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Estaba lloviendo, descargaba la típica tormenta de verano, y la gente se amontonaba en busca de cobijo ante la puerta principal, charlando y fumando a la espera de que escampara. Las frágiles hayas se agitaban en sus cilindros de aluminio bajo el chaparrón y se abrían los paraguas cual flores en primavera. Un grupo de abogados salió corriendo bajo la lluvia, y Lenihan inició también su carrera hacia Filbert, haciendo caso omiso del agua que caía.

Judy se lanzó también, ya enojada. Pasaba sus horas laborales haciendo preguntas a las que nadie respondía.

– ¡Deténgase, agente Lenihan!

El otro aceleró el paso. Las gruesas gotas aterrizaban en la gorra y hombreras, intensificando el azul en algunos puntos.

Judy emprendió la carrera para alcanzarlo, parpadeando contra la espesa lluvia. Empezaba a tener los hombros empapados.

– No puede huir de esto, Lenihan -gritó pisándole los macizos y negros talones. Pasaron por delante de un edificio de oficinas vacío, cuya fachada de granito brillaba con la tormenta. Ya no circulaba tanta gente por allí, pero una vieja les miró de reojo, protegida por un arrugado paraguas rosa-. ¡Tengo su nombre y su número de placa! -chilló-. Vamos a citarle a declarar, agente Lenihan. ¡Le llamaremos al estrado!

El policía se volvió de repente; su atractivo rostro estaba enrojecido de furia.

– ¿Es una amenaza? -respondió entre dientes-. Me ha parecido una amenaza.

Judy retrocedió un paso en la lluvia, notando un súbito escalofrío que no le había provocado el chaparrón.

– ¿Qué sabe usted del asesinato de Della Porta? ¿Qué oculta?

– ¿Y usted quién cono se cree que es? -preguntó el poli, dirigiéndole una mirada de desprecio bajo la mojada visera de la gorra.

Judy, sin embargo, se mantuvo en su sitio. La firmeza era su especialidad.

– ¿Qué sabe del tráfico de drogas en que estaba implicado Della Porta? ¿Tiene alguna información que ofrecernos? Hablemos y podremos hacer un trato.

– No se meta donde no le importa -susurró el policía, acercándose a ella.

De repente se volvió y echó a correr entre la multitud que, paraguas en ristre, formaba el coloreado tapiz, contrapunto de una conversación que había dejado a Judy temblando.

¿De qué demonios iba todo aquello? ¿Qué le había querido decir? La lluvia le había empapado el vestido; se volvió hacia el juzgado chaqueteando con sus zuecos como un potro asustado.

7

No había tiempo para volver al despacho durante el descanso del almuerzo. Por ello el equipo de la defensa había montado su cuartel general en una de las salas de reunión de los juzgados, un recinto blanco y aséptico situado junto a la sala. La luz de un fluorescente iluminaba la minúscula estancia, que parecía abarrotada sin tener más que cuatro sillas cromadas con respaldo de mimbre beige alrededor de una mesa redonda de imitación madera. Un revoltijo de bocadillos, emparedados con encurtidos procedentes de la tienda kosher y fotocopias de las hojas de servicio de la policía ocupaba toda la mesa. Bennie estaba tomando notas al tiempo que comía un panecillo de centeno con atún cuando Carrier entró como una tromba para contarle lo que había ocurrido.

– ¿Que has hecho qué? -le preguntó, observando con aire alarmado a su asociada, calada hasta los huesos. Dejó el panecillo-. ¿Le has amenazado?

– No tanto. -Judy se secó la frente-. Si no tenemos en cuenta lo de la citación.

– Pero hay que tenerlo en cuenta -le dijo Mary, quien tenía delante una ensalada a medio comer. Se había colocado una servilleta de papel junto a la solapa del traje de Uno negro y llevaba el pelo recogido-. Siempre hay que tener en cuenta lo de una citación.

Bennie frunció el ceño.

– Todo lo que te había pedido es que descubrieras su nombre. Lenihan. Buen trabajo. No pretendía que hablaras con él, y mucho menos que le amenazaras.

– Él me ha amenazado a mí, y es poli.

– Piensa que si Lenihan estaba implicado en lo del tráfico de drogas, estará asustadísimo, Carrier. Tu amenaza podría desatarle, llevarle a hacer algo peligroso. -Bennie había comentado a sus asociadas lo del dinero encontrado bajo las tablas en casa de Della Porta, aunque, para protegerlas, no había citado que la seguía un TransAm negro-. A partir de ahora, harás lo que te diga. Ni más ni menos.

Judy se puso rígida ante la reprimenda, y Mary bajó la vista hacia su ensalada.

A Bennie le supo mal la brusca salida e intentó explicarse.

– Hay policías que no nos pierden de vista para comprobar hasta qué punto estamos al corriente de todo. Si Lenihan ha seguido el interrogatorio de McShea, pensará que dominamos demasiadas teclas. Eso está bien. Me gustaría ver huir a las ratas despavoridas y descubrir qué hacen. Me proporcionarían otras pistas. Pero eso he de hacerlo yo, no tú. Ni DiNunzio.

Judy se sentó, aplacada.

– ¿Piensas que Lenihan cogió el dinero?

– Probablemente. Y lo que no entiendo es que ahora mismo no esté en la otra punta del mundo.

– ¿El factor estupidez? -sugirió Judy, y Mary encogió los hombros.

– Tal vez se vea incapaz de abandonar Filadelfia.

Bennie negó con la cabeza.

– O bien hay algo más. Sea como sea, llamaré a Lou y pondré a Lenihan en sus manos. Vamos a ocuparnos nosotras del tema legal y dejar que Lou lleve la investigación, ¿vale?

– Me parece bien -dijo Judy, desenvolviendo su emparedado: un especial de rosbif con salsa rusa-. A por ello. Mata el cuerpo y morirá la cabeza.

– ¿Cómo? -preguntó Bennie.

– Es una expresión de boxeo. Me la enseñó el señor Gaines, mi preparador. Significa que para ganar por fuera de combate no hace falta ir a por la cabeza. Si persistes golpeando el cuerpo, ganas el combate. Aquí ocurre lo mismo. Si no cejamos en el empeño de atizar contra la base del montaje, la cabeza rodará por su propio pie.

– ¿Tomas lecciones de boxeo?

– Para el caso.

A Bennie se le cayó el alma a los pies.

– Pues déjalas. Reserva el gancho para mí, chica. No se trata de un juego ni de unas clases de preparación. -Se levantó-. Tengo que irme. La sesión empieza dentro de diez minutos y antes tengo una cita con el diablo.

– ¿Con Hilliard? -preguntó Judy, pero Mary ya sabía a quién se refería.

Bennie encontró a Connolly sentada, con las esposas en las muñecas, el traje azul, en el lado que le habían asignado de la sala de comunicaciones del juzgado. Era un lugar más pulcro y moderno que el cubículo de comunicaciones de la cárcel, aunque no dejaba de ser una variación sobre el tema: dos asientos de plástico blancos a lado y lado de un mostrador también blanco, y un cristal blindado que separaba al cliente del abogado.

– Tengo que hacerle una pregunta -dijo Bennie.

Connolly arrugó la frente. Le pareció ver su piel más pálida al no llevar maquillaje, pero se le antojó que podía deberse también al hecho de no estar familiarizada con el nuevo tono rubio, que daba la impresión de desdibujar sus rasgos. Fuera como fuera, su expresión reflejaba la tensión de la mañana.

– Me importa un rábano tu pregunta. Te he estado esperando durante todo el descanso -saltó ella-. ¿No has visto mi nota? Se la he dado al jodido alguacil.

– La he leído. -Bennie cruzó los brazos y se situó al lado de la silla, en su parte de la sala-. ¿Conoce a un policía llamado Leni-han? Uno rubio, joven.

– No. Yo quería hablarte de…

– ¿No estaba metido Lenihan en su tráfico de drogas?