Выбрать главу

Empezó a cepillarse el pelo. Rosato se lo habría lavado, por lo tanto tenía que asegurar que el suyo brillara y tuviera la caída del de ella. Si conseguía cuidar todos los detalles, aquel día ella y Rosato tendrían un aspecto idéntico. El guardia llamó a la puerta.

– Espera un momento, ¡joder! -protestó Atice.

Unos minutos después andaba esposada detrás del guardia; pasaron una puerta cerrada, después otra y atravesaron un estrecho pasillo hasta la sala.

– Como un cordero camino del matadero, ¿mm…? -dijo Alice, pero el guardia se limitó a mover la cabeza.

– Confíe en el Señor, señorita Connolly.

Alice soltó un bufido.

– ¿Por qué? ¿Usted cree que trabajará en un caso de emergencia?

El guardia abrió la puerta que daba a la sala, y lo primero que vio Alice fue a Rosato sentada a la mesa de la defensa. Llevaba su mejor traje, el gris.

Bennie no hizo caso del traje de Connolly; por el contrario, se dedicó a observar minuciosamente al testigo de la acusación en cuanto se inició la sesión. Ray Muñoz era un hombre de unos cincuenta años, bajito y musculoso, que había sido albañil antes que una discapacidad acabara con su vida laboral. Tenía unos profundos ojos castaños y pómulos prominentes; su porte, que mostraba resentimiento, era desagradable, como si el mundo no hubiera oído suficientes veces su eterno sonsonete. Hilliard le hizo entrar en detalles:

– Sírvase mostrar al jurado dónde se sitúa su casa en Trose Street, señor Muñoz -le dijo desde el estrado-. Si lo desea, puede utilizar el puntero.

– Vivo aquí, en el 3016 -respondió Muñoz señalando un punto de Trose Street. Su negra camisa de punto hacía conjunto con su pelo, que se le disparaba como un matorral desde el cuero cabelludo-. Llevo tres años en esta casa. Desde que llegué de Texas.

– ¿Nos está mostrando que vive a cinco casas al oeste del número 3006, del mismo lado de la calle donde tuvo lugar el asesinato del inspector Della Porta, señor Muñoz?

– Sí, eso. -Muñoz señaló la acera situada frente a su casa adosada-. Exactamente aquí vi correr a la señora. La vi por la ventana.

– Eso no se lo he preguntado aún, señor Muñoz -dijo Hilliard, en tono de reproche, y el testigo arrugó la frente.

– Ya. Pero a mí ya no me pagan por horas, como a ustedes los abogados.

Los miembros del jurado rieron hasta que Hilliard empezó a toser ruidosamente.

– Dispense -dijo Hilliard-. ¿Dónde estaba usted, señor Muñoz, antes de asomarse a la ventana?

– Leyendo en la salita de estar. -Muñoz dejó el puntero-. Me gusta consultar la lista después de cenar.

– ¿La lista, señor Muñoz?

– La lista de las carreras de caballos, compañero.

El jurado se echó a reír de nuevo, y Muñoz se irguió en su silla, animado, como un niño malo haciendo una de las suyas en clase. Bennie se habría reído también a gusto pero Hilliard seguía con su actitud seria.

– ¿Dónde estaba leyendo la lista de las carreras, señor Muñoz?

– En mi tumbona. Estaba sentado allí.

– ¿Y dónde tiene su tumbona, señor Muñoz?

– Frente a la tele. ¿Dónde iba a tenerla?

Hilliard se puso rígido.

– ¿Y ese asiento dónde está concretamente en relación con la ventana de la sala de estar?

– Tengo la tumbona junto a la ventana. Y ésta da a la calle. Me siento al lado de la ventana por lo de la luz. Y para que me dé el aire. No tengo aire acondicionado.

– O sea que estaba sentado junto a la ventana la noche de autos. ¿La tenía abierta?

– No conozco otro sistema para que me entre el aire. -El jurado rió y Muñoz sonrió, jugando ya con ellos-. No le estoy tomando el pelo. En esta ciudad uno suda como un cerdo. Es peor que en el sur de Texas, lo que es mucho decir.

– Por favor, señor Muñoz… ¿Había cortina en la ventana? Y hágame el favor de dirigirse a mí cuando responda y de hacerlo con un sí o un no.

– Ya estoy respondiendo sí o no.

– No es cierto, señor Muñoz. Haga el favor de decir sí o no, ¿entendido?

Muñoz levantó una ceja.

– La pregunta era: ¿había cortina en la ventana?

– Pues claro que había cortina en la ventana. Por eso oí el ruido. Sonó como un petardo. Imaginé que habría unos críos fuera. Quiero decir los chavales que se preparaban para el cuatro de julio. -Volvió otra vez la cabeza hacia el jurado y una mujer mayor de la primera fila asintió, como si estuviera de acuerdo-. Ya sabe cómo son los chavales -insistió Muñoz.

Hilliard miró al juez:

– ¿Me hará el favor, señoría, de dar instrucciones al testigo para que responda a las preguntas de la forma indicada? Con ello el acta quedará mucho más clara.

El juez Guthrie inclinó la cabeza con decisión y se volvió hacia el testigo:

– Si no le importa, señor Muñoz, hágalo para el acta.

– Si usted lo dice, juez… -dijo Muñoz, fulminando a Hilliard con la mirada, lo que indicó a Bennie que el fiscal había cometido su primer, y probablemente único, error en el juicio. Acababa de convertir el interrogatorio directo en una lucha por el poder. Los miembros del jurado parecían incómodos en sus asientos, sin dejar de escuchar.

– ¿Sabe usted qué hora era cuando oyó el ruido al que se ha referido, señor Muñoz? Repito: míreme y responda con un sí o un no.

Muñoz clavó la vista en el fiscal.

– No.

– ¿No miró el reloj?

– No. ¿Lo hago bien, abogado?

– Perfecto, señor Muñoz -respondió Hilliard consultando sus notas-. Vamos a ver: en un momento dado miró por la ventana. ¿Sabe usted si tardó mucho en asomarse a ella después de haber oído el disparo?

– ¿Debo responder sí o no?

– Sí. Responda sí o no, por favor.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo pasó desde que oyó el ruido hasta que miró por la ventana?

– ¿Sí o no?

Hilliard suspiró de forma audible.

– Evidentemente, no.

– Vale, pero tiene que decirme cómo he de responder, si no, yo no lo sabré. No soy tan inteligente como usted, que conste.

Muñoz sonrió y lo mismo hicieron los miembros del jurado, pero Hilliard se agarró al estrado y se puso aún más rígido.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que oyó el ruido como de petardo hasta que se asomó a la ventana, señor Muñoz?

– Un rato.

– ¿Podría describirnos un poco mejor ese tiempo y no con el simple «un rato»?

– ¿Quiere que responda sí o no?

– ¡Sí, por favor!

– No.

Los miembros del jurado ahogaron unas sonrisas y Hilliard se pasó la mano por la desigualmente poblada cabeza. De haber tenido mucho pelo, habría tirado de él.

– Explique al jurado exactamente lo que vio al asomarse a la ventana, señor Muñoz.

– Ya le he dicho que vi a una señora corriendo. Le vi la cara y el pelo al pasar bajo mi ventana.

– ¿De forma que la vio usted bien?

– Protesto -dijo Bennie, medio levantándose-. El fiscal está testificando, señoría. El testigo no ha dicho que la hubiera visto bien. En realidad, el testigo ni siquiera ha dicho quién era «ella».

– Se admite. -El juez Guthrie miró por encima de sus gafas-. El tribunal entiende que está usted intentando clarificar el testimonio, señor Hilliard, pero le ruego que plantee las preguntas con cuidado.

– De acuerdo, señoría. -Hilliard se cuadró frente al testigo en el estrado-: Señor Muñoz, para clarificar su testimonio, ¿identificaría usted a la mujer que vio corriendo bajo su ventana?

– ¿Identificar? ¿Qué significa eso?

– Señalarla aquí en la sala -dijo enseguida Hilliard.

Muñoz ya estaba forzando la vista hacia Bennie y Connolly. Levantó su fornido brazo y el regordete dedo señaló hacia la mesa de la defensa, aunque con un blanco impreciso.

– Vi a una de ellas, no sé a cuál -dijo-. Parecen gemelas.