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– ¿Podemos acercarnos, señoría? -preguntó Bennie, y el juez Guthrie hizo un gesto para que avanzaran. Ella se aproximó al tribunal y esperó a que llegara Hilliard-. Es testimonio de oídas, señoría.

– Está reconocido y se acepta, señorita Rosato. Usted conoce las normas.

– No hubo declaración sobre ningún reconocimiento en la vista preliminar. Fuera como fuera tal reconocimiento, tenía que haberse proporcionado a la defensa y no se hizo.

– El Estado -saltó Hilliard- no tiene obligación de proporcionar todas y cada una de las declaraciones a la defensa, señoría, y la señorita Rosato tiene libre acceso a su dienta. Podía habérselo preguntado a ella.

Bennie se agarró al biselado borde del estrado.

– Pero… señoría…

– He resuelto ya -le interrumpió el juez Guthrie, moviendo la cabeza-. Se acepta la declaración.

– Gracias, señoría -dijo Hilliard, y volvió a la mesa.

Bennie hizo lo propio, sin que su expresión reflejara el desasosiego que sentía al sentarse al lado de Connolly. Un reconocimiento de aquel tipo podía resultar fatal para la defensa.

Hilliard se dirigió al testigo:

– ¿Qué le dijo la acusada cuando la detuvo, agente McShea?

El agente habló con claridad por el micrófono:

– Mientras la estaba esposando, afirmó haberlo hecho y nos ofreció dinero para que la soltáramos. Nos habló de treinta mil dólares para cada uno, y al ver que no los aceptábamos subió la cifra a cien.

Se hizo el silencio en la sala, como si el juicio de pronto se hubiera asfixiado en una bolsa de aire contaminado. Una persona mayor de la primera fila del jurado se arrellanó en el asiento y una joven a su lado parpadeó. La bibliotecaria negra frunció el ceño mirando a Connolly, quien estaba escribiendo una nota a Bennie en su bloc. La nota decía: «Les supliqué que no me mataran». Bennie pasó por alto el comentario.

– Así pues, agente McShea -siguió Hilliard-, ¿declara usted que la acusada confesó e intentó sobornarlo para que no la detuvieran?

– En efecto.

– ¿Y usted rehusó?

– Por supuesto. En cuanto comprendió que no aceptábamos, pidió un abogado.

Hilliard hizo una pausa para que todo el mundo asumiera la cuestión.

– Vamos a remontarnos un momento, agente McShea, a lo sucedido aquella noche. Cuando vio correr a la acusada por Trose Street, ¿se fijó en si llevaba algo en la mano?

– Sí, llevaba una bolsa blanca. De plástico, como las que entregan en el Acmé. O tal vez tendría que decir las que le dan a mi esposa en el Acmé. No puedo atribuirme una tarea que realiza ella…

McShea sonrió, y lo mismo hicieron las mujeres de la primera fila del jurado. Connolly se acercó un poco a Bennie pero no le dijo nada.

– Pasemos ahora rápidamente al momento en que usted y el agente Reston procedían a su detención. ¿Seguía con la bolsa de plástico blanca?

– No. La acusada no tenía nada en las manos cuando la esposé.

– De forma que la bolsa de plástico blanca había desaparecido cuando la acusada salió del callejón, ¿es correcto?

– Protesto -dijo Bennie-. El fiscal del distrito está testificando, señoría.

– No se admite la protesta -gritó el juez Guthrie y se dirigió al testigo-: ¿Quiere responder a la pregunta, agente McShea?

– La bolsa de plástico estaba en su mano cuando la acusada se metió en el callejón y ya no la llevaba cuando la detuvimos.

– ¿Cuándo volvió a ver la bolsa, agente McShea? -preguntó Hilliard.

– Detuvimos a la acusada, la encerramos en el coche patrulla y nos fuimos a buscar la bolsa de plástico. Los dos habíamos visto que la llevaba al meterse en el callejón y que había salido de él sin ella, por lo que estábamos casi seguros de dónde podíamos encontrarla. Soy más listo de lo que parece.

Hilliard sonrió, inclinándose ante la tarima del testigo, y se acercó tanto a él que daba la impresión que quería sentarse en su asiento. El gesto no tenía nada que ver con su impedimento físico, más bien respondía a su actitud de adopción de las afirmaciones del policía, que a Bennie se le antojó una danza de sumisión.

– Exponga al jurado el resultado de su investigación, agente McShea-dijo.

– El agente Reston y yo registramos el callejón desde media manzana hasta el extremo oeste. Allí encontramos un contenedor, de una obra de enfrente. Buscamos en él y encontramos una bolsa de plástico blanca, como la que habíamos visto que llevaba en la mano la acusada.

– ¿Encontraron algo en el interior de la bolsa?

– En efecto. Una camiseta gruesa gris, de mujer, manchada de sangre, aún húmeda y caliente.

Hilliard cogió una bolsa blanca etiquetada de la mesa de las pruebas y la presentó. Bennie observó cómo el jurado estiraba el cuello para ver mejor las listas oscuras de la arrugada pieza, que sólo podían ser de sangre.

– Estoy presentando las pruebas C-12 y C-13, agente McShea. ¿Corresponden a la bolsa blanca y a la camiseta que encontraron ustedes?

El policía estiró el brazo, cogió la bolsa y la examinó, dándole la vuelta.

– Efectivamente.

– Ha declarado usted, agente McShea, que encontró la camiseta, la prueba C-13, en el contenedor del callejón. ¿El contenedor estaba lleno o vacío?

– Bastante lleno. Muchos escombros, tablas, restos, de todo.

– ¿Tuvo que rebuscar mucho entre los desechos para encontrar esta camiseta?

– No. Estaba encima de los otros desperdicios.

– ¿Escondida allí?

– Ni muchísimo menos.

Bennie miró al jurado. Todos sus miembros estaban absortos. La declaración de McShea se entendía perfectamente, resultaba claramente incriminatoria y del todo falsa. Tendría que andarse con píes de plomo.

– Por cierto, agente McShea -dijo Hilliard-, ¿encontraron usted o su compañero el arma homicida en el callejón?

– No, no la encontramos. Que yo sepa, no se ha recuperado el arma homicida.

– Comprendo. -Hilliard hizo una pausa-. ¿Y entonces usted y su compañero se llevaron a la acusada a la Roundhouse, a la Jefatura de policía en el coche patrulla?

– Sí, eso hicimos.

– Cuando llevaron a la acusada a la Roundhouse, ¿estaba ella visiblemente alterada o lloraba por la muerte de su amante, el inspector Della Porta?

– Protesto, señoría -dijo Bennie-. ¿Se refiere el señor Hilliard a algún otro detalle aparte de los que ya ha citado el testigo? Las personas demuestran su aflicción de formas muy distintas.

De pronto le vino la imagen mental de su madre.

– Formule de nuevo la pregunta -dijo el juez Guthrie, apoyándose de nuevo en el respaldo.

Se arregló la toga, recogiendo los pliegues por los pespuntes que la rodeaban como en un bordado.

– ¿Lloraba la acusada mientras la llevaban a la Roundhouse, agente McShea? -preguntó Hilliard.

– No, pero sí lo hicimos algunos de nosotros -respondió McShea, con cierto deje de amargura.

Bennie comprendió al instante que estaba recordando al jurado que se trataba de un compañero caído. Tenía que encontrar la forma de comunicarles lo que su héroe escondía bajo el suelo.

– No haré más preguntas. Su testigo, señorita Rosato -dijo Hilliard en tono grave-. Muchas gracias.

Hilliard recogió sus papeles en el estrado mientras Bennie abandonaba la mesa, se abrochaba la chaqueta e intentaba quitarse de la cabeza la imagen de su madre. Pretendía demostrar al jurado algo que cualquier adulto tenía que saber. Que Papá Noel no existía.

5

Bennie tardó un segundo en formular su primera pregunta. Llevaba suficientes casos sobre sus espaldas para saber que una parte del jurado había decidido ya que representaba a una desalmada asesina de un policía y que iban a mirarla con el mismo odio que sentían por su dienta. Sin embargo, muchos de ellos se reservarían la opinión. Se fijó en que algunos observaban con expresión intrigada la ropa parecida que vestían ella y Connolly, así como sus idénticos peinados. Se sentía muy mal con la trama que había ideado y sólo se le ocurría que ojalá pudiera cambiar allí mismo de piel como una serpiente normal y corriente.