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– Para mí lo es, señoría. Una confabulación para cometer un asesinato. No se está juzgando a la persona culpable y me asiste el derecho a proseguir y desarrollar la teoría de la defensa sobre el caso. Forma parte asimismo del derecho que tiene la señorita Connolly a que se le haga un juicio justo.

Hilliard puso mala cara.

– La cortina de humo jamás ha sido una táctica de juicio justo, señoría. Más bien es la antítesis de él. Las pruebas que no vienen al caso, como las insinuaciones que ella nos presenta como teorías, son de todo punto inadmisibles, precisamente porque inducen a error y confunden al jurado. Ha iniciado una campaña de desprestigio sin pruebas ni detalles concretos.

– Dispongo de los detalles, señoría -respondió Bennie, y las finas cejas del juez Guthrie se arquearon tras los cristales.

– ¿Detalles? Sírvase, pues, exponerlos ante el tribunal, señorita Rosato. Preséntenos alguna prueba.

Bennie se agarró al estrado. Aquello significaba enseñar las cartas a Guthrie y a Hilliard.

– La jurisprudencia deja claro que puedo interrogar al testigo en esas circunstancias sin proporcionar prueba alguna, señoría. Me asiste el derecho a formular la pregunta, y luego el señor Hilliard puede protestar si lo desea. Pero no tengo que presentar primero la cuestión.

– Está bien. -El juez Guthrie frunció los labios y la flácida piel de sus mejillas quedó tirante en una expresión consternada-. ¿De modo que se niega a presentarnos una prueba?

– ¿A usted? Con el debido respeto, señoría. -Bennie volvió la vista hacia la relatora, que seguía tecleando con gran seriedad sus palabras en el estenógrafo-. Deseo que conste en acta que en interés de mi clienta el testigo debe oír la pregunta antes que el tribunal.

Hilliard estalló. Quedó boquiabierto.

– ¿Qué está insinuando, señoría? ¿Le acusa a usted de falta de ética en su procedimiento? ¿Es que la señorita Rosato ha perdido el juicio?

Parecía realmente impresionado, y los ojos del juez Guthrie reflejaron instantáneamente el enojo que sentía, aunque un momento después Bennie identificó en ellos algo muy distinto: el miedo.

El juez se apoyó en el respaldo con gesto lento.

– Señorita Rosato, el tribunal no va a responder a lo que el fiscal ha calificado con tanta exactitud de insinuaciones. Además, el acta demostrará que el tribunal no ha puesto trabas a ninguna investigación sobre supuesta corrupción oficial. Sírvase proseguir con sus preguntas, pero sólo si éstas contienen los detalles antes citados. Haga el favor de sentarse, señor Hilliard.

Bennie apartó la vista del juez y, sin mirar al jurado, supo que éste esperaba, expectante, la pregunta, lo mismo que le ocurría a la tribuna que tenía detrás. Hizo un esfuerzo por apartarlos de su mente. Era algo entre ella y Reston. El policía se arregló el nudo de la corbata y observó con mirada recelosa el avance de Bennie hasta situarse frente a él. No podía volver a disparar por las buenas. Tenía que apuntar al corazón.

– Cuando el agente Lenihan, del distrito Undécimo, declaró que usted, agente Reston, el agente McShea y el inspector Della Porta estaban implicados en tráfico de drogas. ¿Acaso mentía? -dijo Bennie.

– ¡Protesto, señoría! -resonó la voz de Hilliard-. ¡Pido que se elimine la pregunta! ¡No viene al caso, es malintencionada y no tiene base alguna! ¿Quién es el agente Lenihan? ¿Qué tiene que ver todo esto con el asesinato del inspector Della Porta?

– Se acepta la protesta -dijo el juez Guthrie. Se puso de nuevo las gafas y luego se dirigió al jurado, con los labios algo temblorosos-. Se elimina la pregunta, que conste en acta, y ustedes, damas y caballeros, sírvanse borrarla también de su mente. La señorita Rosato no tiene derecho a formular una pregunta así sin pruebas de ningún tipo. Recuerden que una pregunta formulada por un abogado no es una declaración de un testigo, y que no deben considerarla como tal.

Los miembros del jurado se pusieron serios, y un hombre negro hizo un gesto de asentimiento y comprensión desde la última fila. Sin embargo, Bennie se fijó en que tenían la vista fija en Reston, cuya tez estaba pálida por la furia contenida. Bennie había entablado el combate. No tenía conciencia de hasta dónde llegaba la confabulación ni quién la dirigía, pero sabía que ella la había provocado, la había empujado, como al tigre hacia la guarida. De todas formas, no existía jaula capaz de retener a aquel animal; sabía que, tarde o temprano, arremetería de nuevo en defensa de su propia supervivencia.

Si Bennie no terminaba con él antes.

– No haré más preguntas -dijo.

Se volvió, dando la espalda al testigo, y fue a sentarse.

10

Surf alcanzó a Joe Citrone delante de la comisaría en el momento en que éste arrancaba. El asfalto del aparcamiento situado atrás era de un negro brillante; se encontraba prácticamente vacío. Todos los agentes de servicio habían salido a comer. Citrone iba con su nuevo compañero, por lo que Surf pensó que no podía precipitarse. No era cuestión de saltar al cuello de Joe, lo que en realidad le apetecía hacer.

– Tenemos que hablar, Joe -dijo con aire tranquilo.

– No tengo tiempo. -Citrone miró por la ventanilla del coche patrulla, sin quitar las manos del volante. El motor soltaba un ruido sordo, y las gotas de lluvia se calentaban en el capó-. Tenemos un servicio que hacer.

Ed Vega, el compañero de Citrone, bajó la cabeza en el asiento del acompañante y esbozó una sonrisa bajo el bigote.

– ¿Qué tal todo, colega? -dijo Vega.

– Tirando, Ed -respondió Surf tamborileando con los dedos sobre el húmedo techo del coche-. Tengo que estorbaros un momento. Tu compañero me debe algo de pasta y esta noche salgo con la novia.

– ¡Te pillaron, chaval! -exclamó Ed, y Citrone frunció el ceño.

– ¿Y tiene que ser ahora mismo? -preguntó Citrone, entornando algo los ojos ante los últimos resquicios de la lluvia que goteaban en el cristal.

La tormenta estaba amainando y el cielo había quedado cubierto por una fina y helada neblina.

– Sí, me hace falta ahora -insistió Surf, con un amago de sonrisa y abrió la puerta-. Suéltala.

– Tranquilo, muchacho. -Citrone estiró sus largas piernas en el asiento y salió del coche. La gravilla crujió bajo sus suelas y con sus zapatos recién lustrados cerró la puerta de una patada-. Vuelvo enseguida, Ed.

– Por aquí.

Surf cogió a Citrone del brazo y lo llevó a cierta distancia del coche, para que el otro no pudiera oírles. Tenía la impresión de que Vega era un secreta. En el Treinta y siete reclutaban así a estos polis, con trampa. Tenían todo el distrito controlado. Surf ya no se fiaba de nadie, y mucho menos de todos los demás policías.

– Quítame la mano del brazo -dijo Citrone cuando estuvieron solos. Pegó un tirón para que lo soltara-. Estoy hasta la coronilla de ti.

– ¡No me digas! -Lenihan se exaltó-. Has jodido tanto la marrana que aquí ya no se salva nadie.

– Hablas demasiado, Lenihan.

Surf echó una ojeada al coche patrulla dibujando una sonrisa de boy scout.

– Te dije que ocurriría eso. Os lo dije a todos, y os lo tomasteis a pitorreo. Ahora estamos jodidos, Citrone. Esta mañana Rosato ha empezado con sus preguntitas en la sala. La tenemos encima.

– ¿Por qué no me cuentas algo que no sepa? ¿Te crees que eres el único que tiene espías en la sala?

– Yo no necesito espías. He estado allí en persona. -Surf no le comentó que aquella zorra le había abordado a la salida del juzgado. No quería que Citrone le echara una bronca-. Lo he oído por mí mismo.

– O sea que has oído decir a Rosato que tú ibas a declarar contra Art.

– ¿Cómo? -Surf miró de pronto a Citrone, horrorizado-. ¿Yo, apuntando contra Art?