– Tome asiento, señorita Rosato -dijo uno de los inspectores.
Bennie había estado allí muchas veces. La sala era minúscula, sus paredes del verde de rigor se veían sucias, y el asiento que le ofrecían era la silla de acero atornillada al suelo, la que reservaban para los sospechosos de asesinato. El aire estaba viciado, y contra el mugriento muro se veía una destartalada mesa de madera, mucho más pequeña que las de jugar a los naipes. En su irregular superficie, había esparcidos formularios y una vieja Smith-Corona.
Bennie no se inquietaba por su persona. Sabía que la policía no podía acusarla de la muerte de Lenihan; ni siquiera la habían esposado de camino a la Roundhouse. El guardia de seguridad del museo explicaría lo sucedido, las transcripciones del 911 apoyarían su relato y además la porra de Lenihan estaba a la vista. Quién sabe si había pensado en matarla de forma que pareciera el resultado de un atraco o el asalto a un coche; sin embargo en aquellos momentos la estratagema había quedado destruida. El ataque constituía una prueba de una confabulación policial tan despiadada como para matar con intención de proteger al culpable. Ya no habría miramientos ni contemplaciones. Había estallado la guerra, cobrándose la primera víctima mortal.
– Sus abogados están aquí, Rosato -dijo el inspector, y Bennie levantó la vista.
En el umbral de la puerta vio a Judy y a Mary detrás de Grady, con la expresión tensa por el miedo. Grady se adelantó y la estrechó entre sus brazos, levantándola casi de la silla. Notó un fuerte dolor en las costillas.
– Estoy bien -dijo, pero Grady se volvió hacia el inspector.
– Haga el favor de dejarnos solos -dijo-. Serán cinco minutos.
– Cinco minutos, abogado -dijo el inspector.
Era un hombre con cuerpo de atleta y elegante corte de pelo. Abrió la puerta y se marchó.
– Un momento, Grady -dijo Bennie levantando la mano-. Primero tengo que hacer algo. DiNunzio, Carrier, sentaos. -Grady se apartó mientras las asociadas de Bennie, vestidas de calle, con una chaqueta encima, tomaron asiento. Judy parecía muy preocupada y a Mary se la veía acongojada: las tres arrugas que surcaban su frente infantil habían quedado ya grabadas allí como un estrato geológico-. ¿Te encuentras bien? -le preguntó Bennie.
– ¿Te encuentras bien tú? -respondió Mary en tono apagado-. Tienes el labio ensangrentado.
– Estoy perfectamente. -Bennie se pasó la lengua por el dolorido labio inferior-. De todas formas, escuchadme: lo que ha ocurrido esta noche no tiene ninguna gracia. Tenéis que apartaros del caso. Se acabaron las comparecencias ante el tribunal, se acabaron las firmas de documentos que pasan al archivo.
– Ni hablar, Bennie -protestó Judy, aunque Mary permaneció en silencio, de lo que se percató Bennie.
– No tienes otra opción, Carrier. Lo primero que vas a hacer mañana por la mañana es presentar tu renuncia y la de Mary a comparecer ante el tribunal. Quiero que tenga la máxima publicidad. Decid a Marshall que redacte un comunicado de prensa sobre ello. Tenéis que apartaros del caso y todo el mundo debe saberlo.
– ¿Qué dirán de ello? -Judy retiró su alborotado pelo del rostro. Llevaba vaqueros y una camiseta de fútbol americano que asomaba por debajo de su corta chaqueta-. Todo el mundo tendrá la impresión de que lo dejamos, de que nos hemos asustado.
– No tiene que preocuparte lo que piensen los demás. Vuestra seguridad es más importante.
– ¿Más que mi reputación como abogada? ¿Que mi responsabilidad ante ti? -Judy movió enérgicamente la cabeza y el pelo osciló sobre sus orejas-. Yo no me retiro. Mañana me presento ante el tribunal. Ésta es mi decisión.
– No, no puede ser. El bufete es mío y yo asigno las tareas. Nos hace falta una persona en el caso Burkett. Adelante. Las dos.
– Yo no -insistió Judy.
Bennie se frotó la frente. Le dolía la cabeza desde el porrazo recibido desde atrás. La mejilla ya no le sangraba pero notaba la mandíbula dolorida. Y la discusión empezaba a exasperarla.
– ¿Harás lo que te digo, aunque sea una sola vez, Carrier? ¿Serás capaz de escucharme, para variar?
– Te escucho pero no pienso obedecer. ¿Qué vas a solucionar si yo me retiro del caso? ¿Y qué me dices de ti? Tú eres la persona a quien persiguen. El poli intentó matar…
– Eso, ¿y tú qué, Bennie? -intervino Grady. Bennie levantó la cabeza y vio el miedo en su rostro. Su tez, pálida de por sí, había adoptado un tono céreo, y tenía los ojos enrojecidos por la vela y la inquietud. Despuntaba ya una incipiente barba rubia en la parte de la barbilla y llevaba la camiseta «Duke» del revés, a causa de las prisas-. Ya sé que no vas a retirarte, pero no puedesseguir sin protección. O me meto yo en la sala o contratas a alguien.
– ¿Protección? ¿Te refieres a un guardaespaldas?
– Más bien a tres guardaespaldas.
– No podemos permitírnoslo.
– Yo me ocupo de dos de ellos, y no se hable más. -Grady se volvió hacia las letradas e intentó sonreír-. ¿Estáis de acuerdo, abogadas? ¿Dos guardaespaldas?
– Sí -dijo Judy-. Lo que significa que sigo en el caso. ¿Vale, jefa?
– No, no vale.
Grady cogió el hombro de Bennie.
– Ella es quien tiene que decidir. ¿O es que tú no tomas decisiones irracionales?, ¡y nadie te detiene!
Bennie sonrió.
– Basta. Me duele cuando me río.
Judy soltó una carcajada.
– Trato hecho, pues. Sigo en el caso.
Bennie soltó un suspiro; estaba demasiado agitada para seguir peleando.
– De acuerdo, Carrier puede seguir pero DiNunzio empezará mañana con Burkett. Tendrás que cumplimentar la renuncia a primera hora, y luego te tomas el resto del día libre. ¿Vale?
Las tres cabezas se volvieron al unísono y de repente Mary tuvo la impresión de encontrarse en el banquillo de los acusados.
– No sé -dijo.
– No eres tú quien decide -le dijo Bennie-. Has hecho un excelente trabajo en el caso, con los vecinos, y ahora se acabó.
– Si aún no los han citado como testigos. ¿Cómo vas a interrogarlos? No te he pasado la información.
– Podré hacerlo. Tengo tus notas. Sabré desenvolverme.
Alguien golpeó la puerta con contundencia y Bennie se puso tiesa, con una mueca de dolor al protestar sus costillas ante el cambio de postura.
– ¿Rosato? -dijo una voz masculina.
La puerta de la sala de interrogatorios se abrió.
Sin embargo, no apareció tras ella ninguno de los inspectores. De pie en el umbral, la entrecana cabeza marcada por una expresión de angustia, el típico pantalón caqui, la americana azul marino hechos un amasijo de arrugas, apareció Lou Jacobs.
En la Roundhouse todo se había desarrollado de la forma que esperaba Bennie: Grady en calidad de abogado, pese a que no hacía falta. Los inspectores escucharon el relato de Bennie sobre la muerte de Lenihan con cortesía y profesionalidad, dándole crédito enseguida. Habida cuenta de las pruebas que la respaldaban, no tenían otra alternativa. DiNunzio y Carrier permanecieron apoyadas en un par de sillas plegables, intentando reprimir las lágrimas que asomaban en sus ojos, pero quien más sorprendió a Bennie fue Lou.
Se mantuvo todo el tiempo a su lado, frente a Grady, apoyándola ante la policía sin tener que articular palabra. Al terminar el interrogatorio, colocó su cálida mano sobre el hombro de Bennie, gesto que a ella le pareció de lo más reconfortante. Apenas conocía a ese hombre pero notaba en él algo positivo. Una bondad difícil de encontrar en un joven; la ternura que llega sólo con los años. Lou sería su guardaespaldas. En cierta forma, ya lo era.
Bennie hizo el trayecto hacia casa con Grady en silencio, mientras él se mostraba amable y solícito. Una vez en casa, le preparó café, pues comprendía que a ella tal vez no le apetecía hablar. Le colocó una bolsa de hielo en la cabeza, que seguía doliéndole, y le dio una cucharada de miel para aliviarle la garganta. Le sentó bien, a pesar de no ser el tratamiento científico adecuado. Se le había hinchado el labio por la parte del corte y le temblaba la mandíbula a causa del zarandeo: contra aquellos síntomas, Grady le recetó una noche de descanso. A su lado.