– Te estaba buscando las cartas.
Sirvió el café en una taza y luego en la otra. Lou se fijó en que llevaba unos tatuajes en el antebrazo, un símbolo chino, y se planteó en qué época las chicas empezaron a lucir tatuajes. Justo después que empezaran a entrar en el cuerpo, pero ¿antes de que montaran bufetes de abogados? Lou observó cómo la camarera se alejaba y comprobó con satisfacción que algunas cosas seguían como siempre.
Vega tomó un sorbo de café y se encorvó sobre la mesa.
– Lou Jacobs -dijo en voz baja-, mi padre dice que eres un gran tipo, por tanto eres un gran tipo, pero no voy a enfrentarme a Joe Citrone por ti. ¿Entendido?
– Yo sólo te pedía una información.
– La información va contra Citrone y además, te juro que no sé nada.
Lou probó el café y miró al chico.
– Tienes miedo -dijo.
– Monsergas.
– No hables por boca de otro, muchacho. Te pillarán enseguida.
– Yo no tengo miedo, ni motivos para tenerlo. Es cierto que no quiero fastidiar a Citrone. Pero esto es normal, soy un novato.
Lou se inclinó un poco sobre la mesa.
– ¿De qué va todo eso? ¿Joe Citrone para presidente de Estados Unidos de América? ¿Me perdí algo mientras estuve a la sombra?
– Citrone es el viejo. Conoce a todo el mundo.
– Pues tenía que conocer a Lenihan, como has dicho tú al principio. -Lou cogió la taza-. Mira, muchacho, Lenihan tenía negocios con dos tipos del Veinte. Estaban metidos en algo, junto con un inspector, Della Porta, a quien asesinaron el año pasado, y había trabajado en el Undécimo. ¿Crees que Citrone sabe algo del asunto? Es un veterano, como muy bien has dicho tú.
Vega se levantó de repente, se metió la mano en el bolsillo y abrió la cartera.
– No me llames más, no intentes buscarme, no me molestes. -Tiró un billete arrugado de cinco dólares sobre la mesa-. Aléjate de mí. Y aléjate también de mi padre.
Lou se levantó y le crujieron las rodillas.
– Escúchame, yo sólo quería hablar contigo.
– Ya me has oído -dijo Vega, y salió del compartimiento hacia la puerta del restaurante.
Lou le vio cruzar el aparcamiento camino de su coche. «Huye despavorido», pensó.
– ¿Y su amigo? -preguntó la camarera, cogiendo un bloc y un gordo lápiz del bolsillo del delantal negro.
– ¿Mi amigo? Tenía una cita para hablar de un caballo.
– ¿Qué?
La chica se rascó la cabeza con el lápiz.
– Es una manera de hablar. ¿No conocías la expresión?
– No. ¿Te sirvo algo?
– Tres huevos revueltos, y respóndeme a eso: ¿verdad que aquí ves todos los días a muchos policías?
– Sí.
– ¿Viste alguna vez a uno llamado Lenihan? Venía del Undécimo.
– ¿Lenihan? ¿El pimpollo rubio que salió en el periódico?
¿Pimpollo? Lou pensó que lo había oído mal. Quizá también necesitaba un aparato para la sordera.
– ¿Pimpollo? ¿Puede un hombre hecho y derecho convertirse en un pimpollo?
– ¿Qué?
Lou se secó la frente, que aún tenía húmeda.
– Dejémoslo. ¿Comía aquí, Lenihan?
– Sí.
– ¿Con quién?
– Con otros polis.
– ¿Qué otros polis?
La camarera encogió los hombros.
– ¿Cómo voy a saberlo?
– De entrada, los policías llevan una placa con su nombre.
– Yo no leo las placas. Además, no hablo de mis clientes.
– Es sólo una pregunta. ¿Con quién comía normalmente?
– ¿Eres poli? Ya lo imaginaba.
– No, soy un tipo normal y corriente. Un viejo que quiere saber algo.
– Pues mira, has tenido muy mala suerte, viejo que quiere saber algo -respondió la camarera, apoyándose en el otro pie-. ¿Te sirvo los huevos o qué?
– Tendrás ketchup, ¿no?
– Claro.
– Pues sí -respondió Lou y siguió con su café mientras ella se alejaba dándose aires.
19
Bennie se situó frente al analista en el estrado.
– Como quiera que usted y yo ya nos conocemos, señor Pettis, obviaré mi presentación.
El profesor asintió con una sonrisa que resaltó sus mandíbulas.
– Encantado de volver a verla, señorita Rosato.
– A mí también me alegra verle -respondió Bennie con cierta afectación. Al jurado le caía bien Pettis y ella quería dejar patente que a éste le caía también bien ella, y que por tanto no era su enemiga. La mejor táctica con una persona razonable consistía en ponerse a su lado: hacérsela suya-. El Estado le ha proporcionado distintos objetos para examinar en este caso. Le ha entregado a usted fotos, un expediente completo, muestras de sangre y una camiseta, ¿es así?
– Así es.
– ¿Verdad que no le ha entregado un arma para someterla a su examen?
– No.
– ¿Deduce usted que la policía no ha recuperado el arma del crimen en este caso?
– Exactamente.
Bennie observaba los rostros del jurado. Le pareció que prestaban atención e imaginó que ya se estaban preguntando por qué no había aparecido el arma homicida. Se acercó lentamente al estrado del testigo.
– ¿Qué tipo de prueba forense puede detectarse en un arma utilizada para cometer un asesinato, doctor Pettis?
– Protesto -dijo Hilliard, levantándose-. Eso supera el límite del interrogatorio directo. En sus respuestas, el doctor Pettis no ha hablado sobre armas homicidas.
Bennie miró al juez Guthrie, quien seguía atento tras sus dedos colocados en forma de triángulo.
– El doctor Pettis ha recibido la calificación de experto en medicina forense, y yo le estoy formulando unas preguntas básicas sobre dicho campo, señoría.
– Prosiga -dijo el juez Guthrie, y sus labios desaparecieron tras la torre de los dedos.
Bennie se volvió hacia el doctor Pettis.
– Díganos qué tipo de prueba encuentra normalmente en un arma homicida, por ejemplo en una del calibre veintidós.
– Se encuentran sin duda huellas dactilares, que pueden desembocar en una identificación positiva. También podemos encontrar en ella escamas de la piel, pelo o algún otro vestigio que puede ayudar a identificar a la persona que la disparó.
Bennie levantó la mano.
– Sin embargo, en este caso no disponemos de arma, por lo que no puede identificarse ni eliminarse ningún sospechoso siguiendo tales parámetros, ¿no es cierto?
– Sí.
– Sabe usted también, doctor Pettis, que se encontró la camiseta en un contenedor de un callejón, ¿verdad?
– Me lo dijo el fiscal, sí.
– Que usted sepa, no se encontró arma alguna en el contenedor, ¿cierto?
– Que yo sepa, no se encontró ninguna.
Bennie hizo una pausa para observar, uno por uno, los rostros de los miembros del jurado. Si se estaban planteando interrogantes, mejor.
– Permítame que le haga otra pregunta referente a la medicina forense, doctor Pettis. Cuando alguien dispara un arma, a la distancia que sea, ¿no se depositan en su mano ciertos residuos?
– En efecto, siempre que no exista algo que los bloquee, como un guante.
– ¿Puede investigar la presencia de tales residuos en su laboratorio?
– Por supuesto.
– ¿Se le pidió que llevara a cabo tal prueba en las manos de Alice Connolly?
– No.
– ¿Tiene usted conocimiento sobre si se extrajeron muestras de residuos de las manos de Alice Connolly, doctor Pettis?
– No lo tengo.
– Gracias. Prosigamos. -Bennie se acercó a la mesa de las pruebas y tiró de la bolsa que contenía la camiseta-. Le estoy mostrando la prueba trece presentada por el Estado. ¿Recuerda haber declarado sobre las pautas de las manchas de esta camiseta?