– Sí.
– Dicha prueba podría haber demostrado que Alice Connolly no disparó el arma que mató al inspector Della Porta, ¿verdad?
– Pues… sí.
– De hecho, ¿no es cierto que de haberse llevado a cabo la prueba de residuos y no haber encontrado residuo alguno de Alice Connolly, dispondríamos de la prueba definitiva de que la acusada no asesinó al inspector Della Porta?
– Entonces, ¿por qué se habría opuesto ella a la prueba?
Los ojos de Merwicke brillaban de enojo, y Bennie le aguantó la mirada.
– La pregunta exige un sí o un no, doctor Merwicke. Si no se hubieran encontrado residuos en las manos de Alice Connolly se habría demostrado sin la menor sombra de duda que ella no disparó el arma. ¿Sí o no?
– Sí. Pero entonces, ¿por qué…?
– ¿Sabe usted a ciencia cierta que Alice Connolly se opuso a la prueba o sólo tiene noticia de que se opusieron a ella sus anteriores abogados, doctor Merwicke?
– Imagino que ella sabría…
– Imagina mal -saltó Bennie, y Hilliard casi se levantó.
– Maniobra obstructiva, señoría. La defensa está declarando.
El juez Guthrie asintió rápidamente.
– Se admite. Sírvase eliminar el comentario, relatora.
– No haré más preguntas -dijo Bennie.
En realidad había hablado al jurado. Esperaba poder mitigar el perjuicio ocasionado. Se sentó y observó la expresión de Connolly. Parecía tan afligida como ella misma, y no lo disimulaba. Los rasgos de Connolly, tan parecidos a los suyos sin maquillaje, estaban marcados por el frío y crudo terror que sentía la mujer al entrever su propia ejecución. Bennie creía estar viendo su propia máscara de la muerte.
Y no podía volver la cabeza.
20
El equipo de la defensa, en el que se incluía Lou, se apiñó a la hora de cenar en el despacho para tomar unas costillas en la mesa de nogal dispuesta con unas arrugadas servilletas de papel. Habían convertido una bandeja destinada a sujetapapeles en una fuente llena de agua, y las gotas de grasa flotaban sobre su superficie como el aceite en una alcantarilla.
– ¿Qué tal el día, jefa? -preguntó Judy, chupándose los dedos.
Bennie se secó los labios con una servilleta.
– Hemos encajado un duro golpe, gracias a mí.
– No ha sido tan terrible -respondió Mary. Se le notaban los ojos cansados a causa de la sesión que acababa de terminar con el ordenador, haciendo el seguimiento de Dorsey Hilliard. Había tenido poca suerte. No había descubierto una relación fuera de lo corriente con el juez Guthrie, cuando menos en los casos cotejados. Había comparecido en su tribunal en seis casos, de los cuales había ganado tres y perdido tres-. Habrá que perseverar -añadió, más de cara a sí misma que dirigiéndose a Bennie.
– Ánimo, Rosato. -Lou hizo girar su silla y cruzó los pies, enfundados en sus empapados mocasines-. Como mínimo tenemos una pista sobre Lenihan. Mañana veré a Joe Citrone.
Bennie movió la cabeza.
– Eso ya lo discutimos, Lou. No irá a ver a Citrone. Es demasiado peligroso.
– Ah, no me acordaba. -Lou hizo un saludo marcial-. Usted manda y yo obedezco.
– No lo haga, Lou.
– No lo haré, Ben.
Bennie reprimió una sonrisa.
– Se lo digo en serio. Vuelva al barrio, acabe de peinar la zona del vecindario. Búsqueme al que vio entrar en el piso a un policía alto.
– Como usted diga, señora mía, pero Joe Citrone es alto.
– Pues muéstreles fotos de Citrone. Encuéntreme un testigo para la defensa. Sería el cambio ideal.
– Será lo primero que haga mañana por la mañana.
– Se lo he dicho en serio, Lou. Es una orden.
Lou tomó otro trago de Rolling Rock de una botella verde. La suya era la única cerveza de la mesa, pues el resto eran latas de Coca-Cola light. A Lou siempre le había encantado la cerveza. Era su único vicio, que se remontaba a la edad de trece años, cuando su padre le dio a probar el primer sorbo: de Oitleib's, la de la botella marrón, que ya no se fabricaba. Oitleib's era su preferida, con más estilo que la Schlitz, aunque más tarde también dejaron de fabricar la Schlitz. Auténticas marcas de Filadelfia. Además de los refrescos Frank's, también de Filadelfia.
– Si es Frank's, thanks -dijo Lou en voz alta, un poco entonado, y Bennie se echó a reír.
– Espabile, Lou.
– Imposible. Esta mañana he visto a una chica con un tatuaje. -Tomó otro sorbo-. He aguantado de todo y no aguanto nada más.
Judy se echó a reír.
– Popeye, ¿verdad? Popeye el marino. Eso siempre lo dice Popeye antes de tomar espinacas.
– ¡Chica lista!
Lou levantó la botella en silencioso homenaje. Por Popeye. Por la Ortleib's. Por las pastelerías pasadas de moda y por su queridísima ex esposa.
Bennie sonrió.
– Me acuerdo de Popeye. -Los dibujos animados en blanco y negro parpadeaban en su cerebro como en los cuentos plegables de las tiendas de todo a cien-. Aprieta la lata de espinacas y, ¡zas!, se abre, ¿no?
Judy soltó otra carcajada.
– Las espinacas vuelan por los aires en un chorro ruidosísimo y Popeye las caza al vuelo. Luego ves cómo bajan por su garganta y los brazos se le convierten en yunques. O no sé, se le hinchan.
Lou la imitó.
– Eso, no sé, se le hinchan.
– ¡A callar! -exclamó Judy y tiró la pajita del refresco a Lou, quien se agachó.
– Además, las chicas no deberían llevar tatuajes -gritó él-. ¿Me oyen? Las chicas, nada de tatuajes. ¡Sólo los marinos!
Mary aplaudió, repentinamente de buen humor. No le parecía algo tan malo ser abogada, al menos una noche al año.
– ¿Marinos? ¿Ha dicho marinos?
– ¿Qué pasa con los marinos? -preguntó Lou, y todas rompieron a reír, aturdidas de pronto.
Bennie observó con una risita la mesa de reuniones, cómo se relajaba todo el mundo por primera vez en días. A ella también le venía bien reír, olvidar los informes de autopsias, de manchas de sangre, incluso olvidar lo de su madre. Y también a Lenihan, a Della Porta y a Grady. A este último le había llamado un par de veces pero no lo había encontrado en casa y dedujo que seguía trabajando. Ya no recordaba la última vez que le había visto, había hablado o hecho el amor con él.
– ¡A cantar! -gritaba Lou.
Las chicas empezaron a entonar la canción de Popeye, completándola con la lucha hasta el final y la toma de espinacas. La sala retumbaba con los cantos pero Bennie no les mandó callar. Quería que sacaran las inquietudes que llevaban dentro. Luego, al igual que todos los marinos, tendrían que encargarse de todos los «Brutus» del mundo.
«¡Tut tut!»
21
. A la mañana siguiente, Atice se vistió en la pequeña sala de detención. No había dormido en toda la noche. Rosato no había respondido a ninguna de sus llamadas y no había podido establecer contacto con Bullock ni con el exterior. No tenía ni idea de qué rumbo tomaría el juicio; lo que sí sabía era que el día anterior había sido terrible. Rosato tenía que haberla llamado al estrado. Ella podía conseguir hacer creíble la historia. Se veía capaz de convencerlos de lo que fuera.
Se puso una falda gris y una blusa de seda. Aquél iba a ser un largo día en el tribunal, el último para la acusación. Atice había reservado el traje gris para aquella ocasión, pues tenía la corazonada de que Rosato llevaría también el suyo. En las fotos que había visto, Rosato vestía el traje gris en sus comparecencias más importantes, con zapatos grises a juego. Connolly se puso un par idénticos a los de ella e hizo chasquear tres veces los tacones, como Dorothy en El mago de Oz.
– ¡Sácame de ese trago, hija de puta! -gritó.