– ¿Cómo? -Hilliard estaba tan frustrado que golpeó la suave alfombra con sus muletas-. ¿Después del truco que acaba de representar? ¡Deberían acusarla de desacato al tribunal!
– No existe fundamento para el desacato -respondió enseguida Bennie-. No he desobedecido ningún fallo del juez.
El juez Guthrie levantó un dedo en señal de advertencia.
– No se precipite, señorita Rosato. -Hizo una pausa, suspirando-. El tribunal se encuentra entre la espada y la pared, abogados. La cuestión radica en adonde nos dirigimos a partir de aquí. Mi sentido de la ley me indica que la señorita Rosato puede seguir en la defensa independientemente de su parecido físico con su clienta. Los precedentes, escasos todo hay que decirlo, indican que si el tribunal fuera sua sponte, o hacia la moción oral del Estado, el hecho de pedirle la retirada en estas circunstancias, en este punto, podría constituir un error revocable y crear base suficiente para la apelación.
Hilliard se dirigió al juez.
– No obstante, seguir con la señorita Rosato va en detrimento del Estado. No podemos desviar a Muñoz ni tampoco pedir a los demás vecinos que afirmen haber visto a Connolly huir del lugar del crimen, porque el aspecto de la señorita Rosato les desconcertará. Esto elimina a mis testigos de la tarde.
Bennie se inclinó hacia delante.
– Si este testigo es incapaz de proceder a la identificación, los demás tampoco podrán hacerla, señoría. Suponiendo que todo lo que pueda afirmar esta gente es que vio a una mujer muy parecida a mí corriendo, no disponemos de pruebas de identificación que vayan más allá de la duda razonable.
– Reserve las conclusiones para el jurado -saltó Hilliard, pero Bennie hablaba para que constara.
– La acusación ya dispone de la identificación hecha por la señora Lambertsen, señoría. El resto de los testigos redundarán en lo mismo, y el Estado no sufrirá ningún perjuicio.
– ¡Eran testigos corroborantes! -exclamó Hilliard-. ¡A mí no me diga cómo debo llevar el caso!
El juez Guthrie dio la vuelta a la butaca y se sentó lentamente en ella, evitando la mirada de los dos abogados.
– Comprendo su frustración, señor fiscal, pero llegados a este punto no tenemos más opciones. Nos encontramos ante un dilema. La única alternativa sería declarar el proceso nulo por tener vicios de procedimiento, y este tribunal duda que el Estado haga tal petición.
– De ninguna forma -dijo Hilliard-. El Estado no puede correr el riesgo de hacer una apuesta tan arriesgada. Entonces no podríamos volver a juzgar a Connolly.
El juez Guthrie asintió lentamente, dirigiendo su mirada a uno y otro abogado, para centrarla luego en la ventana.
– Pues tendremos que seguir adelante después de comer. Se reanudará la sesión a la una y media.
– Gracias, señoría -dijo Hilliard, en un tono que rayaba lo sarcástico, al tiempo que se levantaba.
Bennie le siguió hacia la puerta sin mediar palabra con el juez Guthrie. El estado de ánimo de éste era el vivo reflejo del de Hilliard. Los dos habían caído en la trampa y le echaban la culpa a ella. De todas formas, la situación no satisfacía a Bennie. No había actuado para desconcertar a Muñoz, lo había hecho Connolly, y a ella no le interesaba engañar para vencer. Peor aún, la victoria que se había granjeado era sólo temporal, y las fuerzas que movían los hilos de la conspiración iban a redoblar sus esfuerzos.
Lo de tener al tigre cogido por la cola no era tan bueno como lo pintaban, sobre todo en un caso de asesinato.
23
Lou levantó la vista al cielo a través del parabrisas de su Honda. El sol se afanaba por abrirse paso entre las espesas y grises nubes que cubrían el rojo horizonte en aquella parte de la ciudad. Como mínimo no llovía; se había puesto otra vez los mocasines nuevos. Había aparcado en diagonal en la parte trasera del Undécimo, esperando a que llegara Citrone. Hasta el momento había tenido más suerte en la espera del sol. La muchacha del mostrador le había dicho que Citrone llegaría hacia las diez, pero desde entonces ya habían pasado dos horas.
Lou apuró la taza de café y siguió a la expectativa, con la vista fija en las personas uniformadas que iban entrando y saliendo. Ni rastro de Citrone ni de Vega. Entró en la comisaría a preguntar de nuevo, pero la chica le repitió que Citrone no podía tardar. Se le ocurrió llamarlo a su casa desde la cabina de la esquina, pero comprobó que el teléfono del agente no figuraba en el listín. Encontró dos Citrone en la guía y llamó a los dos números. Uno de ellos no tenía noticia de un tal Joe Citrone y el otro no hablaba inglés. Ya nadie se molestaba en aprender el idioma. Incluso los inmigrantes eran mejores en los viejos tiempos.
Lou reflexionaba sobre aquello mientras observaba los uniformes y buscaba el coche patrulla de Citrone. El número 98, le había dicho la chica. Estados Unidos de Norteamérica estaba lleno de personas que no querían ser estadounidenses. Los padres de Lou nunca habían mostrado tal actitud. Se sentían orgullosos de ser judíos alemanes, pero habían llegado a EE.UU. con el deseo de convertirse en ciudadanos estadounidenses. No querían que Lou y sus hermanas hablaran yiddish como los otros hijos de judíos, o, Dios nos ampare, como los judíos rusos. Tenían la vista fija en el futuro y no en el pasado.
Lou consultó de nuevo el reloj. Las doce y dieciocho. Cualquier otro se habría puesto nervioso pero Lou no. El meticuloso trabajo policial, paso a paso, siempre compensaba. A veces sólo era cuestión de esperar. No todos tenían paciencia para ello, pero a él le sobraba. Lo que tampoco era siempre positivo. Le había mantenido, por ejemplo, demasiado tiempo en un matrimonio fracasado. Al igual que una taza de café, era algo que se enfriaba y nadie sabía cuándo ni cómo.
Las tripas se le rebelaban. Era la hora de comer. Otro coche patrulla aparcó en el último espacio vacío que quedaba. Forzó la vista y leyó el número 32. Un agente de uniforme salió del vehículo y empezó a examinar la puerta de la derecha, como si hubiera detectado una abolladura en ella. Lou echó un vistazo general al aparcamiento. Irían llegando más coches para fichar antes de ir a comer.
Entró otro al recinto y Lou comprobó que llevaba el número 10. ¡Qué cabrón! Acababa de aparcar en perpendicular detrás de la hilera de delante, bloqueándole la perspectiva. Salieron del vehículo dos agentes de uniforme charlando. Se acercaron al que estaba mirando la abolladura e iniciaron una conversación alrededor del coche. Parecía que le estaban tomando el pelo sobre el golpe. Lou miró otra vez el reloj. Las doce y treinta y dos. Cuando alzó otra vez la vista, entraba en el aparcamiento el coche patrulla 98. Vio a Joe Citrone al volante y a Vega a su lado.
¡Maldita sea! Lou esperó a que Citrone aparcara en perpendicular al lado del último coche patrulla que había llegado. En cuanto Citrone hubo parado el motor, Lou salió del Honda. Cruzó la calle sin perder de vista a Citrone. Éste se había detenido junto a los tres que comentaban lo de la abolladura, y Lou se dirigió hacia allí. Vega le vio antes de que lo hiciera Citrone, y Lou se dio cuenta de que aquél le pegaba un codazo para llamarle la atención.
– Joe -gritó Lou-. Joe Citrone.
El policía alto no respondió, permaneció impasible ante la llegada de Lou.
– ¿Me recuerdas? Soy Lou Jacobs, el de ayer.
– No.
– ¿No recuerdas que nos presentaron junto a la puerta?
– No -respondió Citrone con cara de póquer, y Lou se echó a reír, desconcertado.
– Claro que me conoces. Nos presentó él, Ed -dijo Lou mirando a Ed Vega, que iba cambiando de postura ante los otros polis-. Eh, muchacho, recuérdaselo.
– No te conozco de nada, tío -dijo Vega con gran frialdad y a Lou se le secó la boca.
Habían reclutado al hijo de Carlos.
– ¿Te estás quedando conmigo, Ed? ¿Acaso no fuimos ayer juntos a Debbie's?