– No, no es eso.
Bennie no podía quitarse de la cabeza la confesión que le había hecho Connolly en la cárcel.
– ¿De qué se trata, pues? Usted tiene experiencia, debe saberlo. Una persona como Connolly, aunque no haya matado a Della Porta, habrá matado a alguien y, tarde o temprano, volverá a las andadas. Es escoria. Estoy convencido de que se encuentra en el lugar donde debe estar.
– No es así como funcionan las cosas, Lou. Connolly no está en la cárcel por ser una mala persona, está en la cárcel por el asesinato de Della Porta. No podemos empezar a marginar a las personas porque sean malas. Esto no es justicia.
– ¿Justicia? -dijo Lou con una sonrisa-. De modo que puede matar a trescientos pero a ése no y sale en libertad. ¿Es eso la justicia?
– Siento decirle que sí.
– Lo hablaremos después del siguiente asesinato, señora mía -concluyó él, y a Bennie no se le ocurrió ninguna respuesta.
Bennie se encontraba en mitad de Broad Street cuando se dio cuenta de que la seguía un coche negro, que se encontraba a media manzana de ella en el carril de la derecha. Le pareció un vehículo casi igual que el TransAm, pero no estaba segura de que fuera el mismo. Siguió adelante con los ojos pegados al retrovisor. No acertaba a vislumbrar su conductor ni el color del coche. Las farolas de la calle eran antiguas e iluminaban poco la calzada.
El firme brillaba tras la lluvia y apenas había tráfico: tras ella, sólo una furgoneta de reparto blanca. Ésta aceleró, ocupando toda la panorámica del retrovisor trasero. No tenía cristales en la parte de atrás y por ello no se veía su interior. El TransAm, suponiendo que fuera aquel vehículo, cambió de carril situándose detrás de la furgoneta.
Bennie siguió hasta el semáforo situado frente al Ayuntamiento, iluminado en un tono morado que destacaba las sombras de sus bóvedas y arcos Victorianos. Las gárgolas abrían sus silenciosas bocas sobre aquéllos, pero Bennie llevaba muchísimo tiempo sin inmutarse ante tal visión. Lo que la inquietaba aquella noche era la policía. Un miembro del cuerpo en concreto. El semáforo se puso rojo y ella echó un vistazo al retrovisor lateral. Tras la furgoneta divisó la inclinada calandra del vehículo, pero seguía la oscuridad y no conseguía determinar si se trataba de un TransAm. Tal vez no lo fuera. El día anterior había creído ver un TransAm negro cuatro veces y se había equivocado en las cuatro ocasiones. Le estaba entrando la paranoia.
A pesar de todo, pisó el acelerador. La furgoneta blanca la siguió a menos velocidad y observó que el coche negro continuaba casi pegado a ella. Los tres vehículos serpentearon dando la vuelta al Ayuntamiento, pasaron por delante de los juzgados y se dirigieron hacia la avenida Benjamín Franklin. Bennie vivía en el barrio situado alrededor del Museo de Arte, en la parte occidental de la avenida. Había elegido el lugar porque era de fácil acceso, no tenía pretensiones y estaba cerca de Schuylkill, donde iba a remar; las mismas razones que habían movido a Thomas Eakins a vivir allí tiempo atrás. Estaba cerca de casa, pero le preocupaba pensar si llegaría sana y salva.
Aceleró y el Ford se situó en el bulevar de cuatro carriles, la avenida Ben Franklin, resbaladiza y húmeda tras la tormenta. Los neumáticos se metieron en un charco, el vehículo quedó salpicado por los costados pero siguió a gran velocidad, avanzando bajo las banderas multicolores de todas las naciones, que ondeaban al viento. NIGERIA, LAGOS, TANZANIA se veía escrito en los rótulos. La furgoneta blanca siguió su camino y en un instante el vehículo oscuro asomó tras ella, situándose a toda velocidad en el carril derecho, iluminado por una farola. En efecto: era un TransAm. Bennie no sabía a ciencia cierta si era azul marino o negro, pero tampoco era cuestión de buscarle tres pies al gato.
Agarró con fuerza el volante. Tenía el TransAm a unos diez metros, circulando velozmente. Empezó a latirle el corazón, dio la vuelta a Logan Circle, procurando mantener recto el vehículo mientras giraba en Swann Fountain, que proyectaba unos iluminados arcos de agua en la noche. El TransAm aceleró, acortando la distancia, y Bennie distinguió su color al verlo pasar bajo la iluminada fuente. Negro. ¡Por favor! Al volante, una silueta masculina. Tenía que ser Lenihan.
Notó un peso en el pecho. Reflexionó velozmente. No llevaba ningún arma pero disponía de un móvil de coche. Buscó a tientas los botones y pulsó el 911.
– Servicio de urgencias -respondió una voz profesional cuando cobró vida la conexión.
– Necesito ayuda. Me está siguiendo un coche, un TransAm negro. -Pasó por encima de otro charco y comprobó el retrovisor. Sólo estaban ella y el TransAm-. Acabo de dejar Logan Circle y me dirijo hacia el Museo de Arte. ¿Qué hago?
– ¿Viaja en su coche, señorita?
– ¡Sí! Un Ford azul.
– ¿Y ese coche sigue al suyo?
– ¡Sí! ¡Sí!
Bennie se esforzaba en dominar el volante y gritar a un tiempo.
– ¿Qué le hace pensar que este coche la sigue, señora?
El TransAm se aproximaba cada vez más. Estaba a seis metros, luego a cinco. Bennie se aguantó en el volante con los brazos tiesos.
– ¡Palabra que me está siguiendo! Es un agente de policía llamado Lenihan.
– ¿Ha dicho que un agente de policía sigue su coche, señorita? ¿Por qué no le hace señas para que se detenga, si necesita ayuda?
– Necesito ayuda para protegerme de él. Emitan un comunicado. Me dirijo hacia la zona oeste, subiendo por la avenida Ben Franklin. ¿Debo acercarme a una comisaría?
Acababa de pronunciar esas palabras cuando se dio cuenta de que había pasado ya la calle que llevaba a la comisaría de su distrito. Tenía el TransAm muy cerca. Luego vio que se situaba en su carril, justo detrás de ella.
– ¡Socorro! -gritó Bennie.
Pisó a fondo el acelerador y el Ford salió disparado por la avenida. Las farolas se desdibujaron ante sus ojos, convirtiéndose en unas relucientes líneas. Las banderas ya sólo eran unas listas de colores. Era todo lo que podía hacer para mantener el vehículo estable. Tomó hacia la derecha en dirección al Museo de Arte.
– ¿Sigue ahí, señorita? ¿Señorita?
– ¡Socorro! -chilló Bennie.
El grito retumbó en sus oídos. Miró el retrovisor de atrás forzando la vista. Los potentes faros del TransAm se centraron en el Ford. El vehículo rozaba ya su parachoques. Vio el rostro del conductor. Su expresión macabra. El pelo rubio. Era Lenihan.
Una ráfaga de terror se apoderó del cuerpo de Bennie. El Ford avanzaba como un bólido por el reluciente bulevar. Ante ella, el Eakins Oval, la rotonda de delante del Museo de Arte. El semáforo se puso rojo pero Bennie siguió pisando el pedal. Sin soltar un momento el volante, cogió la curva a gran velocidad. El interior de su vehículo se iluminó cuando el TransAm le pegó una sacudida desde atrás. Se agarró con más fuerza al volante para salvar la vida.
– ¿Señorita? ¿Señorita? -decía la voz del teléfono-. ¿Ha dicho usted que la policía está aquí?
– ¡No! ¡Socorro! -gritó ella, y luego abandonó.
El Museo de Arte surgía imponente ante sus ojos con el aspecto de un templo de color ámbar de los antiguos griegos. La iluminación del suelo le confería, en lo alto del promontorio, un tono dorado reluciente que contrastaba con la noche. Una sólida escalinata llevaba a su entrada con columnas. Aquello le dio una idea. Tenía que llegar a donde no pudiera seguirle Lenihan. Ella conducía un todoterreno; Lenihan, un TransAm. Ni comparación.
De repente, Bennie pegó un golpe de volante a la derecha y el Ford derrapó hacia la izquierda. La parte trasera del vehículo coleó y ella se vio empujada hacia la puerta de la izquierda. El golpe le causó un fuerte dolor en el hombro izquierdo, pero siguió agarrada al volante con frenesí. El Ford acabó de cara al lugar de donde procedía. Divisó el TransAm: chirriaba, esparciendo agua con los neumáticos como un molinete. A Lenihan le costaría recuperarse.