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– En efecto -dijo el doctor Pettis, asintiendo.

– ¿Y en su experta opinión, afirmaría hasta cierto punto de certeza médica que la sangre de esta camiseta perteneció al inspector Della Porta?

– Ciertamente.

– Muchas gracias. No haré más preguntas al testigo, señoría -dijo Hilliard, cogiendo la camiseta y dejándola sobre la mesa de las pruebas con la parte ensangrentada hacia arriba, ante el jurado.

Todos permanecieron en silencio observando las manchas. Incluso Bennie imaginó la sangre brotando de la frente de Della Porta y luego la de Lenihan saliendo a chorro del cuello. La sangre de Valencia Mendoza. Después, la suya y la de Connolly observadas a través de los microscopios de tamaño celular.

– ¿Desea usted interrogarle, señorita Rosato? -preguntó el juez Guthrie, y Bennie se levantó sin mirar a su clienta.

18

– ¡Pero si aquí tenemos a Vega júnior! -exclamó Lou cuando vio al hijo de Carlos Vega entrar corriendo por la puerta de la comisaría.

– Siento haberme retrasado -dijo el joven policía.

Se secó la mano, que chorreaba. Tras él fueron llegando otros agentes de uniforme, charlando y quitándose los impermeables al entrar. A Lou todos le parecían crios, pues ninguno de ellos era tan corpulento como el hijo de Carlos. Éste, metiéndose la gorra bajo el brazo, le tendió la mano.

– Soy Ed Vega. Encantado de conocerlo, señor Jacobs.

– ¿Qué es eso de señor Jacobs? -saltó Lou. Estrechó la mano del muchacho, reteniéndosela un momento, mientras contemplaba admirado aquel ancho y serio rostro. El hijo de Carlos tenía el pelo oscuro, llevaba un pequeño bigote, y sus atractivos ojos eran idénticos a los de su padre a los veintitrés años-. Llámame Lou, ¿vale? Tu padre sí que tiene que llamarme ahora señor Jacobs.

Vega se echó a reír.

– De acuerdo, Lou. Siento llegar tarde. ¿Es cierto eso de que me invitas a comer?

– Depende del hambre que tengas.

– Sería capaz de comerme un buey -dijo el muchacho y Lou le miró fijamente.

– Pero habrá que beber agua. Yo estoy jubilado.

– Trato hecho.

Se dispusieron a salir pero en la puerta les detuvo un alud de agentes que entraba a toda prisa huyendo de la lluvia. Lou contó ocho, entre los que había un par de groseros, que juraban más que los mayores.

– Una nueva hornada de gente valiente, ¿verdad? -comentó Lou, sin entrar en detalles, mientras un agente mayor y más alto subía a toda velocidad los peldaños.

– ¡Eh, Lou! -dijo Ed, cogiendo al agente mayor del brazo-. ¿Te presento a alguien mayor que tú? Éste es Joe Citrone, mi compañero, Lou. Es Lou Jacobs, Joe, un amigo de mi padre.

– ¡Hola! -respondió Citrone, con un movimiento de cabeza que indicaba que no tenía tiempo que perder.

Intentó seguir su camino, pero el bullicioso grupo le impidió el paso.

– Me suena su cara -dijo Lou retorciendo los dedos de los pies mientras observaba a Citrone. Un tipo que parecía estar en forma, de ojos insensibles y ni una arruga fruto de la sonrisa-. ¿Cuándo salió de la academia? La promoción…

– No te esfuerces en darle conversación -le interrumpió Ed con una risita-. Joe Citrone es un hombre de pocas palabras.

Lou soltó una carcajada.

– La mayoría de polis se van del pico.

– Si te interesa información sobre Lenihan, Lou, tendrías que hablar con Joe -dijo Vega, y Lou aguzó el oído.

– ¿Conocías a Lenihan, colega?

– No, no le conocía -respondió Citrone, y en la frente del joven agente se dibujó una expresión de desconcierto.

– Claro que le conocías, si justamente el otro día… -empezó Vega, pero la frase quedó a medias.

– Te equivocas, Ed. -Citrone miró a Lou-: Encantado de conocerte.

Vega se quedó en silencio mientras su compañero se alejaba; luego pegó un giro a su gorra.

– ¿Adónde vamos a comer? -preguntó.

– Al Debbie's. ¿Adónde si no? -respondió Lou y, tras echar una última ojeada en dirección a Citrone, salió a aguantar el mal tiempo.

El Debbie's Dinner, con sus paredes de aluminio, su forma de vagón de tren y su conocido rótulo en el que se veía un donut, se había convertido en algo muy popular en el sur de Filadelfia. Servían buena comida, a precios económicos, y el único inconveniente que presentaba era algún asesinato de mañosos que se producía en su aparcamiento, en general en años impares. Se trataba de unos crímenes al estilo antiguo; un único y preciso disparo contra un blanco elegido por una familia perteneciente al crimen organizado, y no el tiroteo indiscriminado que dejaba a los jóvenes hechos trizas y a Lou le hacía plantearse adonde habíamos llegado, cada vez que los asesinos actuaban de una forma tan inhumana. No obstante, aquellos asesinatos, en lugar de alejar a los clientes del local servían para dar a Debbie's un toque genuino, pues no alteraban ni a quienes triunfaban ni a los agentes uniformados que iban a comer allí. Lou sabía que mientras existieran los huevos revueltos con ketchup, Debbie's seguiría en pie. Y aquello le animaba.

– Vamos a sentarnos aquí -dijo Lou, mostrando a Vega su compartimiento preferido. Se instaló y cogió unas servilletas de papel del dispositivo de acero inoxidable-. ¿Te has mojado, muchacho? ¿Quieres una servilleta para secarte?

– No, gracias.

Vega se sacudió el pelo como un cachorro de terranova, y enseguida apareció una camarera muy guapa, con pelo corto y un uniforme negro perfectamente ajustado a su cuerpo.

– ¿No habéis oído hablar de una cosa que se llama paraguas, chicos?

– No -respondió Lou-. No soportamos los paraguas.

Vega le dedicó una sonrisa. Dijo:

– Manías de polis.

La camarera movió la cabeza. En el distintivo que llevaba en la solapa, en forma de donut, se leía: TERESA: TRES AÑOS; su nombre y los años que llevaba sirviendo en Debbie's. De acuerdo con los parámetros de Debbie, era una cría.

– ¿Dos cafés enseguida? -preguntó ella.

– Eres un hacha -dijo Vega, riendo.

– Tienes razón. Tendría que apostar por algo arriesgado -respondió la chica y se marchó.

Vega se pasó los dedos por el pelo, que se puso de punta como las púas de un erizo.

– Bien, Lou, no puedo contarte nada de él. Nunca había visto a ese tipo. La verdad es que lo sucedido es una puta vergüenza.

– ¿Has oído algo sobre él? ¿Qué rumores circulan?

– Ninguno.

– Me parece imposible.

– No sé qué te ha contado mi padre, Lou, pero yo sólo llevo dos meses en el distrito. Acaban de emparejarme con Citrone.

Lou asintió.

– Pero Citrone conocía a Lenihan…

– Ya le has oído. No.

– Te he oído a ti. Has dicho que le conocía.

– Estaría equivocado.

Lou parpadeó.

– No creo, muchacho, y tengo que saber lo que sabes tú. Lenihan murió intentando matar a una persona a la que aprecio mucho. Quiero saber el porqué.

– Yo no lo sé. No sé nada.

– Has dicho que Citrone conocía a Lenihan. ¿Por qué lo has dicho?

Vega se pasó otra vez la mano por el pelo y volvió un poco la cabeza para localizar a la camarera.

– ¿Viene o no el café?

– ¿Qué te ha hecho pensar que Citrone conocía a Lenihan?

Vega levantó la mano, localizó a la camarera y con un gesto le indicó que quería beber. Ella, asintiendo con la cabeza, cogió la cafetera por el asa marrón de plástico y dos tazas a la carrera.

– ¿Qué te hace pensar que Citrone conocía a Lenihan, Ed? -volvió a preguntar Lou, pero el muchacho seguía con la vista fija en la camarera, evitando su mirada-. ¿Ed?

– ¡Ahí está! -exclamó Vega, volviéndose al llegar la chica con las tazas, que luego dejó en la mesa, haciendo un fuerte ruido.