Bennie apretó el gas y giró el Ford hacia la acera. Las ruedas de atrás chirriaron con la gravilla y el agua de la lluvia. Dirigió el vehículo hacia la escalinata del Museo de Arte. No tenía otra salida que la del ascenso. Si Rocky lo había conseguido, ella también podría.
Conectó la tracción a las cuatro ruedas y el Ford subió la acera y siguió por las escaleras de granito. Iba saltando en su asiento a pesar del cinturón de seguridad, escalón a escalón, directa hacia arriba. Las fuentes situadas a uno y otro lado de la escalinata proyectaban el agua al cielo llenando el coche de humedad. Las farolas de gas con pie de hierro forjado le iluminaban el camino.
Siguió acelerando. El vehículo traqueteaba como si circulara a toda velocidad por las vías del tren. La suspensión chirriaba. Las mandíbulas retumbaban en su cráneo. Los dientes de arriba se le clavaron en el labio inferior. Notó la cálida sangre en la boca. Llegó al siguiente rellano y siguió embistiendo.
Echó un vistazo al retrovisor de atrás. El TransAm había girado, recuperándose y emprendía la carrera hacia la acera, pero se detuvo al pie de la escalinata. Subió tres escalones, perdió tracción y se deslizó hacia atrás. A Bennie el corazón le dio un vuelco por el alivio. Continuó pisando el pedal y el Ford ascendió el siguiente tramo. Le quedaba sólo uno para llegar a la plaza con la gran fuente circular situada delante del museo. Ante ella, las columnas corintias de la fachada, con una altura de cinco plantas, quedaban bañadas en una luz dorada. Sobre el tejado, los dioses y diosas griegos contemplaban el oscuro cielo con serena indiferencia.
El Ford siguió hacia arriba. Bennie perdió de vista el TransAm. Le quedaban cinco peldaños para llegar a la plaza. En la parte trasera del museo había un camino que ella utilizaba para ir a Schuykill y partía del extremo más alejado del museo. No estaba lejos del club de remo, lugar donde tenía amarrada su embarcación de fibra de vidrio. Era su salvación. Estaba casi a salvo.
Otra sacudida y el Ford saltó a las losas de la plaza. El agua de la fuente iluminada le empañó el parabrisas. Ante sí, el Museo de Arte resplandecía. Con el gas a fondo, giró hacia la derecha, a punto de topar contra los pilotes que impedían el tráfico rodado en la plaza, para coger luego a la izquierda el estrecho camino que rodeaba el museo. Éste llevaba a un aparcamiento y de ahí a una ruta adoquinada que volvía a la avenida. Tenía la intención de cogerla para dirigirse a la comisaría más próxima, la de la calle Veintidós. La voz procedente del 911 se escuchaba en la lejanía.
Bennie miró hacia el retrovisor. Ni rastro del TransAm. De pronto se dio cuenta de que podía haber dado la vuelta por atrás. Tenía que salir a toda prisa antes de que Lenihan apareciera. Siguió por la estrecha ruta entre el museo y el bajo muro de piedra. Las farolas se alineaban en el camino y bajo una de ellas vio una cámara de seguridad. Rezó para que la detectara el equipo de seguridad del museo.
Como caído del cielo, oyó el rugido de un motor. Se le iluminó el parabrisas. Levantó los brazos. Se produjo un espantoso estrépito que la empujó con fuerza contra el respaldo y luego le impulsó el cuerpo hacia delante hasta donde dio de sí el cinturón. Aturdida, abrió los ojos.
El parabrisas era como una malla de cristal roto. El capó se había combado por el centro. El TransAm se había empotrado en el Ford, quedando cara a cara, con la cubierta del motor completamente abollada, echando humo. En una fracción de segundo, Lenihan había salido del coche. Blandía una porra negra.
«¡Santo cielo!» Bennie intentó poner el motor en marcha pero no lo consiguió. Miró a un lado y a otro como una desaforada. El teléfono no funcionaba. Lenihan se acercaba a ella. Iba a matarla. Pegó un chillido y el sonido retumbó en su cabeza. Se le nubló la visión.
Un tremendo estrépito hizo trizas el cristal de la ventanilla izquierda. Bennie volvió la cabeza, presa del terror. Lenihan estaba aporreando el cristal. Tenía la cara ensangrentada, la expresión crispada de odio. «¡Dios mío!»Bennie dejó de chillar. Tenía que hacer algo, salir. Correr. Se quitó el cinturón de seguridad y, como pudo, pasó al asiento de al lado. Forcejeó para abrir la puerta del lado del acompañante y estuvo a punto de caer sobre las húmedas losas. No había llegado aún al suelo cuando oyó tras ella los pesados pasos. Tenía a Lenihan encima.
– ¡Hija de la gran puta! -gritó el poli.
Lenihan la arrastró hacia el muro. Las luces situadas al pie de éste la cegaron. Empezó a jadear. Le arañó las manos y luego se las clavó en el impermeable de plástico.
– ¡Ven aquí! -gritó Lenihan y acto seguido la empujó contra el duro canto del muro de piedra. El tosco material le arañó la mejilla. Notó como una quemazón en las costillas. Quedó colgando del muro. Apenas veía nada, con el dolor y la oscuridad. La pared daba a una rampa de cemento de unos quince metros-. ¡Salta!
Bennie hizo un esfuerzo para poder reflexionar, aunque notaba que perdía la conciencia. No podía respirar. Lenihan la empujó un poco e intentó lanzarla hacia el otro lado. La estilográfica que llevaba en el bolsillo de la chaqueta rodó por la pared. ¡Ahí estaba!
Con el último aliento, Bennie recuperó la pluma y, a ciegas, arremetió hacia atrás. La entrecortada voz de Lenihan le indicó que le había dado en algún punto. La porra se detuvo ante la garganta de Bennie. Todo su cuerpo se estremeció y los pulmones aspiraron una bocanada de aire. No había tiempo que perder.
– ¡Aaag! -gritó Lenihan.
Soltó la porra, que repiqueteó en el asfalto.
Bennie se retorció para liberarse. La pluma colgaba de la base del cuello de Lenihan y él mismo se la arrancó de un manotazo. La sangre salió a borbotones del corte. Se le encendió la mirada con renovada furia. Agarró a Bennie del cuello y la empujó contra el muro, golpeándole la cabeza contra la dura piedra. Ella, a punto de perder la conciencia, consiguió agarrarse a su camisa para no caer al vacío.
Siguieron luchando en el muro: sus sombras formaban una grotesca danza del amor, sus siluetas ampliadas bajo el efecto de las luces. La sangre de Lenihan les iba empapando. Bennie la notaba, cálida y húmeda en la mejilla. Aquel olor primario le llenaba la nariz. Con las uñas iba rasgando el impermeable de Lenihan mientras rodaba en el borde del muro. El cielo se oscureció por completo a su alrededor.
– ¡Eh! ¡Basta ya! -gritó alguien, y Bennie notó que la mano de Lenihan le soltaba el cuello. Tosió en busca de aliento y al abrir los ojos vio que se acercaba a ellos un guardia de seguridad del museo-. ¡Basta ya, los dos! -gritó el vigilante.
Lenihan, sobresaltado, se tambaleó y perdió el equilibrio en el borde del muro.
– ¡No! -chilló Bennie, intentando cogerlo.
El impermeable le rozó los dedos pero cerró el puño demasiado tarde. Lenihan se deslizó de su mano y cayó al otro lado con la expresión de terror marcada en los ojos. Lo último que oyó Bennie antes de desplomarse fue el postrer grito de Lenihan, acompañado por los pitidos de las sirenas de la policía, acercándose.
12
Bennie no tuvo conciencia de cómo la odiaba la policía hasta que entró aquella noche en la brigada tras la muerte de Lenihan. Iluminaba la sala una apagada luz azul y se amontonaban en aquel lugar las viejas mesas de despacho y los desvencijados archivadores, todo ello rodeado de unos descoloridos cortinajes. Al avanzar entre la silenciosa fila, camino de la sala de interrogatorios, Bennie tuvo la impresión de que aquel día todo el mundo había cogido el turno de noche. No iba a sacar nada si les decía que lo sentía. En nada la ayudaría explicarles que a ella misma le sabía peor que a ellos. Tampoco veía sentido en contarles que Lenihan había intentado matarla. Bennie Rosato, que se había forjado una carrera demandando a las fuerzas del orden, acababa de matar a uno de los suyos. Era lo único que contaba para ellos.