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Bennie asintió. Le había dado un respiro.

– Si tenemos en cuenta esa circunstancia, ¿cuánto cree que tardó para llegar hasta la puerta? ¿Entre tres y cinco minutos?

– Sí, probablemente.

– O sea que tendríamos que añadir entre tres y cinco minutos al tiempo en que vio a Alice Connolly pasar corriendo.

– Sí.

– ¿Y no nos llevaría eso a un total de entre diez y doce minutos desde que oyó el disparo, llegó a la puerta y vio a Alice Connolly?

– Pues sí.

Bennie hizo una pausa, satisfecha, y luego repasó la declaración de Lambertsen. Siempre la sorprendía que la información que le ofrecían los testigos durante la declaración añadiera trascendencia al contexto.

– Ha dicho antes, señora Lambertsen, que Molly necesitaba echar una siesta. ¿Cuándo la había echado aquel día por última vez?

– Protesto, señoría. -Hilliard se medio levantó del asiento-. Es un tipo de interrogatorio completamente irrelevante y mueve al testigo a hacer conjeturas.

– La pertinencia de las preguntas quedará del todo clara, señoría -dijo Bennie con firmeza-, y no creo que la señora Lambertsen esté haciendo conjeturas. Es una persona que presta mucha atención a su hija, como usted mismo ha comentado.

El juez Guthrie frunció el ceño.

– Sírvase no hacer conjeturas ni suposiciones en sus respuestas, señora Lambertsen. Si no recuerda algo, dígalo con toda libertad.

– Gracias, señoría -dijo la señora Lambertsen-. Conozco bien los horarios de Molly. Los seguía aun siendo tan pequeña.

Hilliard se dejó caer sobre su asiento mientras Bennie rezaba para sus adentros, agradecida.

– Lo que le preguntaba, señora Lambertsen, era cuándo había dormido por última vez aquel día Molly.

– Había estado despierta desde la siesta matinal. Se despertó hacia las seis de la mañana y luego volvió a dormirse. Por aquella época se despertaba hacia las diez y media. Ni siquiera hacía la siesta por la tarde, y cuando lo conseguía, nunca más de una hora.

– ¿De modo que el diecinueve de mayo estuvo despierta desde las diez y media de la mañana hasta que se acostó por la noche?

– Eso es.

– Vamos a retroceder un poco, al día antes del diecinueve de mayo. Ha dicho usted que entonces Molly tenía dos meses. ¿Qué horarios seguía entonces, si es que lo recuerda?

Hilliard soltó un sonoro suspiro, pero reprimió la protesta. El malhumorado sonido ya había provocado la interrupción deseada.

– ¡Madre mía! Aquello era un auténtico infierno -dijo la señora Lambertsen, poniendo los ojos en blanco-. Armaba un gran alboroto a última hora del día, cuando estaba demasiado cansada para seguir despierta. Se dormía hacia las nueve y volvía a despertarse a medianoche. Veíamos juntas a Jay Leño.

– ¿Recuerda usted si Molly volvió a dormirse enseguida después del programa de Jay Leño la noche del dieciocho de mayo?

– No volvió a dormirse. Las dos estuvimos despiertas toda la noche.

A Bennie le costaba imaginárselo. Pensó en la dedicación de su madre y la aflicción se apoderó de repente de ella. Se calló un momento, esperando que el jurado atribuyera la expresión a la reflexión de la próxima pregunta.

– ¿Había dormido usted la siesta aquel día, el diecinueve de mayo, señora Lambertsen?

– No había pegado ojo desde la mañana. Siempre echaba la siesta cuando lo hacía Molly, de lo contrario no habría resistido aquel primer año. Me lo aconsejó alguien del grupo de actividades educativas y lo encontré muy acertado.

– ¿O sea que la noche anterior a la del diecinueve de mayo había dormido usted sólo tres horas?

– Sí.

Bennie pensó en cómo se sentía ella tras una semana de dormir mal.

– ¿Le afecta en la concentración la falta de sueño?

– Por supuesto. Soy de esas personas que necesitan dormir mucho, nueve horas todos los días. Una vez llevé a Molly al médico, pues tenía una infección de oído, y luego no me acordaba si él me había dicho que le pusiera las gotas en los oídos o las disolviera para que las tomara. Otro día compré pañales y me los dejé en la caja del supermercado.

Los miembros del jurado sonrieron y Bennie esperó un momento antes de formular la siguiente pregunta.

– ¿Le ha ocurrido alguna vez pensar que está leyendo algo y no enterarse de ello? -preguntó.

– ¡Protesto! -dijo Hilliard, levantándose y cogiendo las muletas. Sabía por dónde iba Bennie, que había terminado con el tema de la niña. Hizo deslizar sus fornidos antebrazos por los asideros de aluminio de las muletas-. La pregunta exige una conjetura y es imprecisa. Considero que el interrogatorio no viene al caso y constituye una pérdida de tiempo para el tribunal.

La objeción cogió al juez Guthrie limpiándose las gafas.

– Yo no lo considero así, señor Hilliard -dictaminó, y Hilliard se dejó caer pesadamente sobre el asiento.

Bennie miró al juez, agradecida. Aunque el día anterior hubiera denegado sus protestas, en aquellos momentos jugaba limpio. Lástima que para conseguir su atención hubiera tenido que estar al borde de la muerte.

– Puede responder a mi pregunta, señora Lambertsen -dijo.

– Creo recordar que leía una y otra vez las instrucciones de un frasco. En voz alta, incluso.

– Reflexionando otra vez sobre la noche del diecinueve de mayo, recuerde que intenta calmar a Molly, usted trabaja habiendo dormido sólo tres horas y oye un disparo. Corre hacia la puerta, vuelve y mira al reloj. ¿Cómo puede asegurar que vio bien la hora?

Lambertsen volvió la vista, reflexionando, al parecer.

– Creo que sí la vi.

– ¿Está usted segura de que su percepción era la correcta aquella noche, aun cuando trabajaba habiendo dormido sólo tres horas?

– Sí, lo estoy.

Bennie se metió las manos en los bolsillos. Tal vez le exigía demasiado pero no podía evitarlo. Quería saber lo ocurrido aquella noche.

– Pero no fueron tan correctas sus otras percepciones aquella noche, ¿verdad, señora Lambertsen?

– ¿A qué se refiere? -preguntó la testigo pensativamente.

Bennie notó que los rostros de los miembros del jurado se volvían hacia ella. Era consciente de que si conseguía seguir adelante cambiarían de bando. Notaba como una especie de resaca que tiraba de sus tobillos amenazándola si no seguía nadando a fondo.

– Bueno, señora Lambertsen, cuando se asomó por la puerta no distinguió qué blusa llevaba Alice Connolly, ¿verdad?

– Pues… no.

– ¿Y tampoco se fijó en si llevaba vaqueros o pantalón corto?

– Pues… no -respondió ella con el temblor de la duda en su tono.

Bennie sintió que la ola cedía. La señora Lambertsen era una persona inteligente y razonable, capaz de echarse atrás para testificar verazmente. Por la experiencia que tenía Bennie, sabía que ésos eran los peores testigos.

– ¿No es posible, pues, señora Lambertsen, que, teniendo en cuenta que estaba usted muy cansada, además de todo lo que ocurría, que no esté segura del todo de la hora que marcaba el reloj cuando lo miró? Los documentos policiales nos muestran que no llamó al 911 hasta las ocho y siete minutos.

La señora Lambertsen se enderezó en su asiento. Bennie contuvo el aliento, y Hilliard, su protesta. El juez Guthrie estiró el cuello para consultar sus notas al alargarse el silencio. Todo el jurado se concentró en la joven madre, a la espera de su respuesta.

Finalmente, la señora Lambertsen dijo:

– Creo que no puedo estar del todo segura de si vi que el reloj marcaba las ocho.

El cuerpo de Bennie se combó con el alivio de la tensión.

– No haré más preguntas -dijo y volvió a su asiento en la mesa de la defensa.

– Tengo que intervenir de nuevo, señoría -dijo Hilliard levantando un dedo, pero Bennie se relajó en el asiento.

Sabía que no conseguiría borrar la declaración de Lambertsen.