Habían colocado la silla de ruedas de su madre contra una de las ventanas, al parecer para que tuviera vistas sobre el césped delantero recién cortado. La citada silla proyectaba una sombra distorsionada, con los brazos alargados y las ruedas elípticas. La cabeza de la madre conformaba una arrugada silueta que sobresalía del respaldo de plástico de la silla. Bennie notó una punzada de dolor al cruzar la sala vacía en dirección hacia la silla. Contaban con que la enfermedad de su madre seguiría estable con la medicación. Algo positivo y negativo al mismo tiempo.
Bennie se sentó en una otomana en la que había bordadas en cañamazo escenas de la caza del zorro.
– ¡Eh! ¡Qué bonito se ve! -Su madre no volvió la cabeza de la ventana-. Mamá, ¿cómo estás?
La luz del sol daba de lleno en la cara de su madre pero ella ni siquiera parpadeaba. Era una mujer menuda, de barbilla y pómulos delicados y un espeso y rizado pelo gris. Una piel pálida y apergaminada recubría sus suaves mandíbulas, profundas arrugas surcaban su frente. Los ojos tenían un lánguido tono castaño y los párpados se veían algo hinchados por la edad. El único rasgo duro era la nariz, que a Bennie le había parecido hasta hacía muy poco un detalle amenazador.
– ¿No vas saludarme, mamá?
Nada, ni el más leve parpadeo. La mujer llevaba ya dos semanas así. Los médicos iban ajustando las dosis, pero no adelantaban nada.
– ¿Te molesta el sol, mamá? ¿Quieres que aparte un poco la silla?
De pronto la mujer se deslizó un poco hacia abajo en la silla. La manta de algodón azul resbaló en sus piernas, dejando al descubierto los angulosos tobillos bajo el dobladillo de la bata de felpa. Las mullidas zapatillas le iban un poco holgadas y se le le-vantaban en las puntas. Bajo la translúcida blancura de aquella piel se dibujaban unas venas oscuras, como delgados trazos esbozados en tinta china.
– Mamá, deja que te ayude.
Bennie apartó un poco la silla del sol, cogió a su madre por los delgados hombros y la levantó un poco. La anciana ni ofreció resistencia ni ayuda; su cuerpo era ligero como un farolillo de papel. Un profundo olor impregnaba aquel cuerpo, aunque no tenía nada que ver con el perfume Tea Rose que tanto le gustaba a ella; al contrario, era algo amargo y medicinal. Bennie le colocó bien la manta.
– ¿Mejor así?
La anciana no respondió, pero volvió a deslizarse hacia abajo, abriendo completamente las rodillas. De haber sentido algo, aquello le hubiera molestado, y la propia Bennie se estremeció al pensarlo mientras juntaba de nuevo sus piernas y las cubría con la manta.
– Siéntate derecha, mamá. Tienes que permanecer sentada. ¿Puedes hacerlo? -Bennie volvió a acercarse a ella, la aupó de nuevo y la sujetó así un momento-. ¿No está mejor así? ¿Lo notas? Ahora voy a soltarte. Cuando lo haga, procura mantenerte en alto. ¿Preparada? Uno, dos, tres. -Bennie se apartó de ella pero la madre resbaló de nuevo en el profundo mar de algodón azul, la barbilla apenas por encima del agua. Bennie soltó un suspiro y volvió a colocar la manta sobre las piernas de su madre-. No has ido al comedor esta noche, mamá. ¿Has comido en tu habitación?
La expresión de la madre siguió inalterable.
– ¿Ha venido Hattie a verte? Me ha dicho que sí. Que habéis almorzado juntas. Tú has tomado sopa, ¿verdad? Pollo con fideos. -Bennie agarró los brazos tapizados en verde de la silla de ruedas y la acercó un poco hacia ella-. ¿No vas a hablar? ¿Qué, tengo que tomarte declaración?
Pero ni siquiera con aquella treta consiguió una reacción. Los ojos de la anciana estaban fijos en Bennie sin verla. De no haberlo experimentado ella misma, Bennie no habría creído que aquello era físicamente posible. Hasta donde se remontaban sus recuerdos, Carmela Rosato había sido una mujer enferma, y su hija se había hecho mayor cuidando de ella, en lugar de hacer lo que hacen las otras chicas. Habían dado un paso importantísimo con la terapia de electrochoque, pero el corazón de la anciana se había ido debilitando. Bennie decidió que finalizara dicho tratamiento porque prefería que su madre estuviera deprimida que muerta. En momentos como aquél, sin embargo, dudaba sobre su decisión.
– ¿Mamá? -dijo-. ¿Mamá?
Su madre parpadeó, volvió a hacerlo, y Bennie se dio cuenta de que se estaba quedando dormida. Luego recordó. El sobre. Las fotos de la cartera. No sabía bien qué hacer. Por intenso que fuera su interés, le costaba sacar el tema. Su madre ya era muy frágil. ¿Y si las preguntas la sumergían en un estado catatónico más profundo? ¿Y si le daba un ataque al corazón?
De todas formas, Bennie en su vida había formulado una pregunta a su madre y ahora lo único que necesitaba era una respuesta. Estaba convencida de que no tenía una hermana gemela y de que tenía derecho a que se lo confirmaran. Notó una profunda sensación de enojo pero la dejó a un lado, avergonzada. No era que su madre no quisiera ayudarla, no podía hacerlo. Bennie ni siquiera estiró el brazo para coger la cartera. Se quedó en la otomana, inmóvil como su madre en la silla de ruedas.
La luz del sol fue perdiendo fuerza hasta adquirir el tono del latón deslustrado y la estancia se enfrió. Bennie observó cómo los ojos de su madre se iban cerrando y la cabeza se inclinaba lentamente hacia delante. La piel tenía un tono amarillento, céreo. La respiración era superficial. La anciana moriría dentro de poco. ¿Cómo? Aquello cogió por sorpresa a Bennie. No moriría dentro de poco, dormiría dentro de poco. Bennie no hizo caso del nudo que se le hacía en la garganta, cogió el sobre y lo colocó sobre sus rodillas.
– Tengo que hablarte de algo, mamá. Es importante. Despierta. Despierta, mamá. -Dio unas palmaditas a la rodilla de su madre pero aquello no surtió efecto-. Lo siento, mamá, pero he de preguntarte algo. Aunque sea una locura, quiero oírte decirlo. ¿Mamá?
Su madre se movió un poco y levantó la cabeza haciendo un esfuerzo que provocó en Bennie un sentimiento de culpabilidad.
– Muy bien, mamá. Perfecto. ¿Me ves ahora? ¿Me ves?
La madre tenía los ojos abiertos aunque la mirada perdida. Bennie decidió que no veía nada.
– Hoy he conocido a una mujer que afirma ser mi hermana gemela, mamá. Dice que es mi hermana gemela. ¿Verdad que es una estupidez? Estoy segura de que lo es.
Su madre parpadeó con tanta parsimonia que parecía casi un gesto a cámara lenta.
– Ya sé que es una cosa rara. Desconcertante, más bien -Bennie sonrió porque su madre no parecía sorprendida. No mostraba expresión alguna-. No pongas esa cara de asustada -le dijo, con una risita que duró muy poco-. ¿Me has oído, mamá? Sé que me has oído. ¿Piensas responderme?
Pero la madre no lo hizo.
– Si no contestas, voy a echar mano de la artillería pesada. No me obligues a ir hasta ahí. Tengo fotos. De mi padre, según dice ella. ¿Quieres verlas?
No hubo reacción.
– ¿No quieres verlas?
La anciana seguía sin reaccionar.
– Puesto que así lo has querido… -dijo Bennie cogiendo la foto del grupo, aquella en la que se veía a los pilotos y el avión-, échale un vistazo.
Bennie sostuvo la foto ante el rostro de su madre y reparó en unas sombras oscuras en las cuatro esquinas del reverso de la foto, como si hubiera estado en un álbum. Luego la apartó y examinó el rostro de su madre. Los ojos de la anciana no siguieron el movimiento, ni siquiera parecía que hubieran visto al piloto, por lo que Bennie la situó dentro de lo que decidió que sería el campo visual de su madre. Ésta siguió sin centrar la vista en la instantánea.