– Gracias, señoría -dijo Hilliard, tomando asiento, y Bennie se volvió hacia el testigo.
– Voy a cambiar de tema, agente McShea. Explique, si es tan amable, al jurado cuáles son sus deberes como agente de policía uniformado en activo.
– ¿A qué se refiere? -preguntó McShea, en tono precavido, y Bennie se metió las manos en los bolsillos.
– Me refiero a qué es lo que hace usted como policía.
– Proteger a los ciudadanos contra la delincuencia y hacer cumplir la ley.
– ¿Qué tipo de leyes?
– Contra el robo, el asesinato y el hurto de vehículos.
– ¿Eso incluye también la legislación contra el consumo y la venta de drogas?
– Protesto -dijo Hilliard, medio levantándose, apoyando los brazos en la mesa de la acusación-. ¿Qué relación pueden tener los deberes del agente McShea con un caso de asesinato?
Bennie miró directamente al juez Guthrie.
– El fiscal, en su exposición, ha presentado las referencias del agente McShea como policía, como padre, como marido e incluso como Papá Noel. La defensa tiene derecho a investigarlo, ya que se ha abierto esta puerta. Es una simple pregunta, señoría.
– Yo no le veo la lógica, señoría -dijo Hilliard, echando una mirada al jurado.
El juez Guthrie levantó la vista por encima de sus gafas.
– Puede investigarlo dentro de unos límites muy precisos, señorita Rosato.
– Gracias, señoría -respondió Bennie, y se volvió hacia el testigo-: ¿Hace cumplir usted la legislación en cuanto a drogas en su distrito, agente McShea?
– Sí.
– ¿Qué tipo de drogas?
– Marihuana, cocaína, crack, heroína. Metanfetamina, PCP, Éxtasis… ¿Debo seguir?
Bennie negó con la cabeza.
– Es suficiente. ¿Ha detenido usted alguna vez a alguien por consumo o venta de este tipo de drogas, agente McShea?
– Sí.
– ¿Se ha incautado alguna vez de drogas en relación con las citadas detenciones?
– Sí.
– ¿Se ha incautado en alguna ocasión de dinero en relación con dichas detenciones?
– ¡Protesto! -dijo Hilliard, levantándose y cogiendo las muletas-. Esto va mucho más allá de un interrogatorio pertinente, señoría.
El juez Guthrie asintió.
– Estoy de acuerdo, se acepta la protesta. Sírvase pasar a la siguiente pregunta, señorita Rosato.
– Sí, señoría. -Bennie se volvió hacia el testigo, dispuesta al ataque-: Le haré una última pregunta, agente McShea. ¿Estaba usted al corriente de que el inspector Della Porta estaba confabulado con otros agentes de policía para la venta de drogas incautadas?
– ¡Protesto! -retumbó la voz de Hilliard, ya de pie con la ayuda de las muletas.
– ¡Se acepta! -dictaminó el juez Guthrie, y las gafas estuvieron a punto de resbalarle de la nariz. Miró encolerizado primero a Bennie, luego al jurado y finalmente a la tribuna, situada al otro lado de la mampara blindada. El público empezó a charlar, los dibujantes hacían sus esbozos a toda velocidad y los periodistas no dejaban el bolígrafo-. ¡Orden! ¡Orden! -gritó, revolviendo entre los papeles en busca del mazo, para luego renunciar a todo-. ¡Orden en la sala! ¡Orden! -El juez se volvió hacia Bennie-: Si vuelve a formular una pregunta de este tipo sin establecer una base adecuada, señorita Rosato, la acusaré de desacato al tribunal. ¿Me ha entendido?
– Sí, señoría -respondió Bennie, con la cabeza muy alta.
Ella sabía lo que había encontrado bajo el suelo. Sólo tenía una forma de ponerlo en evidencia. Le quedaba un paso.
El juez Guthrie se volvió hacia el jurado:
– Damas y caballeros, les ruego que hagan caso omiso de la última pregunta. El hecho de que la defensa formule una pregunta no implica que ésta sea válida. El tribunal no dispone de pruebas que demuestren que el inspector Della Porta estuviera implica-do en algún tráfico de drogas. -El juez cogió las gafas y se levantó-. Vamos a hacer una pausa para comer y se reiniciará la sesión a la una y media. Alguacil, sírvase acompañar al jurado.
Bennie observó cómo el fiscal cerraba su bloc de notas, enojado, y se sentó con una extraña sensación de satisfacción ante el revuelo que había montado.
– Ven a verme a la hora de comer -le susurró Connolly.
Aquel tono le sonó como un eco del suyo propio y en un abrir y cerrar de ojos se desvaneció su satisfacción.
6
Judy, con una misión por cumplir, saltó de su asiento en cuanto acabó la sesión. Salió por la puerta de la mampara divisoria, se metió en la tribuna y pasó la puerta doble de la sala no sin antes echar una mirada al policía rubio. Éste se encontraba entre los primeros dispuestos a salir. Judy lo siguió, con la cabeza baja, abriéndose paso a empujones para que no la molestaran los periodistas. El pasillo de mármol estaba atestado de gente y allí perdió de vista la camisa azul del hombre a quien seguía en aquel mar de camisas azules. Siempre había polis alrededor de un juzgado a la espera de prestar declaración.
Localizó de nuevo al rubio cerca del ascensor, entre un grupo que aguardaba su llegada. Al producirse la desbandada en la salida de los juzgados a la hora de comer, las normas tácitas de urbanidad marcaban que los policías tuvieran prioridad en el acceso a los ascensores. De todas formas, Judy no era muy dada a este tipo de normas. Siguió abriéndose paso entre el gentío y acabó casi detrás de él. Por debajo de la reluciente visera de charol de la gorra, pudo distinguir los grandes y luminosos ojos azules del muchacho, su corta nariz, los dientes, que destacaban contra la bronceada piel. El chico estaba cachas, pero a Judy se le antojó que su aspecto recordaba demasiado al de las juventudes hitlerianas. Intentó vislumbrar su nombre en la placa negra que lucía en su ancho pecho, pero el policía se volvió.
Ella decidió llamarle la atención tocándole la manga:
– Dispense, ¿puedo hablar con usted un momento, agente? -le dijo, y la mirada del otro se endureció.
– Llego tarde a la ronda.
– Tal vez pueda ayudarla yo, señorita -se ofreció otro policía, con una gran sonrisa.
– Es una de las abogadas de Connolly, Doug -le interrumpió un tercer policía, pero la mirada de Judy siguió fija en el rubio. Se había abierto la puerta del ascensor y éste se escurría ya entre el grupo que buscaba un lugar en su interior.
– ¡Un momento, que paso! -dijo ella.
Se metió en el recinto flexionando algo las piernas y empujando con la cabeza, tal como le había enseñado el señor Gaines. Resultaba interesante constatar lo prácticas que resultaban las clases de boxeo para una abogada en un juicio.
– ¡Eh, cuidado! -refunfuñó uno de los de dentro cuando ella se hubo metido a duras penas en la cabina y se estaban cerrando las puertas-. ¿No ve que me está pisando?
– Perdone. -Judy miró más allá de la persona que le había llamado la atención, hacia el policía rubio, que seguía apartando la vista de ella. Aún no conseguía leer el nombre de la placa; alguien se lo impedía-. Tengo que hablar con usted, agente -le dijo, pero él no le hizo ningún caso. El resto la miró como si estuviera loca, pues ya había dejado patentes sus malos modales-. Espéreme en el vestíbulo, agente.
Se abrieron las puertas del ascensor tras ella y el apretujado grupo empujó hacia delante, desplazándose como una riada. El policía rubio se le adelantó, pero en esta ocasión Judy consiguió leer la placa: LENIHAN.
– ¿Por qué me rehúye, agente Lenihan? -dijo Judy, corriendo para seguir su ritmo-. ¿Se puede saber por qué estaba en la sala hoy? -El policía cruzó decidido el vestíbulo, pasó por la fila del detector de metales y abrió la puerta de salida-. ¿Qué puede interesarle del caso Connolly, agente Lenihan? -gritó Judy, con el desparpajo de un periodista, pero él siguió impertérrito.