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Soltando un suspiro, apagó el motor, salió del coche y volvió al 3010 de Winchester Street.

4

El agente Sean McShea se encontraba en el estrado ataviado con el uniforme azul marino, cuyas dobles costuras tenían que ceder a la fuerza para alojar un considerable contorno; la gorra con visera permanecía al lado de la usada Biblia de bordes rojos. Hablaba a través del micrófono en un tono que combinaba la autoridad y la calidez.

– ¿Que cuánto tiempo llevo con mi compañero Art Reston? -dijo McShea, repitiendo la pregunta del fiscal-. Siete años. No tanto como con mi esposa, pero ella cocina mejor.

El jurado rió y en cambio Bennie se iba enojando en la mesa de la defensa. No le había sorprendido lo más mínimo enterarse de que McShea hacía de Papá Noel en el hospital infantil, detalle que se las había arreglado para colar en su primera declaración. McShea era el poli de barrio que caía bien a todo el mundo, la opción perfecta como primer testigo de la acusación, una especie de precalentamiento en el campo legal.

Hilliard sonreía, apoyado en sus muletas en el estrado.

– Volvamos, pues, agente McShea, a lo que sucedió durante la noche de autos, el diecinueve de mayo del año pasado. ¿Recibieron usted y el agente Art Reston en un momento dado un informe por radio sobre un disparo en el 3006 de Trose Street?

– En efecto. Se transmitió el informe por radio cuando nos encontrábamos a una manzana de allí, circulando por la calle Décima en dirección norte. Nos encontrábamos por casualidad en la zona cuando oímos la notificación. Al estar tan cerca, seguimos por la Décima hasta Trose.

– ¿Respondieron formalmente a la llamada?

– No.

– ¿Por qué?

– En cuanto oí la noticia, reaccioné apretando el acelerador. Sabía que la dirección era la de Anthony, ejem, la del inspector Della Porta, y pensé que estábamos lo suficientemente cerca como para hacer algo.

– Considerándolo en retrospectiva, ¿no debería haber comunicado por radio que respondía a la llamada?

– Sí, pero lo único que tenía en la cabeza era salvar la vida de un policía.

Hilliard asintió con la cabeza en señal de aprobación.

– ¿Qué hicieron seguidamente usted y su compañero, agente McShea?

– Seguir hasta la esquina de Trose Street y parar el coche allí.

– ¿Vieron algo en Trose Street?

– Sí. Vimos a la acusada. Huía del lugar del crimen corriendo por Trose Street.

Bennie se levantó:

– Esto es una conjetura maliciosa, señoría, pura especulación, además de engañosa.

– Desestimada. El testigo es lo suficientemente experto para este tipo de conclusiones, señorita Rosato -dijo el juez Guthrie, frunciendo el labio inferior. El gesto grabó dos minúsculos surcos en las delicadas comisuras y arrugó su papada por encima de la coloreada pajarita-. Proceda, por favor, señor Hi-Uiard.

– ¿Qué impresión le dio la acusada mientras corría, agente McShea? Me refiero a su estado emocional.

– Protesto -dijo Bennie, incorporándose a medias, pero el juez Guthrie movió la cabeza con gesto negativo si bien con poca firmeza.

– No se admite la protesta -respondió el juez Guthrie.

Bennie añadió una marca mental a la cuenta de objeciones perdidas. Faltaban dos minutos para las diez, era muy pronto. Cada vez que el juez Guthrie pudiera fallar en contra suya sin levantar sospechas ni irritar al jurado, lo haría. Los jueces de sala tenían carta blanca en cuanto a la normativa sobre las pruebas, y los tribunales de apelación no rechazaban el veredicto de un jurado a menos que los errores en las pruebas tuvieran un peso importante en el resultado del proceso. De lo contrario, se consideraban legalmente «errores inocuos», pese a que Bennie estaba convencida de que no existía un error inocuo cuando estaba en juego una pena de muerte.

McShea se aclaró la voz:

– Parecía presa de pánico, nerviosísima. Mis hijos dirían que tenía «canguelo».

Hilliard se acercó al amplio expositor de polispan donde se veía un croquis en blanco y negro de Trose Street montado sobre un caballete, de cara al jurado.

– En relación con la prueba C-i, ¿quiere hacer el favor de mostrar al jurado el punto en que aquella noche vio por primera vez a la acusada?

Hilliard gesticuló, señalando el expositor con la ayuda de la muleta.

– Por supuesto -dijo McShea, empuñando el puntero con gesto estudiado-. La vimos frente al centro de atención diurna situado en el 3010 de Trose Street. Pasó corriendo por delante del centro, en dirección oeste, y siguió por el edificio 3012 y el 3014, hacia el callejón.

– ¿Podría decir al jurado qué hicieron usted y el agente Res-ton después de ver correr a la acusada por Trose Street, en dirección oeste, agente McShea?

– Subimos con el coche patrulla por Trose Street y cuando estábamos a punto de doblar la esquina vimos a la acusada correr en dirección hacia donde estábamos nosotros. La acusada pasó por delante de los edificios y giró a la izquierda hacia el callejón. Puse marcha atrás y seguí así hasta Winchester Street, que es donde desemboca el callejón. La acusada siguió corriendo por el otro lado del callejón y bajó por Winchester Street. Descendimos con el coche por Winchester Street, bajamos del vehículo y seguimos la persecución a pie.

– Explique al jurado, si le parece bien, a qué se refiere cuando habla de perseguir a la acusada. Puede servirse del expositor si lo desea.

– La acusada corría por Winchester hacia abajo en dirección este. Yo emprendí la carrera manzana abajo tras ella y lo mismo hizo mi compañero. Él me tomó la delantera en este punto. -McShea señaló un punto en mitad del plano de Winchester Street-. Y la alcanzó antes que yo. Tuvo que recurrir a la fuerza para dominarla. Oponía resistencia a la detención.

– ¿Alguno de ustedes se identificó como agente de policía durante la persecución de la acusada?

– En efecto, es el procedimiento habitual.

– ¿Cómo hizo para identificarse como agente de policía?

– Grité: «¡Alto, policía!». Conozco mi profesión.

Hilliard sonrió.

– ¿Se detuvo la acusada?

– No, corrió más deprisa. Mi compañero la dominó inmovilizándola en el suelo. Ella se resistía con todas sus fuerzas mientras él intentaba sujetarla. Llegué al lugar donde se encontraban y le di la orden de tumbarse en el suelo para poderla esposar.

– Cuando dice que la acusada se «resistía con todas sus fuerzas», ¿a qué se refiere exactamente, agente McShea?

– Que estaba dando patadas, mordiscos y puñetazos. Se estaba resistiendo en el suelo pegando con las piernas levantadas hacia la ingle de mi compañero. Yo iba gritando: «¡Túmbese, túmbese!», pero no me escuchaba. Antes de conseguir esposarla, intentó levantarse y echar a correr de nuevo.

– ¿Le dijo algo la acusada mientras le ponía las esposas? -preguntó Hilliard, y Bennie aguzó el oído.

– ¡Protesto! -dijo ella, levantándose rápidamente-. La pregunta provoca un testimonio de oídas, señoría.

– No es testimonio de oídas, se formula para asegurar los hechos, y además ya se ha admitido -respondió Hilliard.

Bennie era consciente de que no podía discutir aquello ante el jurado. ¿Lo había reconocido Connolly? ¿De dónde habían sacado aquello los polis? No había habido declaración sobre aquella admisión de Connolly en la vista preliminar.