie se inclinó un poco hacia delante.
– ¿Qué ocurre aquí, señora Rosato?
– Estoy empezando mi exposición inicial, señoría. Quisiera abordar directamente una cuestión que sin duda se está planteando el jurado, como supongo se plantea usted mismo.
– Sus relaciones personales no tienen nada que ver con la culpabilidad o la inocencia de la acusada. -El juez Guthrie se movió con gesto incómodo y los exuberantes pliegues de su toga brillaron bajo la luz que llegaba de la parte superior de la sala-. Una relación de hermanas gemelas es, como mucho, circunstancial en el caso.
– Por supuesto que es circunstancial -aceptó Hilliard, en tono enojado, si bien bajo-. De hecho no sólo circunstancial sino irrelevante y pernicioso.
Bennie levantó una mano algo temblorosa.
– Eso mismo opino yo. Es una cuestión circunstancial, pero puede distraer al jurado e impedir que se concentre en las pruebas. Si no abordo el tema desde el principio, pueden pasar todo el juicio pensando: ¿son o no son gemelas?
La afeitada cabeza de Hilliard se volvió como movida por un resorte hacia el juez.
– ¿Pretende la defensa que nos creamos que no ha influido usted en el aspecto de su defendida en su comparecencia, señoría? ¿Que no la mantuvo oculta durante la selección del jurado? La señora Rosato pretende que el jurado establezca la relación entre ella y su dienta. Llevan el pelo y la ropa idénticos. Se las ha compuesto para dar credibilidad a la acusada sin decir nada.
Bennie se agarró a la mesa con un gesto más perentorio de lo que hubiera querido.
– Estoy intentando distender la situación, señoría, poniendo el tema sobre la mesa. La señorita Connolly puede ser condenada a la pena capital y en calidad de defensa sería un error que no se me ofreciera la opción de despejar cualquier punto que le limite la posibilidad de tener un juicio justo. Tengo derecho a concluir mi exposición preliminar, señoría. No… tengo otra opción.
El juez Guthrie frunció el ceño.
– Protesta denegada por el momento. Sin embargo, tenga presente, señorita Rosato, que si existe legislación contra este tipo de artimaña, mis ayudantes van a aplicarla. Por otro lado, cualquier intento que haga la defensa de corroborar la inocencia de la acusada será considerado como desacato al tribunal. Prosiga, señorita Rosato, pero hágalo con la máxima cautela.
– Gracias, señoría -asintió Bennie, aunque tuvo la impresión de haber recibido una puñalada.
Hilliard volvió a la mesa de la acusación y ella, hacia el jurado, mirando directamente a los ojos a una anciana negra, sentada en el centro de la primera fila. Belle Highwater, de sesenta y dos años, bibliotecaria; Bennie la recordaba del expediente del jurado. El pelo lacio de la mujer se rizaba y adoptaba un tono grisáceo en la parte de las sienes; su frente estaba dividida por un pliegue que Bennie esperaba no haber provocado ella.