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– La defensa expondrá sus teorías ante el tribunal.

– Pero usted no dispone de la más mínima prueba.

El juez Guthrie cogió las gafas.

– No vamos a discutir ahora, abogados. La cuestión que se nos plantea es la siguiente: ¿qué efectos puede tener el terrible suceso con respecto al juicio? Supongo, señorita Rosato, que solicitará usted unos días para recuperarse de las heridas y la angustia. Teniendo en cuenta el reciente fallecimiento de un familiar directo, el tribunal le concederá un aplazamiento razonable. Supongo que estará usted de acuerdo con ello, señor fiscal.

– Si se hace dentro de lo razonable, por supuesto -se apresuró a responder Hilliard, pero Bennie ya había previsto la salida.

– Se lo agradezco muchísimo a los dos pero no hará falta un aplazamiento, señoría. Quisiera seguir sobre la pista del caso. Creo que el señor Hilliard tiene que llamar a su siguiente testigo -consultó su reloj- dentro de una hora.

La relatora levantó la cabeza, sorprendida: sus labios formaron un perfecto círculo de carmín. Bennie no quería de ninguna forma un aplazamiento en aquellos momentos. Reinaba confusión entre los conspiradores y ella tenía que aprovechar el revuelo. Estaba más cerca que nunca de administrar justicia a quien se encontrara tras la confabulación. Por otra parte, nada la enfurecía tanto como un intento de asesinato, por no decir ya del suyo.

– ¡Señor, Señor! Esto sí que es algo inesperado -comentó el juez Guthrie, colocándose bien las gafas-. Estoy convencido de que necesitará cierto tiempo para recuperarse y preparar el caso. ¿Qué le parecerían un par de días?

La oscura frente de Hilliard se arrugó con la turbación.

– No se exija tanto a sí misma, Bennie. Nadie, viviendo lo que le ha tocado a usted, podría llevar ahora mismo un juicio.

Bennie sonrió con educación.

– Le agradezco su preocupación, pero me siento perfectamente capaz de seguir adelante. Tenemos al jurado aislado y no quisiera alejar a estas personas de sus familias más tiempo del estrictamente necesario.

El juez Guthrie formó su ya habitual triángulo con los dedos.

– El tribunal no acaba de comprenderla, señorita Rosato. Antes del trágico acontecimiento, su deseo más ferviente era el de un aplazamiento.

– Es cierto, señoría. Sin embargo, a raíz de lo sucedido anoche, creo que es de vital importancia cerrar el caso. Una demora probablemente implicaría la influencia de la publicidad en el jurado, lo cual impediría a la acusada disfrutar de un juicio justo. De hecho, la defensa se opone a cualquier aplazamiento en este momento crítico.

La tienda de campaña que dibujaba con los dedos el juez Guthrie se derrumbó.

– Pues bien: el tribunal les verá a los dos aquí al lado a la hora ya fijada, letrada.

– Se lo agradezco, señoría -dijo Bennie.

Cogió seguidamente su maletín y, disimulando el dolor que le punzó en las costillas, salió del despacho por delante de Hilliard.

Judy Carrier estaba sentada en la sala de espera del juez Guthrie, con dos jóvenes terriblemente musculosos a ambos lados. Lou había dispuesto que los dos guardaespaldas estuvieran en casa de Bennie aquella mañana cuando ella saliera hacia los juzgados. Les había puesto los nombres de «Mike» e «Ike» por el gran parecido que existía entre ellos: pelo castaño rapado por la parte de abajo, traje de poliéster azul marino y Ray-Ban de aviador. Sin embargo, no fue su presencia lo que sorprendió a Bennie sino ver a Mary DiNunzio en un extremo del sofá. Se levantó al tiempo que lo hacían Carrier y los guardaespaldas.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó Mary cuando ya enfilaban el pasillo.

Éste tenía el suelo de mármol blanco y negro y un techo claro y abovedado. Por el momento habían mantenido a la prensa a raya, al prohibirles acercarse a quince metros del despacho del juez.

– ¿Qué haces tú aquí? -Bennie miró a Mary, y a su traje marrón, que le pareció excesivamente holgado, como si hubiera perdido peso-. ¿Cómo no estás en el despacho, redactando la renuncia?

– He decidido seguir -respondió Mary. Lo había estado reflexionando toda la noche-. Tengo que hacerlo. Me necesitas.

Bennie sonrió.

– He llevado otros casos sin ti.

– Yo no me rajo. -Mary apretó el paso para seguir el ritmo de los demás por el pasillo-. Lo he estado pensando y he tomado una decisión. Inamovible. Si soy abogada, debo practicar.

Bennie frunció el ceño.

– ¿Si eres abogada? Eres una abogada mucho mejor de lo que crees.

– Gracias.

Mary notó que se sonrojaba. Nunca había oído a Bennie elogiar a nadie.

– Pero sigo pensando que tienes que apartarte del caso.

– No. Yo entro en la sala contigo.

– Vamos a hacer un trato, pues. Ocúpate de la investigación del caso, sólo los hechos. Puedes hacerlo desde tu despacho y así evitamos problemas.

– ¿Qué hay que hacer?

– Descubrir si nuestro amigo Dorsey Hilliard tiene alguna relación con el juez Guthrie, con Henry Burden o con ambos.

– Burden y Hilliard estuvieron en la oficina del fiscal de distrito, eso está claro.

Bennie movió la cabeza con expresión grave y siguió adelante.

– Algo más específico. Comprueba si trabajaron en el mismo caso alguna vez, detalles de este tipo. No sé lo que debo buscar pero lo dejo en tus manos.

Mary sonrió torciendo la boca.

– Mensaje recibido -dijo, y Judy clavó la vista en ella.

– ¿Qué vas a hacer con tus padres, Mary?

– Ya va siendo hora de que me haga mayor -dijo ella, y durante un segundo casi se lo creyó.

14

La siguiente testigo que iba a interrogar el fiscal, Jane Lambertsen, ya se encontraba en el estrado, elegante, con un vestido estampado, unas finas joyas de oro y una rebeca del tono de las manzanas Granny Smith. Había recogido su negra cabellera en una cola de caballo, que resaltaba su juventud y frescura. Marcaba un gran contraste con los polis que habían declarado el día anterior, y Bennie pensó que Hilliard había cambiado el orden del interrogatorio tras la muerte de Lenihan.

La sala estaba silenciosa: el personal del tribunal se encontraba atareado en sus ocupaciones específicas y los miembros del jurado, a buen seguro desconocedores de los acontecimientos, daban vueltas por el exterior de la sala. Si detectaban alguna hinchazón en el rostro de Bennie lo atribuirían al hecho de que el trabajo no le había permitido dormir mucho. Sólo Bennie era consciente de que se había declarado la guerra, y tanto ella como la sala en peso se centraban totalmente en el siguiente testigo que presentaba el Estado.

– Sí, les oí discutir aquella noche -declaró la señora Lam-bertsen.

Hilliard se enderezó ante el estrado.

– Es decir, declara usted que oyó discutir a Alice Connolly y Anthony Della Porta antes del asesinato de éste la noche de autos.

– Protesto -saltó Bennie-. El fiscal vuelve a testificar.

El juez Guthrie jugueteaba con una pajarita que ya estaba tiesa. Parecía muy preocupado con Bennie desde el encuentro en su despacho. Tal vez le había despejado saber que sus adláteres no eran hermanitas de la caridad.

– Se admite la pregunta -dictaminó-. Puede responder, señora Lambertsen.

– Así es -dijo la testigo-. Les oí discutir aquella noche, poco antes de las ocho. Yo intentaba dejar a la cría, llevarla a la cama me refiero. En aquella época se acostaba a las ocho menos cuarto y yo estaba pendiente del reloj.

Una mujer del jurado asintió desde la primera fila, y Lambertsen, percatándose del gesto, le sonrió. Bennie hojeó entre sus notas; le dolía demasiado la cabeza para recordar a todos los del jurado. Aquella mujer era Libby DuMont, de treinta y dos años, ama de casa, madre de tres hijos.

– Ha declarado usted, señora Lambertsen, que vivía en la casa adosada contigua a la del inspector Della Porta y la acusada. ¿Significa eso que las dos casas tenían un muro común?